Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Marzo 12, 2014

“True Detective” se terminó y quizás eso es bueno. Estos milagros no se repiten. Por supuesto, la culpa la tiene “Twin Peaks”. Con esta serie, David Lynch se salía del cine y usaba la televisión para retorcerla, para volverla un objeto de arte.

No. No quería que terminara True Detective el domingo pasado. Hace tiempo que no me pasaba eso, lo de esperar con ansia un final y observar cómo todo se cerraba de modo tan perfecto como atroz. Yo no era el único, me fui dando cuenta con las semanas. Ahí afuera había una legión de fanáticos para quienes el show de Nic Pizzolatto y Cary Joji Fukunaga se convirtió en uno de los puntos altos de estos últimos meses; una revelación, un lugar en cual buscar y buscarse; gente dedicada a repasar cada escena, a atrapar cada cita posible, a armar de nuevo su biblioteca con los libros citados o que aparecían tras la trama de la serie.   

Pero se terminó, y quizás eso es bueno. Estos milagros no se repiten. Por supuesto, la culpa la tiene David Lynch. En el otoño del 92, cuando vimos Twin Peaks por Canal 13 y en prime time, no podíamos saber que la sombra que proyectaban sus imágenes se alargaría hasta el presente. Era una idea brillante, un golpe a la cátedra: Lynch se salía del cine y usaba la televisión para retorcerla, para volverla un objeto de arte. Mal que mal era imposible no ver en el cadáver de Laura Palmer una cita al “Étant donnés”, ese diorama póstumo de Duchamp donde el cuerpo de una muchacha abandonada en un páramo se presentaba como la síntesis completa del sueño de la razón y sus monstruos. Con ese cadáver y los temblores que provocaba en los otros, Lynch perturbaba de tal modo la narrativa televisiva que Twin Peaks no pudo sostenerse por más de dos temporadas. La serie era antes un tono que una trama, una mirada en el abismo en vez de un enigma. Esa condición inconclusa y el hecho de que Lynch la completara luego con una precuela aun más oscura (la cinta Twin Peaks: Fire Walk with Me) sólo acrecentaba la complejidad de aquella estética, volviéndola mítica, convirtiéndola en un punto de partida inevitable. Más de veinte años después y ahora que se ha cristalizado el cliché de que la televisión es “la novela” del siglo XXI -gracias a las series de HBO, AMC o Showtime-,  bien conviene pensar en que los momentos en que este formato alcanzó profundidad y extrañeza comenzaron quizás con Lynch. Así, más allá de la fiebre de Breaking Bad o del hecho de que en Mad Men Don Draper leyera a Dante en una playa, lo que importa es la idea de que la ficción televisiva encuentra sus mejores momentos cuando está a punto de romperse, de volverse algo viscoso e insoportable. Están ahí el fantasma de Kennedy que asolaba a Tony Soprano; “Horses”, aquel viejo hit de Patti Smith que sonaba como la música del fin del mundo en Millennium; las casas deshabitadas, pero llenas de cadáveres como comentario social sobre la nueva pobreza y el capitalismo, en The Wire; y las discusiones continuas sobre el exterminio en la reinvención de Battlestar Galactica. Ahí, la tele hace cualquier cosa menos entretener: es capaz de comentar el sentido de la tradición, de internarse en el horror de lo contemporáneo, de hacer de caja de resonancia de los discursos vacíos y el ruido de fondo de la cultura. Lynch captó eso y lo lanzó al futuro como un regalo deforme. Captó que la televisión era capaz de poner en escena su propio ridículo, pero que también con eso podía abrirse camino en territorios desconocidos.

Creo que por eso True Detective es importante: parece una cosa, pero es otra. En apariencia lucía como una serie sobre policías que atrapaban asesinos en serie, pero en realidad era una singular reflexión sobre la condición humana. Sí, parte del mérito es de Matthew McConaughey, que supo imprimirles a sus monólogos cierta condición ominosa que los volvía intolerables al hablar del tiempo, la muerte y la conciencia; pero también de Pizzolatto, que al escribirlos supo homenajear con ellos una serie de literaturas y autores invisibles (llámense Bierce o Chambers) que se presentaban como el corazón de la oscuridad de lo que se estaba narrando. Porque donde Lynch usaba a Duchamp, Pizzolatto y Fukunaga usaron los mismos materiales que influenciaron a Lovecraft hace casi un siglo (el horror cósmico de los relatos de Robert W. Chambers  sobre “the king in yellow”). Con ello había algo liberador: True Detective no sólo encontró una salida al hiperrealismo de David Simon, sino que se propuso como lugar de encuentro de varias tradiciones de géneros menores o invisibles de la literatura y el arte del siglo XX, al mezclar los modelos del policial clásico  con los temas de la literatura de horror cósmico.

Un amigo -que es profesor de Literatura- me decía alguna vez que en “La muerte y la brújula” de Borges lo que menos importaba era la forma de relato policial, que era la superficie del cuento, que lo que relevante ahí eran los temas -la Cábala, los nombres de Dios, la condición ominosa de la revelación- que se discutían. Vuelvo a True Detective: acá el género de detectives es apenas una excusa amable para colocar determinados autores e ideas como una tradición secreta. Como narrador policial, Pizzolatto le debe harto a James Ellroy y John Connolly,  pero su principal habilidad excede aquel género y tiene que ver con ir hacia atrás y presentarse como remixer de la tradición de lo fantástico, que acá se cita para ser reinventada. No se trata de un gesto cosmético (como en Mad Men). Como lo que pensaba mi amigo de Borges, al final uno se termina preguntando si eso no es el centro del relato. De hecho, el instante del capítulo final, donde los detectives se pierden en una especie de laberinto de horrores y Rust Cohle (McConaughey ) contempla la visión de un agujero negro abriéndose en el cielo es quizás también una metáfora de cómo los espectadores avanzaron en la serie, lanzándose de cabeza hacia un oscuro nuevo mundo. 

De hecho, el domingo pasado, cuando el capítulo terminó me quedé en silencio. No supe qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue poner el piloto de Twin Peaks, que está disponible en Netflix. Miré la primera media hora, cuando aparece el cadáver de Laura Palmer envuelto en plástico. Escuché esos diálogos extraños y la música de Badalamenti, que hacía que flotara una falsa paz sobre la escena. Todo se me antojó artificial y pavoroso, pero también bello y profundo. Era la una de la mañana y me pareció que todo se enlazaba, como si ambas series fueran la misma, como si la progresión del tiempo no existiera (tal como decía el inolvidable Cohle, detective y nihilista), devorándose a sí mismo, repitiéndose en un loop aterrador, eterno.

Relacionados