Fotos: Arriba: Chloë Grace Moretz, la protagonista del remake. Abajo: Sissy Spacek, la Carrie de 1976.
“Carrie” es casi un mito, una leyenda urbana, una de esas pocas cintas de terror que quebraron su nicho natural (adolescentes, fans del gore) para convertirse en algo más: un ícono pop, una manera de entender el mundo.
Hoy en día Hollywood se incomoda con los cuerpos: ojalá nada de desnudos, pero sí mucho bíceps y cuerpos intervenidos. Ésa es una de las grandes diferencias de este remake con la “Carrie” original.
Carrie vuelve. Lo curioso es que nunca se ha ido del todo. Carrie -imágenes de ella, el concepto de Carrie como el ángel vengador, la mártir del bullying- incluso está incrustada en las millones de personas que nunca han visto el filme. Carrie es casi un mito, una leyenda urbana, una de esas pocas cintas de terror (El exorcista, El resplandor, La profecía, El bebé de Rosemary) que quebraron su nicho natural (adolescentes, fans del gore) para convertirse en algo más: un ícono pop, un símbolo de nuestros días, una manera de entender el mundo. De ahí lo curioso y errado del tag line de la nueva versión de la notable película (¿obra maestra teen?, ¿clásico camp?) de 1976 dirigida por Brian de Palma a partir del primer éxito literario de un joven llamado Stephen King. De ahí lo innecesario del afiche con la cara sangrienta de la limitada Chloë Grace Moretz con la frase Conocerás su nombre. Sí, ya la conocemos. Quizás hubiera sido mejor: Hay chicas con las que uno siempre se vuelve a topar. O: Las cosas no cambian: cada generación tiene una Carrie.
Algo así.
En todo caso, para resumir: Carrie 2013 no es Carrie 1976.
Carrie de De Palma es gran cine, es una gran historia, es puro suspenso, terror, empatía y sensualidad. Es el querer -y poder- darle espesor y grandeza a una historia simple que, en otras manos, no sería más que material para cine B de medianoche. Pantalla dividida, ralentis, la música de Pino Donaggio, un ominoso sentido de la premonición, pavor y sensualidad ante las pulsaciones de la libido. La nueva y agotadora Carrie parece una lastimada chica emo sin seguidores en Twitter, que tiene todo almacenado en su psique para transformarse en una psicótica. Esto nunca fue la intención de De Palma, de King ni menos de la gran Sissy Spacek, que terminó nominada al Oscar por su rol del patito feo que casi pierde la razón al enfrentarse con una primera -e inesperada- menstruación, mientras se ducha en un camarín rodeada de sus exhibicionistas compañeras de curso. Tanto Stephen King en su novela epistolar como Brian de Palma apostaron por la ambigüedad, por no extremar las ideas binarias del bien y el mal y estar del lado de Carrie cuando sus poderes telekinéticos se descontrolan al ser empujada más allá del límite. Hay algo profundamente errado entonces cuando uno está más de parte de los malos que de la víctima, cuando siente que la chica al final es una freak que no hace nada por cambiar o zafar y que lo único que desea es vengarse. Una cosa es ser víctima; otra andar por la vida como una.
