Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Octubre 16, 2013

Es un signo de los tiempos: la televisión sospecha del cine y lo reescribe, volviéndose infinitamente más profunda. Así, “Los 80” aborda el mismo período de la película “No”, de Pablo Larraín, pero se encarga de acceder a los lugares que ésta no supo mostrar.

Una tesis: después de cinco temporadas, vemos Los 80 para encontrarnos a nosotros mismos en la pantalla, como si los fragmentos de imágenes y las historias que presenta la serie pudiesen corresponder a nuestras imágenes e historias personales. Una temporada nueva del programa significa eso entonces, el poder acceder al reflejo que, desde la ficción, el programa hace de nuestra propia memoria. Eso lo consigue por medio de los objetos, las actuaciones, el lenguaje y la inclusión de material de archivo de la época. Pero su principal recurso tiene que ver con cruzar la historia privada de los ciudadanos con los sucesos de la vida pública del país, algo que sucede a veces como un abrazo pero también, en los momentos más dramáticos, alcanza a verse como un choque que deja heridos, víctimas y cadáveres. De hecho, entre las temporadas 3 y 4, la serie se volvió un thriller porque la vida chilena, en esos años -el 85 y el 86-, era un thriller también. El show reventó en ese momento pero, en cierto modo, nos hizo confundir el corazón del relato: comenzamos a esperar la emoción adictiva de un policial lleno de balazos, sangre y violencia. Cuando aquello terminó en la temporada pasada, vino el vacío y le reprochamos al programa su falta de intensidad, su supuesta lentitud. Los personajes llegaron a molestarnos porque volvieron a parecerse a nosotros. Pero Los 80 nunca fue una serie de acción; su único exceso era paradojalmente,la mudez que definía la personalidad de Juan Herrera y que podía leerse como un extraño alfabeto de la chilenidad profunda.

Esta temporada es la primera que dirige Rodrigo Bazaes -que reemplaza a Boris Quercia, quien estuvo a cargo de las anteriores- y supone una extraña tabla rasa: todos están juntos de nuevo en la casa de los Herrera, en lo que bien podría ser un nuevo comienzo. Pero es aparente, pues la acción transcurre en el año 1988. De hecho, en una escena perturbadora del primer episodio, Herrera (Daniel Muñoz) mira cómo Ricardo Lagos levanta su dedo contra Pinochet. Está en el patio de su casa, desencajado. Ha peleado con su mujer, a la que han ascendido en el trabajo, mientras él es sólo un obrero más en una fábrica textil. Se siente impotente e inútil. Pero en la escena, Bazaes evita el tono de Quercia: la cámara no es melosa sino que ambigua. Compadecemos a Herrera, pero también se nos hace antipático y egoísta; en manos del nuevo director, no es un héroe templado sino un sujeto al borde del estallido. Su casa ya no es un refugio, desapareció la utopía de una familia feliz. Vemos que los personajes han cambiado, están desfigurados, algo se perdió en el camino. Ya nadie es inocente.

Aquello define el tono del show: más intenso y menos complaciente, al punto de que podemos leerlo como un comentario a No, de Pablo Larraín, como si la televisión, así, discutiera con el cine. Pero si aquella película trabajaba con la hipótesis de que la publicidad era capaz de crear una épica nacional, la serie de Canal 13 sugiere lo contrario, que esa épica sólo fue posible porque provenía de los espacios traumatizados de nuestra intimidad. La televisión sospecha del cine y lo reescribe, volviéndose infinitamente más profunda. Es un signo de los tiempos: la semana pasada, en esta misma revista, Alberto Fuguet se preguntaba cómo la televisión se había vuelto el verdadero arte del siglo XXI. Los 80 confirman las sospechas de Fuguet. Aborda el mismo período de la cinta de Larraín, pero se encarga de acceder a los lugares que ésta no supo mostrar. Quizás eso pasa porque en Los 80 todo sucede en una especie de vida en sordina, que hace que hasta la calle sea una parte más de la casa, como si los paisajes de ese Santiago de la dictadura fueran la extensión apenas disfrazada de los conflictos de sus personajes.

Mal que mal, dos de las escenas definitivas del primer capítulo, estrenado el domingo pasado, suceden ahí afuera, en esa extraña intemperie: en una población, Félix y sus amigos ven cómo unos muchachos borran un cartel gigantesco de Pinochet mientras suena “Algo está pasando” de De Kiruza; en la otra escena, Ana (Tamara Acosta) avanza en cámara lenta con zapatos nuevos sobre una calle en construcción del centro. Los dos lugares suponen zonas incómodas para el statu quo de la serie. Mientras los adolescentes descubren un nuevo mapa para su propia ciudad; la heroína aprende a caminar y cruza el puente que la separa de su propio futuro. Con aquellas imágenes, cualquier ilusión de permanencia es fugaz y nos obliga a mirar las temporadas anteriores. Ahora mismo nos damos cuenta de que Los 80 nunca fue sobre la nostalgia sino de cómo sus personajes mudaban de piel y cómo los recuerdos no están fijos, porque la memoria es antes un abismo que un monumento. En las temporadas anteriores, Quercia dirigía todo con cierto temor a estas mutaciones. Ahora Bazaes, que prefiere el silencio o el sonido de la calle o los objetos, se lanza de cabeza a ver cómo esos cambios determinan la naturaleza dramática del relato y el modo en que el país de 1988 puede ser filmado de nuevo desde la ilusión (la épica del fin de la dictadura) y el espanto (la sospecha de que el núcleo familiar va a ser aniquilado, de que todo lo que sucedió en las temporadas anteriores tendrá efecto letal en ésta). Esos nuevos aires son feroces, pero frescos, y confirman que la serie hace un buen rato que dejó de ser un mero programa de televisión para convertirse en algo superior a ella misma: una imposible historia de la vida privada de Chile.

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