En 1982 Irarrázabal construyó la primera de una serie de cuatro manos en distintos puntos del mundo, siendo una de las más famosas la de Punta del Este. Hoy, prepara lo que será la inauguración del Parque Museo Humano, que se realizará en 2015.
“Cualquier escultor al cual le preguntes, te va a decir que estar en la ciudad y al aire libre es como el gran sueño. Los museos son importantes, pero tienen un olorcito medio extraño para nosotros. Mientras que el sol, la gente y el aire le dan vida a la obra”, explica Irarrázabal.
Son las once de la mañana, y la casa de Mario Irarrázabal (73) está en silencio. Hay una calma especial. Al bajar hasta su taller todo hace sentido: solo, tranquilo y sin decir una palabra modela su próxima escultura. La luz del sol entra por las ventanas y le pega fuerte. En ese espacio, hecho completamente de vidrio, crea. La luz natural completa su obra. Afuera, una decena de sus esculturas más grandes. Termina con el yeso. Se lava las manos y se pone un chaleco.
Entre las obras que están en su jardín, algunas parecen conocidas, como si fueran parte de un imaginario colectivo. Esas figuras humanas que es posible haberlas visto en la calle y reconocer en ellas a este artista. Están por todas partes, son encuentros casuales: en el Puente Padre Letelier, en Avenida República, en la Universidad de Talca y también en Avenida El Bosque Norte, esa pareja que se besa y no se abraza, que representa la concepción contemporánea del amor, donde el hombre no consume a la mujer.
El 12 de marzo, junto a la Municipalidad de Santiago, luego de años imaginándolo, por fin se aprobó su nuevo proyecto: el Parque Museo Humano. Así lo llamó. El Parque San Borja es el espacio que escogieron para llevarlo a cabo. Donó más de 240 esculturas, que serán instaladas por todo el lugar. Ahí, en contacto con la naturaleza y la gente. No es un museo, él mismo se encarga de hacer la diferencia. “Cualquier escultor al cual le preguntes, te va a decir que estar en la ciudad y al aire libre es como el gran sueño. Los museos son importantes, pero tienen un olorcito medio extraño para nosotros. Mientras que el sol, la gente y el aire le dan vida a la obra”, dice.
Se contactó con la Municipalidad de Santiago cuando el alcalde era Jaime Ravinet. Pasaron años en que las conversaciones siguieron, pero no avanzaban. Hasta que en 2012, cuando Carolina Tohá salió electa, las cosas tomaron curso otra vez: luego de tres días de asumir el cargo, fue a visitarlo a su taller. El interés por concretar el proyecto fue inmediato. De ahí en adelante comenzó la organización oficial, siendo Gabriela Elgueta, directora de la Secretaría de Planificación (Secplan) del municipio, una de las grandes impulsoras.
Camina por el taller. Habla sobre su técnica, sus procedimientos, cómo se trabaja la greda, los moldes de yeso, luego el bronce, cuánto demora en cada una, para después cruzar una puerta y entrar a su rincón: una salita al costado del taller. Un espacio pequeño y acogedor, con un par de repisas, un escritorio y dos sillas. Ahí están sus libros y los de artistas que admira: Federico Assler, Ricardo Yrarrázaval, Vicente Gajardo y Waldemar Otto, quien en 1968 fue su maestro y mentor en Alemania. Es su lugar, como un refugio: ahí dibuja, escucha música, lee y escribe poemas. Tiene archivadas todas sus obras: en dos estantes guarda los bocetos y sus documentos ordenados por año, desde 1967, cuando comenzó.
Está nervioso. Este mes se abre el concurso que decidirá quiénes conformarán el equipo encargado de la realización; un arquitecto, un paisajista y un museólogo. Debe ser un trabajo minucioso y sutil. Él tiene una idea de cómo debe ser. También de cómo no debe ser. Imagina una arquitectura discreta, casi invisible. Que se mantenga el parque, las áreas verdes. Su esencia. Que su obra interactúe al máximo con la atmósfera que se genera. “Para mí no es un detalle: quiero que el sol les pegue, que los niñitos las puedan tocar y subirse. Que la gente no se sienta en un museo”.
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Un viaje a Isla de Pascua en 1977, diez años después de comenzar su carrera, cambió su percepción, su manera de crear. Hasta ese momento, sus esculturas eran pequeñas, pensadas para museos. Pero la imagen de los moáis en medio de la isla, convirtiéndose en un símbolo, fue más fuerte. Quedó con la inquietud de hacer algo similar. Una obsesión por la naturaleza, el espacio público, la luz, la lluvia y el contacto, que no lo soltó más.
Los cinco años siguientes estudió e investigó para continuar esa línea, hasta que en 1982 construyó la primera de una serie de cuatro manos en distintos puntos del mundo, siendo una de las más famosas la de Punta del Este, que guarda estrecha relación con la escena que lo inspiró en la isla. Fue parte de un simposio organizado por autoridades municipales, en que participaron ocho escultores latinoamericanos. La mano de obra había que repartirla entre todos. “Fue una locura”, recuerda. En cinco días estuvo lista la escultura, que luego se transformaría en un ícono.
