Nos interesan los libros de Zambra precisamente por eso; por ese oído que le permite deambular por parajes conocidos (la vida de los barrios, las historias de mujeres solas, de muchachos que quieren escribir) y tratarlos con una luz que no habíamos visto antes.
Así, es difícil juzgar los textos del libro por separado. Todos pertenecen a una misma matriz, son partes de algo más grande. Y eso es una geografía de la soledad, un lugar del abandono. Ahí, casi siempre el narrador se sacrifica a sí mismo para contar la historia de los otros.
“Pero no es verdad que haya matado a su padre. Ese crimen nunca sucedió. Y tampoco escribe cartas de amor, nunca lo ha hecho, quizás porque no sabe nada sobre el amor, y lo que sabe no le gusta, lo que sabe es monstruoso”, anota el narrador de “Hacer memoria” el cuento que cierra Mis documentos, el libro de cuentos de Alejandro Zambra (1975). En el relato, que narra cómo una muchacha es violada por su hermano y su padre, se evita la obviedad mediante la sospecha de cualquier clase de retórica literaria que pueda tener el género. “Hacer memoria” es un relato policial que desconfía de lo policial, de la truculencia de sus procedimientos, del cliché de que la ficción puede reparar algún trauma: lo que importa es lo que queda fuera de la ficción, el material humano que podemos entrever como su origen posible.
Nos interesan los libros de Zambra precisamente por eso; por ese gesto que el cuento condensa: ese oído que le permite deambular por parajes conocidos (la vida de los barrios, las historias de mujeres solas, de muchachos que quieren escribir, de lectores de mediana edad) y tratarlos con una luz que no habíamos visto antes. Quizás eso descanse justamente en que esa percepción proviene de su coqueteo con la experiencia, con la sospecha de que la ficción es un arte tan frágil como engañoso.
Eso estaba en sus otros libros (Bonsái, La vida privada de los árboles, Formas de volver a casa), pero las investigaciones formales sobre lo que significaba una novela a veces no dejaban apreciarlo. Zambra estaba preocupado de preguntarse cómo funcionaba la literatura, y ordenaba todo a partir de esa pregunta. Todo era literatura o debía parecerlo. El efecto colateral residía en que lo que existía más allá del relato era tan grande, tan importante y tan demoledor que implicaba que no pudiera ser contado. Lo que se narraba eran las esquirlas y escombros que quedaban detrás: las novelas que arrojaba la vida. De todos esos libros, La vida privada de los árboles era el más terrible pues dejaba la puerta abierta, evitando cerrarse sobre sí mismo: se fugaba hacia la literatura, pero eso era sólo una trampa. El libro quedaba suspendido en la espera de una mujer que nunca volvía a su casa y cómo el narrador construía fantasías ante ese hecho insoportable. Por otro lado, un poemario como Mudanza sólo acrecentaba esa sensación de oquedad: “Atardece, mientras cae / no la noche pero algo y en las fundas / una forma peligrosa que se mueve /como un bulto del que buscas la salida”. O sea, la literatura de Zambra era la narración de esa búsqueda, pero también de cómo refugiarse de la misma.
EL CHILE QUE TOMA ONCE
Pero aquello no era pura literatura. El contexto importaba. Ese contexto es quizás el centro de Mis documentos. El tema del libro es la clase media y cómo compone su memoria, cómo narra sus espacios, cómo lucha contra el olvido. Porque Zambra trabaja esta clase media que no ha sido narrada hasta ahora. De hecho, “la clase media es un problema si se quiere escribir literatura latinoamericana”, anota en un momento. Se trata de un mundo (y un libro) hecho de villas, viejos computadores, de universitarios que sobreviven en la noche esperando algo que no llega. Eso que no llega, que bien puede ser el futuro o la vida, es lo que está después de los relatos. Mientras, accedemos a un mundo sobre gente que fuma y los amigos que se pierden de vista, sobre el sexo y los tiempos muertos del colegio, sobre la muerte y las canciones que nuestros padres escuchaban y vuelven a nosotros como fantasmas.
