“En vida, no quería exposiciones. Se oponía a todo, porque pensaba que el arte era demasiado ego y él había encontrado la paz interior a través de la meditación y el aislamiento”, dice la curadora.
Sire fue la única persona que convenció a Larraín de hacer exposiciones en los 90, en la época en que se autoexilió en Tulahuén. Juntos editaron los libros “Valparaíso” y “Londres” , dos perlas raras que hoy cuestan varios miles de euros.
Sergio Larraín iba una vez por semana a buscar su correo a Ovalle, un viaje que duraba dos horas y que era el único contacto que tenía con el mundo. “Le escribía a mucha gente, no sólo a mí. Les respondía a todos los que le escribían”, recuerda Sire.
“Linda carta, Agnès, siento que nuestro equipo funciona. Como los esquimales. Preparando las herramientas y la ropa en el iglú, para partir en kayak tras una ballena”. Sergio Larraín le escribió a la destinataria de esta carta durante treinta años, sin haberla visto nunca frente a frente. Su nombre es Agnès Sire y trabajaba en Magnum, el santuario mundial del fotoperiodismo. Él era autor de una de las colecciones fotográficas más misteriosas y poéticas que se conservan en la agencia; ella era la encargada de organizar su archivo y de luchar, de vez en cuando, contra su impulso destructivo. “A veces evocaba la idea de destruir su obra. Pero era una paradoja, porque él conocía su valor. No era rabia, era, sobre todo, una especie de protesta contra la comercialización”, cuenta Sire, que en esa época era la directora artística de Magnum.
Hoy, en una sala de la Fundación Henri Cartier-Bresson de París, la cual dirige, recuerda al remitente de las más de quinientas cartas que recibió desde 1983. En julio del año pasado Sire estuvo a cargo de una enorme retrospectiva dedicada a Larraín en los Encuentros de Arles, en Francia -uno de los festivales de fotografía más importantes del mundo-, y que ahora se presenta en el Museo de Bellas Artes, en la primera gran exposición que se hace en el país sobre el fotógrafo chileno de mayor renombre mundial.
Sire, en los días en que trabajaba en Magnum, debió hacer una selección del archivo de Larraín para definir cuáles de sus fotografías serían parte del catálogo online de la agencia. Para ello, intercambió varias cartas con el fotógrafo y llegó a elegir junto a él unas 500 imágenes. La retrospectiva, explica, nace de esa recopilación que hizo con Larraín, la que redujo a 157 fotos, que abarcan las paradas más relevantes de su carrera, desde el Santiago de los niños de la calle, la bohemia de Valparaíso, la cotidianeidad de los pueblos del altiplano y del sur de Chile; hasta su paso por Londres, Sicilia y otras ciudades europeas.
“Cuando se hace una exposición, se encuentra un ritmo, una forma de eliminar lo menos importante”, aclara la curadora de la retrospectiva, que llega con el apoyo del Instituto Francés de Chile y que se presentará también en Concepción, Punta Arenas y La Serena. No es azar, advierte Sire, que hoy proliferen los eventos en torno al fotógrafo, fallecido en 2012 a los 81 años. “En vida, no quería exposiciones. Se oponía a todo, porque pensaba que el arte era demasiado ego y él había encontrado la paz interior a través de la meditación y el aislamiento. Nos dijo a su hija y a mí que podríamos hacer algo cuando muriera. Pero no sabíamos que iba a morir tan temprano”, advierte la curadora. Desde los días en que se encontró con unas planchas de contacto de Larraín en una sala de Magnum, a comienzos de los años 80, empezó a concebir la idea de hacer algo con esas imágenes.
“Vi el material y pregunté alrededor mío. Nadie me daba respuestas. Decían que era un ermitaño, un místico. Estaba retirado y ya no alimentaba sus archivos, así que había que contactarlo para editar su trabajo. No tenía teléfono, pero se le podía escribir a una casilla postal en Ovalle. En la primera carta, debo haberle dicho que encontré su trabajo muy interesante y le pedí autorización para ir más lejos. Respondió de manera muy favorable, estaba muy contento”. Lo que vio en esas imágenes, dice, fue la expresión de un estilo único que sólo tienen los grandes fotógrafos. Eso la impulsó a querer saber más sobre él.
