“Ser gordo, ser feo, ser gay: de eso se trata un poco el disco. De decir: esto soy, una pifia constante; como que todo lo que planearon mis papás salió al revés. Y me siento superfeliz si alguien se identifica con esas luchas, porque lo más importante al hacer canciones para mí es la honestidad”.
“Yo me siento supersolitario en las temáticas que estoy abordando. Álex Anwandter usa un lenguaje difuso, más ambiguo, quizás. Javiera Mena me parece bacán, pero ella canta desde otro lugar, el del baile... yo no soy un gay de fiestas”.
¿Qué hace un hombre que descubre a su hijo de cinco años cantando “La soledad”, de Laura Pausini, encerrado en su dormitorio infantil? En esa casa de Maipú, año 1992, el padre de Sebastián Sotomayor tuvo aquella tarde una modesta revelación con una sola lectura posible: su hijo era una estrella en potencia a la que debía apoyar en su ascenso a la fama.
Comenzó entonces para ese niño sentimental un camino de talleres, academias de canto y audiciones en televisión nada usual para un alumno de colegio jesuita, pero que Sebastián emprendió con regularidad y obediencia resignada. En segundo básico ganó algo de dinero cantando “Se fue” (Pausini, de nuevo) en un ¿Cuánto vale el show? infantil. A los once años se inscribió en la Academia de Canto Luis Jara (tuvo clases con gente como Gloria Simonetti). A los trece participó en el International Nile Song Festival for Children: viajó hasta El Cairo y obtuvo el cuarto lugar. “Era una dinámica extraña para un adolescente: muy competitiva”, recuerda hoy a los 26, hablando de todo aquello como si fuese una vida paralela. “Los referentes eran Christina Aguilera, Luis Miguel: música en la que podías pegarte por años sin aprender nada sobre estilo ni creatividad, porque lo importante ahí era el show business. Debías encajar con un cierto formato de baladista de movimientos muy estudiados. Era, además, un mundo cruel, donde tuve que escuchar más de una vez que a mí no me iba a ir bien porque era gordo”.
Aunque el joven manifestaba a veces dudas sobre el esfuerzo invertido, su padre le insistía en que en la música lo fundamental es la persistencia. Y así siguió, crédulo, hasta los 18 años, cuando Sebastián se dio cuenta de que quería componer sus propias canciones y que había un mundo creativo inexplorado en la muestra de emociones íntimas capaces de conectarlo con los demás. Años antes, cuando lo habían convocado a la audición para la primera generación de Rojo, eligió quedarse jugando Nintendo 64 con un amigo. Su padre no pudo evitar sentirse decepcionado. “Me dijo que se me había pasado el cuarto de hora, que estaba tirando a la basura años de estudio”, recuerda. “La primera vez que le mostré una canción mía, su reacción fue: ‘¿Por qué haces estas canciones tan raras? ¿Qué quieres decir?’”.
Lo paradójico de esta historia es que hoy Sebastián -que desde que decidió ser solista se presenta como (Me llamo) Sebastián- comanda una carrera en la música a todas luces auspiciosa, con más notas de prensa y proyectos que las de sus ex compañeros que sí fueron a esa audición de Rojo (y hasta llegaron a la final). Su disco de 2013, El hambre -que sucede a Salvador (2010) y a Adiós, vesícula mía (2011)-, fue producido por el cotizado Mowat, y su difusión ya le ha ganado invitaciones que lo tendrán los próximos tres meses con presentaciones en México D.F., Querétaro y Nueva York.
Si aquellas lecciones musicales adolescentes fueron el pulimiento, las canciones de El hambre son la crudeza. Composiciones sobre piano, de armonías complejas, que a veces conservan el melodrama de la balada, pero refutan precisamente la contención que ésta impone como marca de corrección. “Creo que ya no me queda nada de la temática ni la armonía de esas baladas horribles con las que ensayábamos técnica vocal, pero sí mantengo su estructura. Una balada parte, crece, explota y luego baja; y eso también lo tienen mis canciones”, dice el músico.
“Ay, papá, ya me ves / no me resultó ser tu estrella / ni siquiera me alcanza para cola de cometa”, es uno de los versos de “Órbita”, un tema en el que Sebastián parece ajustar cuentas con ese padre pragmático, católico, que por años asoció la felicidad de su hijo a la conquista de logros vistosos y materiales, pero que hoy, cuando todo aquello ha sido descartado, no pierde la oportunidad de mostrarle a quien sea “Niños rosados”, la primera canción que su hijo ha ubicado en radios, y donde Sebastián recuerda que de niño prefería las muñecas a los autos.
NIÑO ROSADO
Si hasta acá la historia está sonando muy íntima, es porque no es posible relatarla de otro modo. Las canciones de (me llamo) Sebastián son de una revelación autoral por fuera de lo común; hasta lo impúdico en algunos casos. Describen encuentros homosexuales fortuitos, planes de venganzas amorosas, conflictos familiares; fantasías de ser más lindo, más flaco, más deseado, mejor bailarín. En el tema oculto al final del disco, el músico canta sobre su mala suerte con las dietas mientras mastica muy audiblemente lo que parecen ser papas fritas de paquete (“el hambre no va a descansar / el hambre no deja en paz / el hambre es más fuerte al final”). Nadie en Chile había hecho antes una canción para contar que el pantalón ya no le cierra.