Con todos esos fragmentos, Zambra compone una épica a partir de puras señales mínimas. En Mis documentos la literatura puede funcionar sólo una como una máscara de la memoria. Da lo mismo descifrar cuál es cuál. Así, es difícil juzgar los textos del libro por separado. Todos pertenecen a una misma matriz, son partes de algo más grande. Y eso es una geografía de la soledad, un lugar del abandono. Ahí, casi siempre el narrador se sacrifica a sí mismo para contar la historia de los otros. Ese sacrificio no es literal. Significa colocarse al lado del relato, significa escuchar y mirar. Significa quedarse solo y al borde. De este modo los cuentos no parecen cuentos, juegan al fragmento, explotan un lenguaje oral, huyen de toda formalidad canónica. Eso provoca un efecto interesante: a ratos, Mis documentos luce como una novela fragmentada y escapa a cualquier noción de antología. Es fácil darse cuenta de esa tensión que recorre el libro. Los primeros textos tienen un matiz o una pista autobiográfica, los últimos ya parecen pura ficción. Posiblemente sea al revés. Repito: no importa. En el medio hay dos textos largos (uno sobre el Instituto Nacional, y otro que es el diario de un fumador que deja el cigarrillo) que pueden presentarse como supuestos diarios de vida, bitácoras de experiencias. La suma de todo eso es un mapa sobre cómo funcionan los espacios íntimos de la clase media chilena, con la cual el narrador establece una perpetua tensión. Esa tensión no descansa en el hecho de querer arrancarse de ella, sino de la conciencia absoluta de pertenecer y, por lo tanto, la necesidad de registrarla. “Soy un corresponsal, me gustaría saber de qué”, anota el narrador de “Yo fumaba muy bien”.
Zambra es un narrador inquietante precisamente por eso. Porque sabe que para ejecutar una literatura realista debe operar con precisión sobre los silencios y los eufemismos de los que se ocupa, ponerlos sobre la mesa, convertirlos en la estructura o el esqueleto de lo que se narra. Quizás eso se deba a la poesía, al arte quirúrgico de limar lo que queda fuera de un verso, pero también creo que avanza desde la intimidad de los mismos hogares que retrata. Zambra escribe de una vida familiar que es una última utopía retrospectiva que puede tener Chile y que proviene de la hora de once donde se mira la televisión para no hablar con los parientes, del tedio de las micros capitalinas, de una clase de mudez que es el único lenguaje que puede existir entre los padres y los hijos, y de cómo esa distancia se salva por medio de las excusas que la vida cotidiana pone: “Mi padre era un computador, mi madre era una máquina de escribir. Yo antes era un cuaderno vacío y ahora soy un libro”, dice en algún momento.
Pero a veces también sucede que el narrador se fuga hacia el sexo, aunque el deseo aparezca vacío, despojado de cualquier iluminación. Como en el relato llamado “Vida de familia”, donde el sexo es una utopía mínima, que funciona apenas como una foto que se cuelga en el muro de una casa ajena y se atesora como la ficción de un espacio propio. Lo mismo que la literatura, que acá funciona como una especie de ruido de fondo, inalcanzable, a ratos fútil. Está ahí, uno siempre puede volver a ella. Por el contrario, lo que queda, lo que importa, son los momentos de la experiencia cotidiana y que quizás son las escenas más bellas del libro: un hijo mira jugar al fútbol a su padre, un profesor hace clases en horario vespertino sin ningún destino, un universitario abraza una CPU para no pasar frío en la noche, un adolescente viaja al centro de Santiago a buscar un disco de Talking Heads.
Todo esto vuelve inevitable al libro. Zambra es el cartógrafo de una soledad contemporánea, latinoamericana, chilena, santiaguina. Mis documentos traza las rutas de aquella soledad, ficciona por momentos su biblioteca posible. Despojados casi de cualquier artificio metaliterario, los relatos de Mis documentos terminan siendo postales insoslayables del mundo que describen y pueden ser leídos como apuntes para esa historia posible (una de la clase media chilena y su literatura, que nunca se ha escrito); una escritura practicada a partir de la profundidad de campo de las viejas fotos familiares, que opera por medio de los fragmentos de un diario de vida cuyo autor es incierto, pero que por momentos adquiere rasgos colectivos. Al fondo está la voz de Zambra, que es inconfundible e inclaudicable. Esa voz sólo se parece a sí misma aunque por momentos, tal es su arte, termina pareciéndose a la de todos.