Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Abril 24, 2014

Quedé impactado por la cobertura de su muerte, por cómo aún la literatura vale algo o al menos conmueve, y cómo nunca volverá a haber una figura tan unánimemente querida como García Márquez.

Si yo alguna vez dije que uno de los grandes aciertos de García Márquez fue transformar en lenguaje la nostalgia y la magia del Caribe, el viernes pasado pensé otra cosa: Macondo existe y está en twitter, en el cable, en las radios y en la imaginación y recuerdos de millones de lectores.

El lunes 14 de abril, cuatro días antes de que Gabriel García Márquez muriera en Ciudad de México, recibí un mail desde el diario El Comercio de Lima, invitándome a participar, con un texto-homenaje, en la cobertura que este diario haría de la muerte del célebre escritor. Antes de pensar qué podría decir o si quería decir algo o si valía la pena escribir algo apurado acerca de alguien a quien admiré, pero nunca me avasalló emocionalmente y con el cual -además de haber tenido una supuesta “disputa” llamada McOndo- capté algo no menor: Gabo (como le dice todo el mundo que no lo conoce) no estaba muerto.

Esto ya era un punto a favor de GGM y algo que -creo- le hubiera gustado: la pompa, la preparación, la nula distinción entre vivos y muertos. La muerte, esa “primera experiencia que no puedo contar”, tal como en una de sus novelas, lo estaba resucitando y llenándolo de vigor como no lo había estado en al menos veinte años. Esto era mal gusto o realismo mágico o al menos esa mezcla de ambas cosas que le gustaba tanto y que hacía tan bien: transformar lo que otros dejan en kitsch en arte.

Ese lunes ni siquiera la familia había insinuado, cómo lo haría dos días después, que “estaba frágil”. Si bien se sabe que The New York Times tiene preparados los obituarios de todas aquellas personas “famosas” de más de 70 años, nunca me había tocado que me solicitaran algo así. Le respondí lo obvio: que si no se habían dado cuenta que aún no estaba muerto. Pensé: me niego, es de mal gusto. Tenemos fuentes, me dijo un amigo periodista y escritor desde Lima, una de las plazas latinoamericanas con mayor cantidad de diarios y desde donde salió una de las grandes fotos: un kiosco tapizado con diarios y tabloides con imágenes de Gabo.

Es inevitable, me dijo; ya sabes cómo es el periodismo. Y agregó: queremos estar preparados. Dije que gracias, que pasaba, que no tenía nada que decir, que personalmente creía que ya había escrito más de la cuenta acerca de García Márquez y que lo que tenía que decir ya lo había dicho. Me dijo que lo entendía. Me quedé pensando y dije: capaz que se muera pronto. Y recordé otras muertes de figuras del Boom. Pensé en Carlos Fuentes, que en México era una suerte de príncipe, y cómo al final no fue más que una noticia del ámbito literario. El mundo no se detuvo, como pronto lo haría con García Márquez.

El jueves a la tarde, cuando ya en el este de Europa estaba partiendo el Viernes Santo, lo que estaba anunciado sucedió: murió el patriarca del realismo mágico y, en un instante, todo se alteró, todo fue Gabo. Era lógico y reconozco que me falló el olfato pues nunca pensé que sería para tanto. Macondo se volvió trending topic, la literatura pasó a ser el único tema (radios interrumpiendo sus programas, flashes, noticiarios abriendo con portadas de libros y citas a sus novelas). A una radio le dije: “Fue como si Dios muriera”. A otra: “¿Que qué siento?, ¿qué cómo lo tomo? Bueno, para citarlo: crónica de una muerte anunciada, ¿no?”. Breaking news de CNN y yo, en vivo, al teléfono, sin saber qué decir: “Con él claramente se clausura el siglo XX”.

