Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Noviembre 14, 2013

“Tránsitos” completa algo que se había iniciado con “Cinépata”, que salió el año pasado por Alfaguara, pero con el que tiene una diferencia sustancial: la literatura siempre fue un lugar  incómodo para Fuguet, que encontró en el cine un refugio y una especie de lingua franca.

Esta “cartografía literaria” es también un mapa de los afectos, la sugerencia de un método de lectura. Algo de eso había en “Apuntes autistas”, pero acá se vuelve más complejo, más urgente quizás porque el leitmotiv central es el desarraigo y la construcción de la identidad.

Una voz que se deshace, una voz que se pierde, una voz que se encuentra. Creo que para dimensionar los lugares por donde se mueve la literatura de Alberto Fuguet (1964) habría que releer con atención “Pelando a Rocío”, un viejo cuento suyo donde la narradora avanzaba desde la frivolidad de sus memorias de infancia y quedaba detenida en el presente de la dictadura chilena. Esa mujer narraba y se hundía en el laberinto de lo que contaba. En ese cuento, originalmente publicado en Sobredosis (1990), Fuguet investigaba no sólo la tensión de un habla cotidiana que se deshacía en su trivialidad, sino que hacía que chocase en una imagen desesperada y final: la narradora, que recordaba a una amiga suya caída en la resistencia contra Pinochet, no era capaz de volver a sus certezas, quedaba atrapada en el loop del relato, perdida en los meandros de una lengua que quedaba desnuda ante el presente.

A mí, aquel cuento siempre me ha parecido relevante. Definía el modo en que la obra de Fuguet usaba los códigos de la cultura popular para preguntarse por la alienación y la soledad, sobre cómo funcionaban las familias y las clases, sobre cómo se narraba una ciudad. Eso mismo era el centro de la épica del vacío en Mala onda (1991, que también trataba de cómo leer a Salinger en América Latina) y se ponía mucho más inquietante en Tinta roja (1996), que citaba en su epígrafe a Manuel Rojas,  y devolvía a Luis Rivano, Alfredo Gómez Morel y Armando Méndez Carrasco como una tradición necesaria desde donde leer los límites simbólicos de Santiago. Era, por supuesto, interesante que aquello no se percibiera en su momento: los códigos generacionales imponían una lectura hecha de puro presente y la caricatura de Fuguet y el odio por lo que representaba o se presumía que representaba excedía la lectura de sus textos. De este modo, lo importante quizás quedaba cifrado, oculto en una especie de línea de sombra que terminó de revelar su profundidad con Missing (2009) que, de modo equivocado, fue leída como un ejercicio de redención o una especie de madurez, cuando en realidad sólo terminaba de amarrar todo lo anterior para convertirlo en un ejercicio radical sobre las fronteras, la familia y la memoria

Tránsitos (Ediciones UDP), por lo mismo, camina en esa línea de sombra y no es raro que cite al mexicano Sergio Pitol como un referente en ese punto. Mal que mal, Pitol fue avanzando desde La casa de la tribu (1990) hasta El mago de Viena (2005) no sólo en la idea del ensayo como una especie de utopía posible en cuanto a género literario, sino que también en el modo en que podía dibujar su propia biografía, algo (y acá pienso en ese volumen perfecto que es El viaje) que era indistinguible de la literatura que traducía, como si no pudiese separar la voz de los otros de la propia. “Pagaría mucho más. Estaría dispuesto a mucho más para poder seguir en esto porque ya está claro: no tengo otro camino. No hay camino de retorno. Ya no supe ser otra cosa, ya no supe ser quien soy si no es creando”, dice Fuguet en la primera sección del libro y tiene sentido. Hay algo liberador en Tránsitos, en sus lecturas y cruces,  en ese gesto de escribir entre el exorcismo y el homenaje, entre la rabia y la confesión, como si hablar sobre determinados autores (Donoso, Fabián Casas, Germán Marín o García Márquez, entre muchos) fuese un modo de ordenarlos en una biblioteca posible, en la utopía de un lugar en el que habitar, donde también aparecen el daño y el trauma, el abandono como un modo de relacionarse con las cosas.

Fuguet, lector atento de ese proceso, parece haber llevado hasta el extremo esos procedimientos en Tránsitos,  que completa algo que se había iniciado con Cinépata, que salió el año pasado por Alfaguara, pero con el que tiene una diferencia sustancial: la literatura siempre fue un lugar  incómodo para Fuguet, que encontró en el cine un refugio y una especie de lingua franca. Tránsitos revela esa incomodidad y trabaja a partir de ella. Porque esta “cartografía literaria” es también un mapa de los afectos, la sugerencia de un método de lectura. Algo de eso había en Apuntes autistas (2007), pero acá se vuelve más complejo, más urgente quizás porque el leitmotiv central de todas estas obras es el desarraigo y la construcción de la identidad, todas esas tensiones que Edward Said denominaba “filiación” y “afiliación”.

Por lo mismo, es relevante que el texto cierre con la crónica sobre Gustavo Escanlar. Se trata del fragmento más radical del libro. Escanlar fue un escritor uruguayo antologado en McOndo que se perdió entre el periodismo televisivo, las drogas y la celebridad. Fuguet, que fue amigo de Escanlar, sale a buscarlo y no lo encuentra. O encuentra otra cosa. “Me siento en una cinta de ciencia ficción retro/ como que todo es de 1950/ no sé.../ raro / la ciudad es medio abandonada /una pura locación”, anota en un mail que le envía a Matías Rivas, su editor, sobre Montevideo. Quizás esto sucede porque Escanlar es un reflejo torcido de su generación, de la idea del escritor latinoamericano, de la resaca de la década del noventa. No hay epifanía posible con él, todos los tránsitos llevan a un Montevideo espectral, lleno de dobles discursos. Buscar a Escanlar es buscar una utopía sobre sí mismo, sobre lo que se fue, sobre lo que se pudo ser, como si Fuguet envidiase la libertad que tuvo para escenificar su propia destrucción, su relación con la literatura, su forma de leer al mundo.

De este modo, Fuguet choca con una ciudad y su literatura, con el horizonte que promete el paisaje. No encuentra a Escanlar; lo que sí encuentra son dudas, secretos, tupidos velos. Todos los viajes avanzan hasta ese punto, se detienen ahí, llegan a ese lugar. Las anotaciones anteriores tienen algo de despojamiento. Fuguet escribe para afirmar un lugar, pero también para abandonarlo. Tránsitos termina acá, con el fantasma de Escanlar dibujado como la bisagra que abre algo parecido a un futuro. Es la zona cero que existe más allá del libro: el final del viaje, la sombra de una biblioteca, el sueño de una casa propia hecha de pura lengua. Una voz que se deshace, una voz que se pierde, una voz que se encuentra.

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