Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Abril 29, 2014

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Si cada experiencia lectora depende de su contexto, me pregunto cómo funcionará, en el caso chileno, una obra como “La casa de hojas”. Gran parte de los signos de transgresión de este libro fueron ya usados desde principios de los 70 por autores como Nicanor Parra o Juan Luis Martínez.

En uno de los momentos más terribles de La casa de hojas de Mark Danielewski, uno de sus protagonistas se interna en un pasillo para buscar a un grupo de exploradores que se han perdido por días dentro de su casa. La casa de Will Navidson, el protagonista, es extraña; es más grande por dentro que por fuera, cambia como un laberinto, crece sobre sus propias entrañas de modo infinito, fijando su horizonte en una oscuridad interminable. Navidson, quien es un fotógrafo profesional, se ha mudado a vivir ahí con su familia para tratar de darle sentido a su matrimonio. Pero el lugar los está devorando. Los fantasmas no tienen rostro: son la amenaza de la nada y los ecos de sus propias voces, se presentan como un sinfín de puertas que se multiplican en laberintos sucesivos, como escaleras que rodean pozos sin fondo. Al narrar todo esto, Danielewski va destruyendo la composición del libro: cambia la orientación de las páginas, las invierte, extiende las frases, haciendo que el libro se convierta en la casa. Pero eso no es todo. La casa de hojas está compuesta como una serie de narraciones enmarcadas en una puesta en abismo: el relato de Navidson es presentado como una monografía escrita por un tal Zampanò, un análisis académico de una película filmada por el fotógrafo. Mas todo se mezcla con las notas que Johnny Truant, un tatuador de Hollywood, hace sobre el manuscrito encontrado de Zampanò. La novela intercala todas esas narraciones a la vez, que se van descomponiendo por medio de notas al pie de página, las que remiten a más y más notas: la de la familia en la casa que se vuelve un agujero negro, los comentarios de Zampanò sobre dicho relato y las aventuras de Truant, quien lee el manuscrito y se autodestruye en medio de los excesos y la soledad.

El libro es la casa y la casa es el libro: publicada el año 2000 y recién traducida por Javier Calvo para Alpha Decay/Pálido Fuego, la novela (que se volvió de culto a tal nivel que en internet hay decenas de imágenes de lectores que se tatuaron alguna de sus páginas) aspira a ser una obra total que interroga la tradición de la narrativa contemporánea, porque ¿qué es La casa de hojas?: ¿una novela de terror?, ¿una obra experimental que lleva al límite ciertos procedimientos que estaban en Pálido fuego de Nabokov, La vida instrucciones de uso de Perec  o Perdido en la casa encantada de John Barth? No lo sé. Hay acá un libro que funciona como un espectáculo, una escritura que se exhibe en múltiples niveles para plantear sus propios límites. Hay humor en Danielewski, pero también tristeza, como si la experimentación se le presentase como una colección de restos fósiles de una serie de narrativas que no pueden volver sino como pedazos de algo que ya no tiene sentido.

Quizás lo que más importe acá sea la reflexión sobre qué significa la escritura de una novela, algo que La casa de hojas exhibe describiendo los modos en que la experiencia es filtrada en versiones sucesivas, en voces que se anulan unas a otras. Así, el laberinto de Danielewski, antes que configurarse en reflejos, se construye sobre la base de ecos: esas voces que se replican en las paredes desfigurándose, tal y como las notas al pie de página van demoliendo las certezas del lector con una salvaje gracia. Ahí, Borges (que es citado, al punto de aparecer en un collage exhibido en uno de sus apéndices) está al fondo de todo gracias a su obsesión por los dobles y los laberintos, pero también sobre la sospecha de que todo acto narrativo puede ser definido a partir de los modos que tiene de sabotearse, de confundir lo apócrifo como verdadero, de descomponerse como una trampa.

Una cosa más. Si cada experiencia lectora depende de su contexto, me pregunto cómo funcionará, en el caso chileno, una obra como La casa de hojas. Tengo la sospecha de que antes que resultar radical, su mejor virtud es la de presentarse como un paisaje conocido, gracias a que gran parte de los signos de transgresión que el libro de Danielewski exhibe fueron ya usados desde principios de los 70 por autores disímiles como Nicanor Parra o Juan Luis Martínez. No es raro: lo que desde la lógica narrativa de un campo cultural se presenta como vanguardista, en otro puede aparecer normalizado como recursos imprescindibles de nuestra tradición literaria.

De hecho, por acá, es imposible no comparar La casa de hojas con La nueva novela de Martínez. Publicada originalmente en 1977, se trata de un libro que trabaja sobre lugares similares: el volumen como un compendio de procedimientos que ponen en duda su misma condición de libro, extremando las formas (páginas transparentes e invertidas, enigmas matemáticos, laberintos de todo tipo, ganchos de pescar pegados a las páginas) para avanzar hacia una lectura melancólica y terrible sobre el funcionamiento del lenguaje y las instituciones donde se despliega. Que en la portada del libro el nombre del autor haya sido tarjado sobre la imagen de dos casas superpuestas y que uno de los poemas finales describa cómo una familia se pierde en su casa sólo acrecienta la intuición de que todas las innovaciones formales del libro están puestas ahí por razones sentimentales, tal y como en el libro de Danielewski. Así, la experimentación es una forma de describir la melancolía producida por un espacio cercano que deja de ser reconocido como tal, volviéndose amenazante e inhóspito. Anota Martínez: “Antes que su hija de 5 años /se extraviara entre el comedor y la cocina /él le había advertido: /Esta casa no es grande ni pequeña, /pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta / y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza”.

Así, donde otros leen una extrañeza rutilante, nosotros podemos ver un territorio quizás cercano, una intimidad en la que podemos reconocernos. La ambición de Danielewski se parece en algo a la de Martínez. En ambos, los libros implosionan hasta desvanecerse en las manos del lector porque sus sospechas sobre el funcionamiento de la realidad son tal vez parecidas, familias que se desvanecen en el aire, tradiciones literarias que sirven sólo como las maquetas de juegos que acontecen en piezas oscuras, enigmas sobre enigmas, la idea de una literatura que se interna en sus propias trampas para describir desde ahí el funcionamiento de los afectos, cierta pena terrible que une a los seres humanos con los espacios que habitan y que leen.

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