Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Enero 15, 2014

© Mabel Maldonado

Antonio Becerro instala una sala donde una multitud de perros blancos -como ángeles inesperados- habita ese limbo sin tiempo que es el Museo de Bellas Artes. Para Becerro, el museo es el cielo de los perros o, mejor dicho, una parodia del cielo.

¿Qué sentido tiene ahora el underground del pasado? ¿Cómo escribir de él? ¿Cómo leerlo? Me pregunto en los momentos en que underground parece sonar como una palabra vieja, como algo que ha perdido peso y sentido, que quizás luce inocente en su voluntad de transgresión. Pero es engañoso. Un paseo por el Museo de Bellas Artes ahora mismo puede ser una respuesta compleja a esa duda, ofreciéndose como un espejo y vacilación, como un reflejo de varias biografías. Porque no es raro, ahora mismo, que las imágenes que ofrecen La ruta trasnochada, de Jorge “Coco” González, Mauro Jofré y Carlos Araya; De la muerte a la locura, de Tito Calderón; y Encontraron cielo, de Antonio Becerro, conviertan al museo en una especie de máquina del tiempo, en una distopía averiada que encara el presente y lo transforma.

No es raro tampoco que en los dos primeros casos sea posible encontrarse con imágenes que pongan atención en lo confesional, uniendo la experiencia vital con la idea del sobreviviente, como si el museo funcionara como una especie de relato en clave de crónica, un diario colectivo, un racconto de los merodeos por el Santiago desaparecido que quedó fuera del imaginario de la Escena de Avanzada. No exagero: antes que imponerse una lectura crítica (que la hay), en los trabajos de Araya, González y Jofré lo que aparece es una suerte de mapa afectivo de un paisaje arrasado, lleno de figuras a la deriva: las imágenes de los talleres de pintura y los autorretratos se alternan con las viñetas sacadas de la tradición de la cultura popular (Manuel Rojas alterna con el Stay Puft Marshmallow Man, de los Cazafantasmas; Pinocho con un Pinochet que se tapa la cara al modo de la obra de Edvard Munch; las calles de Santiago con la cita a los pintores de la generación del 13); con los mapas (en muchos de los cuales están los agujeros negros donde se fugaban los cartoons de la Warner) y la gesticulación confesional. Todo eso adquiere densidad y drama, en una sala llena de pinturas y obras de amigos y conocidos (que ficciona el living de una casa), como una suerte de memorial, un reencuentro entre los vivos y los muertos, los que viajaron y los que se quedaron, los que pintaron (acá la pintura es algo parecido a la escritura, un trabajo manual) y los que se hundieron en el silencio.

La retrospectiva de Tito Calderón, De la muerte a la locura, funciona en ese mismo sentido, aunque hay en ella menos de parodia o de pregunta. Las imágenes de Calderón funcionan como el registro feroz del imaginario de los 80, por medio de la representación de calles y piezas donde cuerpos desnudos en el suelo se cruzan ahí con Warhol, Mick Jagger o Michel Foucault. Calderón,  que explota hasta el límite detallista el dibujo a lápiz, crea naturalezas muertas con la iconografía que cita. Por lo mismo, es interesante que su obra roce la pornografía y se haga del erotismo desangelado de ciertas imágenes. Si La ruta trasnochada indica la vitalidad de la experiencia, lo de Calderón es una fotografía de lo que ya pasó y quedó registrado como trazo: los cuerpos, las imágenes, la vida.

En ambos casos se trata de un ejercicio sentimental. Es la nostalgia de un underground que lucha contra la desaparición de sus señales, que anota y exhibe los fragmentos de un relato colectivo que puede leerse como una novela posible. Están ahí el punk subdesarrollado que nos legó a la distancia una generación de artistas malditos; la obsesión por las utopías y sus imágenes de una fuga, los deseos secretos de cuerpos perdidos en la madrugada y el memorial por un arte desaparecido. Eso es el centro de La ruta trasnochada y la obra de Tito Calderón: la construcción de una ficción y de un lugar, la acumulación de los objetos personales, la sistematización de un serie de imágenes neuróticas.

Por eso, los perros de Antonio Becerro funcionan como el contrapunto a aquella nostalgia, como un camino paralelo, una tangente posible de esa ficción pues se trata de un artista que abandonó la pintura y proviene de otro underground, el de los 90, que carece de mística y se evaporó en el camino, que habita en una zona de discursos que jamás ha tenido memorial alguno porque no alcanzó a configurar ninguna clase de épica. Becerro, que practicó la taxidermia y que pareció no necesitar a nadie más que a sus obsesiones (la de perseguir una idea, la del perro como un signo capaz de condensar un imaginario social completo), instala una sala donde una multitud de perros blancos -como ángeles inesperados- habita ese limbo sin tiempo que es el Museo de Bellas Artes. Antes, si se sigue la línea, a esos mismos perros se los puede ver flotando desde el frontis y atravesando el hall. Nunca ocupan el centro, son una flecha que cruza diagonalmente el edificio. Son la línea, un camino. Al final, llegan a un cielo hecho de una luz azul que tiñe el piso de sal. Para Becerro, el museo es el cielo de los perros o, mejor dicho, una parodia del cielo.

Los perros son unos fantasmas, pero también están ahí de paso, como ánimas sin nombre que recorren Santiago. Quiltros a la deriva en la ciudad, con ellos Becerro compone un paisaje que va a desaparecer porque es simplemente una alucinación, una cosa imposible, como si su belleza efectiva descansara en el cinismo de su fugacidad, en el hecho de proponer esa sala azul como una mera estación de paso, un cielo intercambiable en un museo hecho de tiempo presente.

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