Acercarse a Larraín y hacerlo salir de su ostracismo era difícil, pero el fotógrafo comprendió pronto que con ella podía entenderse. “Todo se dio muy bien. Siempre respeté su voluntad, él no quería que mostráramos más su obra y yo no la mostré. En varias oportunidades me llegaron cartas de museos chilenos que me decían ‘queremos hacer una exposición’. Yo hubiese estado feliz, pero él no quería”, cuenta Sire. Así se creó una confianza y una complicidad que fueron más allá del trabajo, un romance epistolar, según la curadora, que duró hasta poco antes de la muerte de Larraín.
“Muchas veces, sus cartas no tenían nada que ver con la fotografía. Escribía sobre poesía, pintura, dibujo; también hablaba mucho sobre el planeta. Él quería impulsar a la gente a hacer meditación, a concentrarse en una paz interior que, según él, traía una paz exterior”, recuerda la curadora. Ella, a pesar de no compartir ese interés profundo por la espiritualidad, escuchó su prédica con atención. La distancia, la ausencia y el tiempo le dieron un matiz novelesco a la relación.
“Mis cartas se demoraban 15 días en llegar, y él a veces se tardaba 15 días en ir a buscarlas. A ratos, nuestro correo se cruzaba o yo recibía respuestas dos meses después. Cuando pasan meses entre una carta y otra, tenemos tiempo de cambiar de humor y de opinión. En ocasiones, mandaba tres cartas en un día. A veces, me enviaba una muy dura, diciendo ‘no, no quiero’, y en la segunda era más dócil: ‘Sí, te dije eso, pero hay que respetar que yo no quiera...’. Así solía ser”.
Izquierda: Isla de Chiloé, 1954-1955 ( Sergio Larraín/Magnum Photos/Latinstock). Derecha: Trafalgar Square, Londres, 1958-1959 (Sergio Larraín/Magnum Photos).
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La primera vez que Sergio Larraín expuso en el Museo de Bellas Artes fue en 1958, después de volver de un viaje por el sur de Chile, junto a la artista estadounidense Sheila Hicks. Por esos días, estaba lejos del destierro voluntario que lo transformó en uno de los personajes más misteriosos del mundo de la fotografía. Pero su sueño de convertirse en reportero y fotógrafo de prestigio mundial duró poco. Después de los años 70, cuando comenzó a crecer el interés por hacer exposiciones suyas, ya era tarde: con el inicio de su búsqueda espiritual, la figuración pública fue lo primero que erradicó de su vida.
“Para mí, su estilo de vida no era más diferente que el de alguien que decide ser monje. Él no era monje, pero a veces llamaba a su casa the convent. Tenía un hogar muy simple. Dibujaba las flores de su jardín y lo que veía a través de su ventana. A veces tomaba una foto de un plátano en una mesa, pequeñas cosas que él llamaba satori. No hay interpretaciones que dar, uno es libre de elegir la vida que quiere. En eso no había que forzarlo. A veces me decía: ‘Me estás forzando un poco, Agnès, y yo no quiero’”.
Sire fue la única persona que lo convenció de hacer exposiciones en los años 90, en la época en que se autoexilió en Tulahuén, en el norte de Chile. Juntos editaron los libros Valparaíso (1991) y Londres (1998), dos perlas raras que hoy cuestan varios miles de euros. Pero todo terminó en 1999, tras la muestra que le dedicó el Instituto Valenciano de Arte Moderno. Cuando unos periodistas chilenos quisieron entrevistarlo, Larraín anuló todo nuevo intento de exhibición. “Eso lo enojó y me dijo ‘aquí paramos’. Tenía su propia forma de vivir en la tranquilidad. Todo el personaje de Larraín de fines de los años 90 es extraño, pero es coherente con su voluntad de aislamiento”, explica Sire.
En 1982, no obstante, cuando le escribió a su sobrino, el también fotógrafo Sebastián Donoso, uno de los consejos que le dio fue lo contrario de su filosofía: “Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno”, apuntó en una carta, una paradoja que Agnès Sire le hizo notar. “Él pensaba que hacer una exposición era como hacer una ofrenda. Y le dije: ‘Tú mismo dices eso, pero no quieres exponer tu propio trabajo’”.