Acaso el mayor cliché de los titulares del periodismo se volvía verdad y ahí empecé a darme cuenta de algo que aumentaría con los días: GGM era aun mayor, aun más grande, aun más genial e inasible, aún más importante en términos literarios pero también en grados de afecto, de influencia, de valor político y -por cierto- de deseo e histeria mediática. Quizás porque había muerto el mayor reportero de habla hispana, fundador de una escuela y fundación de reporteros en Cartagena de Indias donde se perfeccionaron algunas de nuestras mejores plumas, aunque no estoy seguro, porque la prensa puede extraviarse mucho en lo pequeño, pero nunca en aquello que es masivo y García Márquez fue de una masividad titánica (no hacía falta salir a reportear: cada periodista menor de 75 años leyó o Noticia de un secuestro o Relato de un náufrago o Textos costeños. Lo que sí se comprobó ese jueves fue que, más allá de las elites de los periodistas y los escritores (y GGM fue ambos o, mejor, fue uno de los pocos cronistas, un periodista de mala muerte que terminó escribiendo La mala hora), al parecer todos habían leído o gozado o habían sido modificados por Cien años de soledad.

Incluso aquellos que nunca lo habían leído.

Incluso aquellos que no saben leer.

Y esto no es ironía porque, entre conversaciones con medios, y decirle casi que sí a El Comercio (que tuvo una cobertura impensable y alucinante, lo mismo que El País de España, que quizás le dedicó más páginas de las que le dedicará al rey) y meterme a las redes sociales y empezar a leer todos los testimonios y análisis de su obra, obviamente no pude hacer otra cosa que quedar maravillado, como un Buendía ante el hielo, impactado por cómo aún la literatura vale algo o al menos conmueve y cómo nunca volverá a haber una figura tan unánimemente querida (los recelos, resquemores u odios a su figura no tienen mayor peso y tampoco aparecieron) como la de García Márquez, y que es poco probable que una persona real se fusione tanto con su obra.

Algunos titulares: “Adiós, Gabo”; “Gracias, Gabo”; “El hombre que vivió para contar”; “Mil años de soledad”. La Razón de México tituló “Murió Gabo, el escritor que legó al mundo la soledad más hermosa” y publicó en primera plana el cuento “La marquesita de La Sierpe”. Perú 21 publicó una notable foto de García Márquez joven, con Cien años de soledad como sombrero. Los Angeles Times lo dejó claro: “Muere el maestro del realismo mágico” y le pidió al periodista Héctor Tobar, hijo de padres guatemaltecos, un sentido op-ed que de alguna manera ilumina una de tantas razones por la que GGM arrasó como arrasó en el mercado estadounidense: “García Márquez llevó la vida y la historia de la clase obrera latinoamericana al escenario mundial del arte. Y por eso, yo, como hijo de América Latina, estaré profundamente agradecido”.

Vulture, el brazo digital de la revista New York, sentenció que GGM debió “su fama a su novela seminal de 1967 Cien años de soledad, que vendió más de 20 millones de copias y que inspiró innumerables semestres en América Latina de subgraduados…”.

Es probable que The New York Times le haya dedicado más páginas y prosa a Gabo que a Salinger. Entre los innumerables artículos y análisis, además de un largo y bien reporteado y elogioso obituario, le pidió a Salman Rushdie (que llenó de curry el realismo mágico, hay que decirlo) un ensayo que parte con “Gabo lives” y termina con “nuestra única posible reacción es la de la gratitud: él fue el más grande de todos nosotros”.

Esto, claro, es excesivo. ¿O no lo es? Es de alguna manera lo que corresponde escribir de un hombre que escribía así. Rushdie, que algo sabe de fama y estar en la mira, también sabe que el valor de un escritor no sólo está en su obra sino en sus imitadores, sus seguidores y en las puertas que abrió: “Vivimos en una era de mundos inventados, alternos” y deja ver que es GGM el que ha fertilizado el terreno para que ahora “tengan su día” las obras de “Tolkien, los Hogwarts de Rowling, el universo distópico de Los juegos del hambre”. Ese fin de semana empecé a ver la serie por primera vez y sí, claro, pensé: familias, venganzas, lo procaz, lo fantástico, los ritos. Todo muy Macondo.

Ian McEwan, desde Londres, comparó su fama con la de Dickens: “Ningún escritor desde Dickens se ha leído tanto y ha sido tan querido”. Y es cierto: ninguno de lo escritores que han escrito acerca de él se acercan a su fama, su influencia y a eso que Vargas Llosa llama el demonio de GGM: el necesitar ser querido, el ahuyentar a la soledad.

