Si Cuarón no gana, capaz que la estatuilla de Mejor Director se la den a Scorsese. Se lo merece. En todo caso, más allá del mexicano, los candidatos son todos tipos que saben lo que hacen y tienen visión, mundo y arrojo: David O. Russell, Alexander Payne y Steve McQueen.
Tal como para los del Hemisferio Norte es algo incomprensible asociar Navidad con sudor, shorts, duraznos y piscinas, desde este ángulo también es un poco curioso que, justo cuando ya no tienes más neuronas, las olas de calor te paralizan y tu único interés es cerrar la cortina y apagar tu disco-duro-ya-fundido, aparece la llamada “temporada de premios”. Estamos -digamos- en plena temporada. Más allá de apuestas, trivia, alfombras rojas y muchas ceremonias, todo esto implica algo no menor para los cinéfilos que estamos en lo que aún se denomina el fin-del-mundo. Cuando lo que correspondería es ser atacados por blockbusters ruidosos o tragarse comedias desechables o celebraciones-de-testosterona, de pronto, en forma privada o incluso en la cartelera-de-los-multiplex-que-tanto-odiamos, el panorama cambia radicalmente.
Se transforma.
Por un tiempo acotado, la cartelera se parece al cine de nuestros sueños. ¿Vamos a ver la nueva de Scorsese? ¿Se agotó, sí, entonces entremos a la nueva de David O. Russell? ¿O quieres ver Blue Jasmine? Me quiero preparar para ver Her, ¿has bajado la banda sonora que le hizo Arcade Fire?
Lo que no sucedió en diez meses, ocurre en dos. Cine a mil, alguien podría homologar, pero no: no tiene nada que ver. Lo que ocurre acá es simplemente una extensión de la globalización. Los filmes nominados (al Oscar, a los Globos de Oro, a los SAG, aquellos que fueron favorecidos por las distintas asociaciones de críticos, todos aquellos que lograron escalar arriba de los top-ten de las listas) aparecen uno tras otro, sin tregua, como dominós que caen. Y ocurre que por acá es verano.
Bienvenidos a la Temporada de Premios Transpirados y Deshidratados.
Para qué quejarse; mejor devorar y guardar el alimento espiritual para la sequía que empieza en abril, y para los blockbusters infantiles y esos de superhéroes que huelen a adolescentes, que aparecen en pleno invierno cuando uno anda vestido como un cinéfilo respetable (chaquetones, bufandas, gorros) y no con shorts, sandalias y hasta musculosas (¿se puede apreciar un filme importante en esa pinta? Pues, sí). Para la comunidad-cinéfila-dura internacional esta época que parte antes de Navidad está intrínsecamente asociada a regalos que no paran y que se llaman screeners. Los screeners, básicamente DVDs con sellos de agua enviados por los estudios a los votantes de la Academia, tradicionalmente “se filtran” y son ripeados digitalmente a partir del 20 de diciembre y alcanzan su apogeo en la red la primera semana de enero: estas cintas no sólo están para aquellos que saben descargar torrents sino incluso se cuelan a sitios de visionados-piratas más tradicionales. Así, antes que anuncien las nominaciones, no es difícil haber visto tanto las que quedaron nominadas como aquellas que no lo fueron (en este caso, varias cintas notables que, por no estar nominadas, pueden desplazarse o incluso no llegar a la pantalla grande). Y ése es uno de los grandes triunfos del Oscar desde hace unos cinco años: en una industria donde el mercado global es clave, los filmes menores que logran tener distribución necesitan “el apoyo de las estatuas” para poder viajar. Es una suerte de visa. Incluso las nominadas a mejor cinta extranjera: Amour, que gustó tanto en ciertos círculos geriátricos, jamás se hubiera estrenado tan masivamente (y con ese éxito) sin el apoyo del Oscar. Aquellos filmes europeos no nominados y que han provocado ruido crítico no tienen garantizado su estreno. Y perfectamente pueden ser relegados al final de la lista.
Hace unas décadas, los premios Oscar no se transmitían por televisión y no tenían el “valor/prestigio” que tienen hoy. Para eso estaban los grandes festivales, que lograban que los filmes de sus premiados (Fassbinder, Wenders, Fellini, los Taviani) llegaran apoyados por “la internacional cinéfila” a los cines de países como los nuestros. Lo que Álvaro Matus, en La Tercera la semana pasada, acertadamente calificó de cine-adulto. Ese cine que hoy escasea. El Oscar era para la industria y era más célebre por aquellas películas que ninguneó o no premió que por sus premios en sí (¿Gandhi?, ¿Amadeus?). Cannes y los otros festivales eran capaces de catapultar un filme al mundo; hoy -exageraciones aparte- triunfar en festivales implica un pasaje directo a la sala más pequeña de la cinemateca. El verano era la época en que los blockbusters del verano boreal aparecían por estos lados. E.T. o Volver al futuro o Los cazafantasmas eran los regalos de navidad; no El lobo de Wall Street.