-Ser gordo, ser feo, ser gay: de eso se trata un poco el disco. De decir: esto soy, una pifia constante; como que todo lo que planearon mis papás salió al revés. Y me siento superfeliz si alguien se identifica con esas luchas, porque lo más importante al hacer canciones para mí es la honestidad. Cuando me subo a un escenario y canto, no hay un plan B: yo soy esa persona que está ahí, y me hago cargo de lo que canto. Me expongo porque me gusta hacerlo y, claro, en ese ejercicio hay gente que se identifica porque también se ha sentido rara, rechazada, y te sigue y hasta te pide consejos. Y hay otra que te dice: “Disculpa, me parece que esto es demasiado”.
Ha cantado en vivo con algodón de azúcar sobre la cabeza. Varias de sus fotos promocionales lo muestran con los ojos tapados de sombra y rímel. En su video para “Niños rosados”, el cantante aparece como uno más de una serie de personajes en torno a las Torres San Borja que buscan distracciones, compañía, sexo. Ésa es una canción importante para entenderlo a él y a su música reveladora: “Niñas rosadas y niños de azul. / Si hay montones de colores / ¿por qué sólo dos combinaciones? / Puedo portarme como un superman / y otro día en la noche / soy gatúbela y me voy a ronronear”.
-Por ese video me han escrito de todo, desde cosas muy lindas hasta que le hice daño a la comunidad gay. Por raro que suene, entre los homosexuales hay mucha discriminación todavía; ganas de decir esto está mal y esto está bien, como si hubiese una forma de vivir gay. Creo que eso tiene que ver con que el movimiento homosexual acá no es de disidencia. Veo más bien las ganas de acoplarse a un estilo de vida heterosexual y burgués: casarse, tener hijos, vivir como en las series gringas. Bacán: creo que cualquier lucha por la igualdad es superbuena. Pero no es necesariamente la que yo quiero para mi vida. La libertad no tiene que ver con poder hacer lo mismo que el otro, sino con hacer lo que de verdad quieres. Y, por sobre todo -y esto es lo más difícil-, poder ver todas las opciones para darte cuenta qué es eso que quieres. En mi disco no hay consejos, porque me parece apestoso predicar a través de una canción cuando ni yo tengo idea de qué se trata la vida. Prefiero pensar que con estas letras puede haber una lucecita, una apertura de puerta para quien tenga inquietudes similares.
La sexualidad que estas canciones retratan no es sólo la de la disidencia homo que ha marcado ya a otros creadores de su generación, sino también la de los apuros de la urbe, los contactos secretos por chat, las ansias eróticas compartidas vía Grindr. Son canciones para gente que está sola en la ciudad y que, según el cantautor, sostienen con ese intercambio una “capitalización del amor romántico en el que hay sexo, pero no contacto”. Uno recuerda la película Ella, de Spike Jonze. O ciertos pasajes del último libro de cuentos de Alejandro Zambra. Hay una sintonía con el relato de esos anhelos que buscan nuevos cauces, ajustados a los cambios de una sociabilidad de pantallas, redes virtuales y cuestionamientos de género. Hace unas semanas, en revista Paula, Sebastián fue parte de un reportaje titulado “Las nuevas categorías sexuales”, y en él habló sobre las ventajas del poliamor (“mi volada no es tener relaciones con todos, es mucho más ambiciosa: se trata de estar abierto a generar afectos profundos con más de una persona simultáneamente”, explica allí).
-A veces, en los músicos, en los artistas, está este deseo de vivir como en un mundo anterior, lejano, pero creo que hay que hablar de lo que te pasa. Y si hay que poner la palabra chat en una canción, tienes que ponerla. Yo me siento supersolitario en las temáticas que estoy abordando. Álex Anwandter usa un lenguaje difuso, más ambiguo, quizás. Javiera Mena me parece bacán, pero ella canta desde otro lugar, el del baile... yo no soy un gay de fiestas. Voy a las fiestas, pero miro desde un rincón y me emborracho. Mis canciones están conectadas con la tristeza y con la ironía que la amortigua. Muchas canciones son heridas bien antiguas que cobraron forma musical.
Muchas de estas mismas inquietudes las alarga Sebastián en las ciento diez páginas de una novela que está a punto de subir a la web. El fin del mundo, y qué tanto es un relato en primera persona singular, que se inicia con un terremoto que deja a Santiago sin televisión ni acceso a internet. Al escribirlo, su autor se dio cuenta que, en canciones o en textos, “lo que me va es contar historias, y en la novela encontré un modo de compartir cosas que en las canciones no me caben”.
Se repiten allí muchos de los temas presentes en El hambre, como esa doble necesidad de un amor que pueda cuestionarse a sí mismo. Está, por ejemplo, en estos versos de “Varita mágica”: “Que me prueben que el amor que / nos han contado desde niños / es más que un simple escapismo. / Y que me va a tocar / un día a mí también”. Quien canta no es un derrotado sino más bien un buscador.