En 1987, vino La Mano de Madrid, su segunda creación de grandes dimensiones. “Fue un vuelco bastante fuerte pasar a hacer cosas que están hechas en la naturaleza, como esas manos”. Después fue La Mano del Desierto, en 1992, la que, como asegura, es tal vez la que más quiere. La construyó en dos semanas y la técnica fue similar: durante dos meses creó las estructuras de fierro, huecas, que se trasladaron desde Santiago en camiones. Junto a los maestros, las instalaron en pleno desierto, 76 kilómetros al sur de Antofagasta, y las reforzaron con estructuras metálicas. Fue un trabajo duro: el viento era seco y a medida que estucaban, el cemento se iba fraguando inmediatamente. Tenían que trabajar rápido.
Años más tarde, en 1995, sería invitado a la Bienal de Venecia, donde se instalaría en Riva Ca’di Dio, en la orilla del canal, entre San Marcos y el arsenal, a construir su cuarta mano. Luego de dos semanas, estaba lista y la satisfacción de ver lo que sucedió fue aún más grande: los niños interactuaban con la escultura. Los turistas esperaban bajo su sombra. No pasaba desapercibida. Nadie quedó frío ante ella.
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Hace más de una década, la inquietud de concretar un proyecto de esta magnitud en Santiago se hizo más fuerte. Era como el sueño de toda una vida. Cómo devolver la mano a todos aquellos que hicieron posible su carrera: a la gente, a sus profesores, a las instituciones. Guardaba las matrices de sus obras y pronto sintió que eran demasiadas, que debía hacer algo con ellas. Se aferró a la idea de exponerlas todas juntas en un solo lugar. Solamente hacía falta un espacio dispuesto. La búsqueda fue larga.
El primer lugar donde intentó fue en Peñalolén Alto, donde vive hace 40 años, a principios del 2000. Sería un parque con esculturas de cerámicas de colores, técnica que venía experimentando hace un tiempo. Más juguetonas. Invirtió plata, sacó rocas y abrió caminos durante varios meses, pero a medida que avanzaba, la comuna también lo hacía: comenzaron a construir, a urbanizar. Ya no era lo que quería. Se desanimó, pero siguió su búsqueda.
En medio de eso, en 2009 Mario Irarrázabal expuso Humano en la Sala Matta del Museo de Bellas Artes. Era una retrospectiva que repasaba su carrera hasta ese momento. De esos días recuerda a un personaje lleno de aros y cuestiones raras que se le acercó y le dijo: “Te voy a robar una escultura”. “¿Cuál te gusta?, respondió Irarrázabal con un poco de miedo. “El Cristo” era la obra que quería el hombre. Finalmente no se la llevó, pero las ganas de regalársela lo acompañaron siempre. Igual que esos momentos en que mujeres y hombres se le acercaban y lo abrazaban, muchas veces sin decir una palabra. “Recuerdo que ahí se afirmó mi vocación. De decir: ‘Esto sí vale la pena’”.
“A mí me encanta hablar, pero curiosamente en la escultura hay un lenguaje silencioso. Tú la hiciste, ahora deja que ella hable”, confiesa. Por eso su deseo ha sido siempre salir del museo y llegar a más gente con su obra. Que la conozcan. Que lo conozcan a él. “Cuando vas a un museo, normalmente ponen una o dos piezas de cada autor y te llevas quizás una buena idea de un período, de una tendencia. Pero cada escultor o artista tiene su propio mundo. El único caso acá en Chile de algo parecido es Federico Assler, con el Museo Roca Negra, en el Cajón del Maipo, que tiene un lugar hermosísimo. Están las cosas al aire libre, con los cerros de fondo. Cuando estás allá no quieres saber de Mario Irarrázabal ni de ningún otro artista, te metes y te sumerges en su mundo. Eso es lo que yo también quiero lograr. Respetar el mensaje y la naturaleza de cada artista”. Así como los hay internacionalmente: el Museo Rodin, en París, o los de Marino Marini en Florencia y Milán.
Hace un año y medio lo invitaron a Frutillar con el objetivo de llevar el proyecto a ese lugar, a la orilla del lago. Era el sitio ideal, pero no cumplía con su objetivo de lograr un público masivo y diverso. La negociación con la Municipalidad de Santiago avanzaba y la idea de realizarlo en un lugar central le gustaba bastante. Tomó esa opción: lo haría en la ciudad, en el Parque San Borja. Sería diferente a lo que ya ha hecho: varias de sus esculturas están en las calles, pero la interacción no se compara con un parque dedicado a su obra, con sus diferentes temáticas y épocas. Un repaso de toda su carrera y se inaugurará en 2015.
Sale de la salita por un camino que lleva a una especie de galpón al final del jardín. “Lo que vas a ver está mezclado en cuanto a estilos y épocas”, anuncia. Abre la puerta y todo es más grande de lo que parecía. Una sala gigante que atesora cada una de sus esculturas. Grandes, medianas y chicas. Es su sala de exposiciones de 500 metros cuadrados. La cantidad de obras iba aumentando y el espacio se le hizo pequeño: tuvo que comprar el terreno vecino para ampliarlo. El sol ilumina a través de las ventanas. La construcción fue pensada para eso. Nada es al azar. “Mira cómo le pega el sol. Cuando una escultura está en un museo, le ponen un foco y queda siempre con la misma luz, que puede ser la mejor, pero acá no. Acá están en sombra y de repente las agarra una luz y van cambiando”.
Todos los días se levanta y va directo a su taller. “Esto no se acaba nunca, porque nunca vas a jubilar. Al contrario, es una lucha contra el tiempo porque tengo muchas ideas pendientes”, dice.