Pero es mejor tener una temporada intensa que sentir que los cines más cercanos no son más que malls mal surtidos. Lo curioso es que cuando sucede esto, cuando llega la temporada de premios, cuando nos toca ver un filme tras otro por sobre la media, algo sucede. La competencia interna se hace más dura (El mayordomo pudo quizás provocar curiosidad, pero al lado de 12 años de esclavitud se vuelve basura que no sería exhibida por Lifetime o Hallmark) y, por eso que se puede llamar “teoría de mercado”, ocurre algo curioso: el Oscar, con todas sus imperfecciones, algo logra captar, es capaz de sintonizar tanto con el público como con la crítica y con el zeitgeist. Ya no nominan a las peores sino que muchas veces a las mejores. Si uno ingresa al sitio de Metacritic se sorprende que los filmes con mayor puntuación de los críticos (de 0 a 100) se mezclan con aquellos que terminaron siendo nominados: Her de Spike Jonze, por ejemplo, con más de 90, lo mismo que Gravedad e Inside Llewyn Davis de los hermanos Coen (omitida de todos los premios importantes: el gran e inexplicable error de la Academia este año). Nebraska, Dallas Buyers Club y Capitán Phillips (portaaviones fílmico que mezcla el blockbuster de aventura con un retrato íntimo de un hombre frágil) lograron puntajes muy por encima de los 80 puntos. Así, los filmes nominados aparecen incluso en las listas de los críticos más duros y ajenos al ruido y al lobby digital. Este año, además, un año que es muy superior a los últimos en cuanto a “producciones industriales” o mainstream, sorprende que estos filmes conectan -y muy bien- con los tiempos. En efecto, si queremos entender lo que estamos viviendo, si deseamos mirarnos al espejo, si queremos intuir el pasado cercano o el futuro inmediato, ir al cine en lo que queda del verano no es una mala idea.
LOS BUENOS MUCHACHOS
Escándalo americano es un festín de excesos, losers, canallas, timadores, disco, escotes, malos peinados y música setentera a todo volumen. Después de patinar algo en el discreto pero nominado melodrama familiar El lado bueno de las cosas, David O. Russell se pega un medio salto de pura libertad y arrojo con esta cinta “basada en un caso real” que es filmada como si fuera todo un gran timo o un gran engaño. Operática, jalada, arbitraria, intensa, adrenalínica y llena de humor, la película es un cruce de Buenos muchachos de Scorsese con Boogie Nights de P.T. Anderson. Por momentos, uno cree que está viendo una obra maestra. Mucha información, mucha comida, mucha ansiedad en un filme que fusiona elementos del blaxploitation de los 70 con alguna de las mejores cintas de Sidney Lumet de la misma era. Lo raro del filme es que, luego de dejarte extasiado y transpirado, uno se ducha y se te olvida. Escándalo americano es como ir a bailar borracho una noche de mucho calor; la experiencia puede ser alucinante, pero no del todo inolvidable. Cada actor principal está merecidamente nominado (ah, Amy Adams, por fin haciendo de mina y haciéndolo muy bien) y toda la comparsa es deliciosa. Con varios puntos de vista, voces en off múltiples y momentos antológicos (Jennifer Lawrence haciendo el aseo al son de “Live and Let Die” de Paul McCartney), Escándalo americano se emparenta a El lobo de Wall Street (del cual ya se ha escrito mucho, pero todos ya sabemos: pocas veces una obra maestra se ha hecho de desechos tan tóxicos y espurios) no tanto por “la conexión Scorsese” (aunque El lobo de Wall Street parece haber sido dirigido por un tipo muy joven, con más Red Bulls de lo aconsejado, sin frenos ni miedos, un cinéfilo loco que no tiene nada que perder y que ha visto demasiadas veces Buenos muchachos) sino porque las dos arman un combo de “Manhattan al borde” y, de paso, terminan pateando y vejando a toda la moda-software del cine contemplativo, sin música, sin diálogos breves-pero-eternos, que ha sido una de las plagas del cine-arte e incluso del cine industrial por más de una década. El cine rumano, junto con los Dardenne, es uno de los más dañados con estas dos cintas que elevan el 2013 a un lugar de privilegio.
Gravedad terminó, por suerte, desinflándose y ahora flota a la deriva. Quizás gane Mejor Director, algo que no corresponde. Aún hay gente que confunde “logros técnicos” con “tener una visión”. Gravedad será recordada como esa película que dio origen a ese videojuego y Cuarón como el mexicano que logró asimilarse con los blancos. Un plano de Y tu mamá también es mejor que todo el “famoso” comienzo de esta cinta en que todos insistieron que era 2001 y al final es más 2010. Si hay una cinta de ciencia ficción que nos enfrenta a los conceptos de soledad, no tener centro, ir a la deriva y la necesidad de conectar es Her, el romance cibernético entre un hipster-nerd (un vulnerable Joaquín Phoenix) y su sistema operativo con inteligencia propia (la voz de Scarlett Johansson). Her es un filme poderoso, triste, desolador y que capta como pocas cintas lo han hecho jamás el momento exacto en que nos encontramos. Spike Jonze, que está nominado a Mejor Guión pero no a Mejor Director, lleva al límite los celulares, el chat, Instagram, Twitter y Skype para preguntarnos qué es al final una relación entre dos. Qué es más importante: el roce de los cuerpos o el roce y la seguridad que produce conectar. Her crecerá con los años. No ganará, pero qué importa; no todos los clásicos lo hacen.
Si Cuarón no gana, capaz que la estatuilla se la den a Scorsese. Se lo merece. En todo caso, más allá del mexicano, los candidatos son todos tipos que saben lo que hacen y tienen visión, mundo y arrojo: David O. Russell; el siempre confiable, sincero y tranquilo Alexander Payne por Nebraska; y el artista plástico Steve McQueen, que dejó cintas más experimentales (como la poderosa y dura Shame) por 12 años de esclavitud, que logra superar el género al que pertenece y se aleja de la idea de lo políticamente correcto para hacer algo bastante audaz: tratar al público como esclavos, azotarlos literalmente hasta abrirles la carne. Es una opción jugada de un tipo jugado. No creo que ninguno de los cuatro que deberían ganar, gane, pero eso es el Oscar: no siempre ganan los que se lo merecen, pero cada vez más están nominados aquellos que en efecto están haciendo cosas importantes.