Pocas veces he leído mejores textos que los publicados en estos días acerca de cómo uno de sus libros fue capaz de despertar vocaciones y desatar imaginaciones y cómo, para muchos, Macondo no era ese sitio que yo quizás tomé en forma literal sino una suerte de caos de familias y anécdotas que habitaban puertas adentro en sitios tan dispares como bajo la lluvia de Temuco o los cités de Buenos Aires.  Cito el notable in memóriam del poeta Jaime Huenún en el sitio literario web Intemperie:

“Vivíamos en un Macondo de selvas y pantanos fríos, de lluvias interminables, de barro que marcaba las camas y la ropa interior, de humo apulchenado que se pegaba implacable al pelo y al cuello de las camisas (...). Era un Macondo donde los gitanos levantaban sus carpas en las canchas de fútbol (...) y luego pasaban a tomar chicha a mi cantina hablando en zíngaro y haciendo perro muerto cada vez que podían. No traían el hielo, pero dejaban en la cubierta del mesón sendos cuchillones y dagas adornadas con rubíes, topacios y esmeraldas”.

Ese jueves 17 dio paso al Viernes Santo y la prensa en todo el mundo se olvidó de Jesús y todos tenían al autor de El amor en los tiempos del cólera en sus portadas. ¿Si Dios muriera hubiera tenido tanta prensa? Además: no todo el mundo cree en Dios. No todos quieren o admiran al Papa.  No todo el mundo es católico o judío o musulmán. Pero todos son -¿todos somos?- de alguna manera de Macondo. Si yo alguna vez dije que uno de los grandes aciertos de García Márquez fue transformar en lenguaje la nostalgia y la magia y la exuberancia del Caribe y de su pasado, el viernes pasado pensé otra cosa: Macondo existe y está en Twitter, en el cable, en las radios, en los diarios y claramente en las imaginaciones y recuerdos de millones de lectores de todo el mundo.

Ese fin de semana me sentí -lo reconozco- algo solo, condenado por ser de una estirpe que no cayó tan embrujada. Para tratar de remediar las cosas, no paré de leer: leer todo lo que se publicaba, releer lo más que pude de él y devorar un libro que me había enviado un amigo hace poco: las obras completas de Vargas Llosa, donde adentro, escondido, estaba Historia de un deicidio, el libro “desaparecido” que el peruano escribió acerca de su amigo García Márquez y su obra cumbre: Cien años de soledad. Vargas Llosa declaró, con la voz entrecortada, que estaba acongojado y que había muerto “un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura de nuestra lengua; le sobrevivirán y seguirán ganando lectores por doquier”. A diferencia de Gabo, el obituario de Vargas Llosa dirá algo así como el “polémico escritor” o quizás “un autor decisivo pero divisor”; lo que ojalá diga es lo grande que es Historia de un deicidio, una suerte de crónica de un bromance literario. Algo muy fuerte tiene que haber sucedido para que ocurriera ese quiebre y ese ojo en tinta de Gabo. Leyendo el libro que VLl sacó de circulación uno capta cómo Vargas Llosa quiso y admiró y usó lo mejor de su cerebro para analizar la obra de García Márquez. “Nos conocimos la noche de su llegada al aeropuerto de Caracas; yo venía de Londres y él de México y nuestros aviones aterrizaron casi al mismo tiempo… Entre todos los rasgos de su personalidad hay uno, sobre todo, que me fascina: el carácter obsesivamente anecdótico con que esta personalidad se manifiesta. Todo en él se traduce en historias, en episodios que recuerda o inventa con una facilidad impresionante… su inteligencia, su cultura, su sensibilidad tienen un curiosísimo sello específico y concreto, hacen gala de antiintelectualismo, son rabiosamente antiabstractas… esta personalidad es también imaginativamente audaz y libérrima, y la exageración, en ella, no es una manera de alterar la realidad sino de verla”.

En eso todos coinciden y su muerte lo comprueba: García Márquez quizás no alteró la realidad (aunque quizás lo hizo esta pasada Semana Santa) sino que alteró cómo la vemos. Y eso, al final, es algo parecido a la magia.

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