Por Antonio Díaz Oliva Febrero 12, 2014

Con “Diez de diciembre”, su figura explotó mediáticamente. Ahí estaba su cara en el New York Times, con el título: “George Saunders ha escrito el mejor libro que leerás este año”. O su nombre entre las cien personas más influyentes según la revista Time, al lado de Obama y el Papa Francisco.

“No me considero un satírico. O más bien ‘solamente’ un satírico. O sea, puedo entender por qué la gente me describe así. Pero me gusta pensar que soy un escritor serio que usa el humor para entrar en espacios emocionales que de otra manera serían inaccesibles”, dice Saunders.

George Saunders tiene una metáfora. Una metáfora sobre cómo los medios de comunicación y las empresas transnacionales y el exceso de publicidad están obnubilando a la gente. Va así: estamos en una fiesta. Hay varios grupos de personas, cada uno hablando sobre un tema distinto y a un ritmo diferente. Pero algo sucede: de pronto llega un tipo con un megáfono y comienza a gritar. Al principio el resto -ese grupo de conversaciones que fluían y le daban diversidad a la fiesta- comienza a mirar a ese tipo que les está diciendo -gritando- algo. Y entonces se silencian. Primero unas pocas personas se callan, luego todas las conversaciones de desvanecen. El resultado: la gente centra su atención en esa persona que, de alguna forma, tiene cierto poder de persuasión sobre el resto. Él, finalmente, es quien termina guiando al resto, indicándoles cómo comportarse, qué pensar, decir, etc.

Hace más de veinte años que George Saunders (nacido en Amarillo, en el inmenso estado de Texas, hace 55 años) viene elaborando metáforas como la de arriba, tanto en su ficción -seis libros de cuentos y novelas breves, varios editados en español por Random House- como en sus ensayos -el imprescindible The Brain-Dead Megaphone, aún inédito en español-. Y si el autor permanecía como un secreto en la vasta narrativa estadounidense actual, tal vez la culpa era de que casi siempre lo etiquetaban con esa siempre problemática definición de “escritor para escritores”. O eso por lo menos hasta el año pasado. Con Diez de diciembre -conjunto de relatos que por estos días llega a Chile bajo el sello español Alfabia-, Saunders obtuvo tanta atención mediática que por un momento sintió que él se estaba convirtiendo en el tipo: ése que llega a la fiesta con el megáfono y satura a todos. Ahí estaba su cara en la portada del New York Times Magazine, la principal revista del New York Times, con el título: “George Saunders ha escrito el mejor libro que leerás este año”. O su nombre entre las cien personas más influyentes según la revista Time, al lado de Obama, el Papa Francisco y Jay-Z, entre otros. O sus apariciones en televisión, en los late de David Letterman y Stephen Colbert. O en cualquiera de las listas de los libros más vendidos. O en la nómina de finalistas del National Book Award, uno de los premios más importantes de la literatura de Estados Unidos. “Menos mal que antes que Diez de diciembre saliera, y empezara la locura que hasta hoy sigue, ya había comenzado un proyecto largo y un poco demente. Así que si me siento lleno de mierda, si ya no soporto ver mi cara en la televisión o en una revista, simplemente me sumerjo en ese proyecto, en mi propia ineptitud”, dice Saunders en el primero de una serie de e-mails desde su hogar, en el estado de Nueva York, donde también trabaja: hace dieciséis años que es profesor en la Escuela de Escritura Creativa en la Universidad de Syracuse, el mismo lugar donde él estudió en los 80, cuando buscaba convertirse en escritor. “Pero no me quejo: fue un año increíble”.

Y éste ha sido el consenso: con Diez de diciembre Saunders terminó de pulir su proyecto narrativo y se inscribió en esa categoría de las letras made in USA donde, por ejemplo, están los libros de Kurt Vonnegut, Donald Barthelme y David Foster Wallace. En resumen, un tipo de ficción que ahonda en las implicancias que los medios de comunicación, la cultura (hiper)globalizada  y el consumismo tienen sobre el ser humano. O sea, sobre qué significa y qué se siente estar vivo a comienzos del siglo XXI. Por ejemplo, ahí está “Escapar de La Cabeza de Araña”, donde un criminal, cautivo de una poderosa empresa farmacéutica, es sometido a experimentos tipo La naranja mecánica: le dan una droga que lo enamora, lo llevan a citas con distintas mujeres, y luego le impiden ver a esas mujeres para analizar los efectos del medicamento.

Así lo puso Thomas Pynchon, el misterioso Pynchon, quien rara vez saca la voz, pero al hablar de la obra de Saunders fue conciso: “El tipo de historias que necesitamos para sobrellevar estos tiempos”.

-Uno de los personajes de su libro se pregunta: “Porque claro, qué sabemos de otros tiempos”. Al leer Diez de diciembre parece que está buscando dejar un registro instantáneo de esta época.
-Sí. O no sé, mi aspiración es más bien “así es cómo se vive en la Tierra, en cualquier lugar, en cualquier tiempo”. Aunque para hacer eso hay que llenar la historia con detalles y cosas de un tiempo en particular. De todas maneras, hay pautas que se repiten a través de los años: fobias, limitaciones y patrones de pensamiento de los cuales la gente siempre ha sido esclava.