Una cineasta mujer -Kimberly Peirce, que hizo Boys Don´t Cry, acerca de otra chica incomprendida y víctima del más feroz de los bullyings- no garantiza más empatía con una historia supuestamente femenina que la mirada de un hombre algo voyerista. Casi al revés: o Peirce cuida a sus actrices al punto de dejar la escena del camarín con menos piel que la que uno puede atisbar en un picnic de monjas o simplemente se negó a desnudar a sus actrices para llegar a la codiciada calificación “para todo espectador” que es tanto mas rentable. Ésta es una de las grandes diferencias con la primera adaptación y un signo clave de cómo los 70 son diferentes de los tiempos actuales. Da lo mismo que vivamos en una era de pornografía viral, el cine de Hollywood quiere diferenciarse de sus vecinos productores de porno del cercano valle de San Fernando, en la misma Los Ángeles. Hollywood se incomoda con los cuerpos: ojalá nada de desnudos, pero sí mucho bíceps y cuerpos intervenidos. Sissy Spacek nunca tuvo un cuerpo para posar para Playboy: por eso mismo, lo que parte como un intento de masturbación en la ducha que termina en lo que ella cree es una hemorragia interna como castigo, impacta el doble. No queremos ver lo que ocurre y, sin embargo, no podemos cerrar los ojos. Ya verla duchándose al lado de las sensuales Nancy Allen y Amy Irving es algo cruel. Acá todo esto se pierde: lo que importa no es la competencia sexual juvenil sino cuán rápido es capaz de hacer estallar las luces del camarín. Para qué hablar de todo lo que ocurre post fiesta de graduación: De Palma estaba más interesado en estirar la mayor cantidad el tiempo hasta que ocurra lo que sabemos va a ocurrir; Peirce quiere llegar rápido a los efectos especiales y hacer que el mundo estalle.
HIJA DE DOS MADRES
Otro error, algo más valiente y que quizás pudo resultar: el uso y abuso de la madre. De Palma contuvo a Piper Laurie (con uno de los grandes peinados desde La novia de Frankenstein) y logró no solamente una nominación al Oscar para la esquiva actriz, que perfectamente pudo caer en algo teatral y de gran guiñol. Ahora tenemos a Julianne Moore, que casi siempre es un agrado, excepto cuando la dejan sola y le dan rienda suelta a sus peores impulsos. Acá ocurre eso: el filme no quiere desaprovechar a la Moore que es -por cierto- una actriz con más potencia y presencia. Pero al darle más escenas y carne (literalmente: ahora la madre es una cutter, una mujer que se autoinflige desagradables cortes que la hacen gotear durante toda la película) termina por desbalancear el equilibrio y el friquerío de esta mujer religiosa y escindida, que compite mano a mano con el de su hija. De Palma usó mucho menos a la madre; fue más una presencia, una sombra, una idea. En la Carrie de 1976, la madre es un ser trastornado pero misterioso; acá te cuentan y muestran demasiado, por lo que queda muy claro el grado de represión de Margaret White: su fervor es más el terror a su propia sexualidad. En esto, Peirce es explícita, mientras De Palma se quedó más en las sombras. Curioso como cambian las cosas: el sexo en sí ya no se puede mostrar ni gozar; los traumas y flagelaciones, sí.
Comparar remakes es más aburrido que injusto. Aburrido porque casi siempre el veredicto final es previsible: “Era mucho mejor la original” tiende a ser el acuerdo al que se llega la mayor parte de las veces.
Pero no siempre es así: hay remakes mejores o tan potentes como el original. Y como el tiempo pasa, a veces no vale la pena entrar a comparar sino asumir que son otros animales por completo: homenajes, piezas-que-conversan, reinterpretaciones, puestas-al-día. Ser original no es necesariamente una virtud. Comparar es injusto porque, en rigor, se parte de la premisa errada que un remake es algo necesariamente indigno, espurio, innecesario, una celebración del lucro, la falta de ideas y chanterío artístico. Para nada: todos los años hay un nuevo montaje de una obra de Shakespeare o Chejov o Tennessee Williams. La gracia de ir a la ópera es ver una pieza que se conoce y se quiere reintrepretada tanto por nuevos cantantes o por una puesta en escena distinta, arriesgada, que incluso conecte con el estado actual de las cosas.
Una lástima que la nueva versión de Carrie sea infinitamente inferior, a pesar de contar con el tipo de efectos especiales inimaginables en su momento. La nueva Carrie es al final un símbolo de estos días: traumatizada, abusada, víctima, vengadora. Alguien dañado, al parecer, no puede también ser completo, sensual, alguien que puede besar al chico rubio que la invitó a la fiesta y sentir que el suelo se le mueve. Lo que antes era un mito de la cultura pop ahora es una exploración de la sicología pop y la mala autoayuda. Sissy Spacek, regresa a casa; se te echa de menos.