Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Diciembre 23, 2013

Ubicada en la segunda franja nocturna, “Secretos en el jardín” es exhibida muy tarde y de manera muy esporádica (de domingo a miércoles) como para alcanzar la continuidad necesaria que la intriga exige, y poder apreciar realmente lo buena que es.

“Yo no soy mexicano. Soy chileno; de Viña del Mar, cerca de Valparaíso”, dice un hombre al ser interrogado por Philip Marlowe en El largo adiós (1953), acaso la mejor de las novelas de Raymond Chandler. La cita, que es un chiste más en el libro, es también una síntesis de lo que alguna vez representó Viña en el imaginario de aquella época: una especie de Montecarlo del fin del mundo, el sueño mojado del glamour mediterráneo de un pequeño país al borde de todo. Eso, que terminó de cristalizar con la iconografía del Festival de la Canción, siempre fue algo más que la Quinta Vergara, algo que provenía de las viejas mansiones de la calle Álvarez y de las novelas de María Luisa Bombal; de un lugar donde el kitsch tenía permiso para ser algo más que kitsch, para convertirse en una ciudad completa, para disfrazarse de la utopía de una belle époque que nunca fue.

Eso es quizás lo que también repta tras Secretos en el jardín, la teleserie nocturna de Canal 13, y la dota de un peso inesperado. Escrita por un equipo dirigido por Nona Fernández y Marcelo Leonart,  e inspirada en el caso de los psicópatas que aterrorizaron la ciudad en la década del ochenta, el culebrón exhibe la idea de un espacio donde el horror y el miedo conviven con los oropeles de un balneario que parece no tener temporada baja y donde la población entera aparece como posible culpable: desde los carabineros que ganan un sueldo de hambre (Roberto Farías y Néstor Cantillana) a los hijos violentos o inútiles de la aristocracia (Cristián Campos), pasando por los traficantes y mafiosos de rigor (Julio Milostich). Esa multiplicación de sospechosos es quizás el centro del relato y el origen de su tensión, pues hay una especie de alegre decadencia en el clima de la historia, una suerte de fracaso moral, que de modo superficial se puede asociar a una época (la dictadura de Pinochet), pero que en realidad salta hacia más atrás y al modo en que Viña del Mar ha sido representada en la memoria cultural del país. Eso vuelve a la teleserie explosiva, pero también muy sofisticada, lo que exige un espectador atento: no hay puntos de fuga; no hay humor, la única empatía posible es con las víctimas. De hecho, es como si la violencia de los psicópatas sólo metaforizara algo más profundo, que es la destrucción completa de los lazos que vinculan a las familias, algo que sólo puede ser entendido en términos de abuso y explotación, con el personaje interpretado por Alejandro Goic a la cabeza.

Todo lo anterior trae a colación el problema de dónde encuadrarla en la programación: ubicada en la segunda franja nocturna, Secretos en el jardín es exhibida muy tarde y de manera muy esporádica (de domingo a miércoles) como para alcanzar la serialidad necesaria para sostener el hilo que la intriga provee, y poder apreciar realmente lo buena que es. Es obvio que hay un error garrafal ahí (como relato, merecía más cuidado a la hora de ubicarla en la parrilla), pero también ese error pone sobre la mesa cuál es el lugar que ocupan los culebrones en nuestra televisión, para qué sirven, qué quieren los canales de ellos. De hecho, es cómo si nadie supiera qué hacer con las teleseries en la televisión chilena. Da pena ver cómo el horario vespertino sólo sirve para comedias de sketches (Los Carmona) y el prime para melodramas generacionales (Separados y Soltera otra vez) a los que les ha sido extirpado todo nervio, riesgo o frescura. Aquello no es un fenómeno aislado, es una señal más del estancamiento creativo de la industria, que desde hace un buen rato no es capaz de levantar cabeza ni sabe qué hacer con su propio presente. Basta pensar en cómo Primer plano pasó de ser la vanguardia del trash local a ser una especie de agencia de relaciones públicas de Anita Alvarado, la geisha chilena.

Explicar lo anterior no cabe en este espacio. Sí pensar en que la Viña de Secretos en el jardín es quizás una especie de metáfora involuntaria de este momento de la industria televisiva local: un lugar que sueña con una era dorada que ya no existe y que está habitada por fantasmas hechos de inercia, muertos en vida, atrapados en la comodidad de formas y protocolos ya extinguidos, como el festival de la canción, que hace un buen rato es sólo un show con cantantes de segunda fila y humoristas cada vez peores. De hecho, no es raro que en el primer capítulo de la teleserie todos los personajes asisten al Festival y miran el show desde las gradas. Ahí, las imágenes reales de archivo se funden con las recreadas para el show. Hay algo reflexivo en esa confusión: la tele se narra a sí misma como mito. En la ficción, ése es el punto desde donde leer la mecánica y el contexto de los crímenes. Viña no aparece sublimada como fantasía sino descrita como un lugar común que se ha vuelto un coto de caza, un campo de exterminio. Un lugar que quizás predice la tevé de este presente de fines del 2013: casi pura banalidad y hórror vacui, un mundo construido con un desinterés por cualquier idea original, henchido de autocomplacencia de todo tipo.

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