-Zadie Smith, en la contraportada de Diez de diciembre, dijo: “Desde Mark Twain que en Estados Unidos no hay un escritor satírico así”. Mucha gente lo ha catalogado con ese adjetivo.
-No me considero un satírico. O más bien solamente un satírico. O sea, puedo entender por qué la gente me describe así. Pero me gusta pensar que soy un escritor serio que usa el humor para entrar en espacios emocionales que de otra manera serían inaccesibles. O tal vez como un exagerador: alguien que sube el volumen un poco, sólo un poco, para poder delinear ciertas situaciones humanas. Pero uso elementos satíricos -muchos personajes de mis relatos parecen estar “criticando” ciertos aspectos de la vida contemporánea (la publicidad, por ejemplo), y sí están haciendo eso-, aunque como parte de un objetivo más largo, no sólo por el mero hecho de ser satírico. De todas maneras, no me gusta debatir con alguien brillante como Zadie Smith.


UN NUEVO REALISMO

A los 21 años Saunders se tituló de ingeniero geofísico. Luego trabajó un tiempo en Sumatra, una isla en Indonesia, en una empresa de explotación de petróleo. Después se inspiró en los escritores beatniks y se puso a viajar por Estados Unidos. A los 25 volvió a su hogar, en Texas. Algo estaba claro: George Saunders siempre quiso escribir, pero no sabía cómo. Eran los años de Bret Easton Ellis y Jay McInerney, autores que triunfaban gracias a novelas con jóvenes apáticos, polvos blancos y otras drogas, luces de neón y el trasfondo de la era Reagan.

Con ese panorama de fondo, Saunders se puso a escribir. Publicó un par de relatos en revistas literarias, pequeños logros que le dieron algo de seguridad. Y aun más importante, sintió que por fin estaba encontrando algo parecido a una voz literaria. Aunque aún le faltaba. Así, buscando diferentes maneras para encaminar su carrera, se dio cuenta que varios escritores habían cursado programas de escritura creativa. Postuló a la Universidad de Syracuse, donde Raymond Carver y Tobias Wolff enseñaban.

-Aunque tenía mis dudas. En ese entonces (a mediados de los ochenta) las maestrías en Escritura Creativa aún eran algo raro No lo consideraba algo “auténtico”, como sí era hacerse escritor con tus herramientas. Pero en Amarillo, en Texas, no conocía a otros escritores, sólo a un tipo que escribía (o decía escribir). En esa época Carver era my famoso y estaba de profesor en Syracuse, además McInerney se había graduado de ahí y estaba en todas partes. Yo tenía un cuento medianamente decente de cuatro páginas, pero no sabía cómo expandirlo a algo más largo y substancial. Leí sobre ellos en un artículo que salió en la revista People, y pensé que podría ser una buena opción.

-¿Qué tanto definió su estilo el haber pasado por esa escuela? Le pregunto porque en ese tiempo la moda era el relato más bien realista, del cual Carver y Wolff eran sus principales rostros. Pero su literatura se diferencia de esa corriente.
-Creo que en ese tiempo todos estábamos influenciados por eso que se llamaba “nuevo realismo”, sí. Ahí estaban Carver, Wolff, y también Richard Ford y Ann Beattie, entre otros. Algunos lo estaban haciendo bien, y otros haciendo el ridículo. Por lo menos en mi primer libro intenté seguir lo estilístico de esa escuela -poner la cantidad de frases justas, que fueran eficientes, que no redundaran-. Pero luego me vi desplazando a mis personajes hacia territorios más extraños, como una forma de acercarme y entender nuestros tiempos.

-Tengo entendido que de todo ese grupo de escritores fue Tobias Wolff con quien más cercanía usted tuvo...
-Toby fue muy importante. Un gran modelo en la forma en que hablaba de la literatura y también por la forma en que vivía: era un escritor y a la vez un ejemplo como padre de familia. Creo que hasta antes de conocerlo yo no podía sacarme de la cabeza la idea de que para ser escritor uno tenía que ser un tipo loco. Y, en lo posible, adicto a algo.

-¿Pero pensó alguna vez en rendirse frente a la posibilidad de convertirse en escritor? Publicó su primer libro cercano a cumplir los cuarenta, ya tenía una familia y un trabajo estable. Varios años después de haber terminado la maestría en Syracuse.
-Nunca lo hice, aunque debería haberlo hecho. Ese tiempo que tú dices -casado, con hijas y, por lo tanto, con pocas horas para escribir durante el día- era un momento muy feliz para nuestra familia. Sentía que iba teniendo un progreso, aunque de una historia a la vez, muy lento. Sentía, en términos de escritura, que estaba alcanzando frecuencias nuevas y estaba desarrollando algo parecido a una voz literaria. Pero honestamente no tenía un plan B. Me encantaba escribir y no quería hacer nada más que eso.

-Hoy incluso lo invitan a la televisión, un medio que por lo general es reacio a tener escritores y que usted, en uno de sus ensayos, describe como más bien pirotécnico. ¿Se siente incómodo en pantalla?
-No. Lo disfruto. En el fondo quería comprobar una teoría: “Si la televisión nos está haciendo menos inteligentes, tal vez hay que intentar ser más inteligente en la televisión”. Aunque no sé si finalmente resultó. Lo que intento, cada vez que voy invitado, es no rebajar mi discurso básico -lo que diría en una lectura universitaria-. De todas maneras, me atengo a lo que escribí en uno de los ensayos de The Brain-Dead Megaphone. Si uno está limitado a un lapso de tiempo demasiado breve, y en el cual se espera que uno sea conciso, nunca va a salir lo mejor (o máximo) de uno. Y ésa es justamente la esencia de la televisión. De cualquier forma, está bien hacer presencia y llevar algo del espíritu del escritor a la pantalla.

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