Un año después de su muerte, Sire publicó Sergio Larraín (Ediciones Xavier Barral), un libro monumental de fotografías y cartas compiladas bajo su dirección y con la colaboración del académico chileno Gonzalo Leiva Quijada, que en este momento, debido a su éxito, se está reeditando. Aunque hoy es considerada la guardiana y difusora de su obra, aclara que ése nunca fue su objetivo. “Fue el azar. Yo era la persona que hacía de vínculo con la agencia y era a mí a quien debía enviar los negativos. No fue una decisión consciente. Se fue dando con el tiempo. En 2002, cuando dejé Magnum, dejé de tener derecho sobre su obra. Lo que tengo ahora es un derecho moral, dicho de alguna manera”.
Gregoria Larraín, una de las hijas del fotógrafo, ayudó a que conservara ese poder simbólico. “Ella me contactó meses antes de la muerte de su padre para preguntarme qué opinaba sobre la publicación de un libro que Gonzalo Leiva Quijada iba a hacer sobre él. Le dije que su padre no estaría de acuerdo. Ahí hubo un cambio interesante. Creo que Larraín sentía que se debilitaba y le dijo a su hija que ahora sería ella la que tomaría las decisiones sobre su obra, considerando consejos míos. Le pedí que le recordara que yo todavía quería hacer un gran libro con sus fotos. Él dijo: ‘Lo harán cuando me muera’. Y, dos meses después, murió”.
En la foto: Agnès Sire quien dirige actualmente la Fundación Henri Cartier-Bresson, en París.
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Sergio Larraín iba una vez por semana a buscar su correo a Ovalle, un viaje que duraba dos horas y que era el único contacto que tenía con el mundo. “Le escribía a mucha gente, no sólo a mí. Les respondía a todos los que le escribían. Yo no le respondía todas las cartas, o si no hubiese tenido que pasar todo el tiempo haciendo eso”, recuerda Sire. Él, al contrario de ella, no conservó ninguna de las cartas que su destinataria le envió. “Estuve en su casa con su hija, vi sus archivos y no guardó nada. Debe haberlas botado”.
En los escritos que intercambiaban, él no solía hablar mucho sobre fotografía, y aunque una de las misivas más famosas que se conocen es una en la que afirma que “una buena fotografía nace de un estado de gracia”, esa afirmación nació sólo porque su interlocutora le insistió en que hablase sobre su oficio. “Eso lo dijo sólo porque le pedí que me contara cómo se convirtió en fotógrafo y cuáles eran sus gustos. Así, preguntándole, es como pude tener cartas un poco más precisas sobre fotografía”.
Hablar sobre el tema, para él, no era un acto espontáneo y, según cuenta la curadora, era raro que se interesara en la fotografía. El motivo por el que Larraín solía acercarse a los fotógrafos era otro: una de sus costumbres, cuenta, era mandar cartas masivas -una suerte de spam arcaico- a todos los miembros de Magnum, para impulsarlos a tomar conciencia del mundo. A sus textos, agregaba un dibujo, un haiku o sus satoris, fotos de objetos que, para él, representaban un instante.
De vez en cuando, le escribía a Cartier-Bresson, por el que sintió una gran admiración y al que le confesó, en una carta llena de frases tachadas, que pedirle a un fotógrafo imágenes para luego venderlas era como pedirle a un pintor hacer posters. “No me gusta el ambiente de Magnum, especialmente Nueva York”, apuntó en 1962, criticando el giro comercial que tomó la agencia para sobrevivir. Una vez más, dice Sire, se trataba de una paradoja: “En 2000 todavía mandaba fotos para que se guardaran. Poco tiempo antes de morir, escribió una carta diciendo que quería que sus archivos fueran conservados en Magnum”.
La mitificación de Sergio Larraín -su biografía está llena de leyendas y ambigüedades que nunca quiso aclarar- vino de la mano con su reconocimiento y fama. Durante las dos exhibiciones que se realizaron el año pasado en Francia, algunos medios de ese país bautizaron al fotógrafo chileno como el “Robert Frank latino”, un apelativo mezquino para un artista, según Sire, que merece ser llamado por su nombre: “Yo nunca he dejado de decirlo. Sergio Larraín es Sergio Larraín”.