Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Mayo 14, 2014

© José Miguel Méndez

“La ciencia ficción es más que nada, para mí, una forma de percibir las cosas que me permite ser muy libre y meter todo aquello que quizás en otros libros no podía entrar”.

“Cuando comencé a escribir ‘Iris’ sentí que, para bien y para mal, quería tirarme al abismo. Quería incluir mis delirios y mis obsesiones, tratar de no domesticarlos”.

Xlött.
Xlött los va devorar a todos en una comunión extática de la que sólo pueden sobrevivir los fuegos fatuos que bailan sobre la tierra quemada. Xlött es dios y el diablo y es la belleza que yace tras el miedo que está ahí, detrás de todo. Xlött es un dios, un dios antiguo e implacable. Ominoso, Xlött es la figura tutelar que anima la peculiar mitología falsa de Iris, la nueva novela de Edmundo Paz Soldán (1967). A Xlött se encomiendan quienes ponen bombas y se convierten en mártires, los que asaltan los pueblos controlados por el enemigo y prenden fuego a la revolución.

Para explicar lo anterior, para detallar cómo funciona el mundo complejo de Iris, habría que detallar que Paz Soldán, que con sus primeras novelas hizo de narrador testigo de los procesos de modernización de Bolivia, hace cinco años -con Los vivos y los muertos (2009) y luego con Norte (2011) - empezó un camino más complejo y sinuoso, se volvió más oscuro, se volcó a los traumas del cuerpo y del lenguaje como categorías que cruzaban no sólo sus obsesiones personales sino las de un continente de fronteras borrosas.

Iris es la conclusión casi natural de aquel proceso, pero también el paso a un nuevo estado. Alucinado, carente de cualquier clase de concesión que no sea a las reglas del mundo que está creando, en Iris se cruzan el Conrad de El corazón de las tinieblas con la resaca feroz de los soldados que ocuparon Medio Oriente durante la administración de Bush. De este modo, acá conviven las visiones extáticas de personajes al borde de sí mismos con una escritura que tantea cómo narrar todo aquello, cómo hacerse cargo de la violencia y la maravilla. Relato de ciencia ficción, acá se narran los últimos días de la invasión humana a un planeta minero. Focalizado en cinco personajes (donde destaca Reynolds, un soldado psicópata que dirige un escuadrón de la muerte, y Orlewen, un nativo minero que luego se transforma en santo, mártir y ejecutor de la insurrección), Paz Soldán construye un mundo completo que el lector visita a través del relato intenso de una guerra sucia (donde aparecen los ecos y los traumas de Irak y las guerrillas latinoamericanas) y donde también detalla con precisión su mitología ficticia.

 Por supuesto, aquello no funcionaría si Paz Soldán no hubiese dotado a ese panteón particular de santos y asesinos de un lenguaje que los describa. Gran parte de la fuerza de la novela descansa en una prosa construida a partir de las mutaciones de un español salpicado de un léxico imposible, que posee una densidad particular. El saldo es una experiencia compleja, un relato sometido a las contracciones de esta lengua ficticia, un español futuro que se acomoda para narrar lo imposible. Así, en Iris conviven las drogas alucinógenas con un milenarismo brutal, donde la descripción de un paisaje extraterrestre se propone como un lugar de desolación y de espanto, pero también de visiones místicas, una ciencia ficción original, hecha de una poesía seca y ambigua, siempre feroz.

-Tengo una teoría. Si en tus primeras obras tu obsesión era el paisaje de la modernidad latinoamericana, ahora (desde Los vivos y los muertos hasta Iris) es la violencia. ¿Tienes claro en qué momento se produjo ese cambio?
-A mediados de la década pasada tuve una crisis personal muy seria, que me hizo replantearme incluso qué escribía y por qué. Sentía que había zonas oscuras mías que no me animaba a tocar. También sentía que me había vuelto un muy correcto escritor realista, alguien alejado del adolescente al que le gustaban cosas más delirantes. Mi reconexión vino en dos niveles, en el personal, animándome a hurgar esas zonas escondidas de mi psiquis -mi deseo de explorar por qué usamos la violencia como lenguaje, ver qué hay detrás de esas pulsiones-, y en el literario, dialogando de manera más intensa con la literatura de género, desde el policial y el horror hasta la ciencia ficción, y aquí también incluyo el cómic. Ahí, de pronto, siento que el cambio se produjo entre la primera versión de Los vivos y los muertos y la última. Comenzó como una novela realista sobre unos adolescentes confundidos, terminó como una novela sobre la forma en que convivimos con la violencia y sobre la literatura como una sesión espiritista.

-Hurgaste en zonas escondidas de tu psiquis. Volviste cambiado, ¿cómo miras lo que hiciste antes?
-A ratos veo cosas que hice antes y las desconozco, pero luego me digo, bueno, literalmente, las hizo otra persona. No entiendo a esa otra persona, al menos no del todo, y espero en unos diez años no entender a la que está escribiendo hoy.

-¿Cuáles eran esas lecturas que mencionas? ¿Qué puede llegar a ser delirante en América Latina?
-Cruzar los cómics de El Tony y D’artagnan con Erich von Däniken. Robarle a mi papá los libros de Xaviera Hollander. Cosas que vas dejando de lado porque te gradúas a libros más serios, sin darte cuenta que te alimentaban mucho la imaginación.

 -La ciencia ficción más interesante es justamente la que tiene una especie de voluntad total, al modo de Dan Simmons o Brian Aldiss. Eso está en Iris también, esa idea de que en la novela cabe todo, como si intentaras reescribir tradiciones diversas que incluyen tanto las fotos del presente como el canon. Esa voluntad total no estaba en tus otras novelas, que son más acotadas. ¿Cuándo te diste cuenta de que Iris se internaba en ese nivel de complejidad?
-Para crear la mitología de los irisinos había comenzado con la ciencia ficción, con Hyperion, de Dan Simmons. Su monstruo era un buen punto de partida para Xlött. Todavía estaba, digamos, jugando dentro del género. Y de pronto, me acordé de una tradición guaraní, del Kurupí, que había leído en un cuento de Roa Bastos. Y eso me llevó a leer un libro de Chatwin sobre los aborígenes australianos, y una tradición de ellos conectaba mucho con ciertas imágenes poéticas de Jaime Sáenz (“perder el cuerpo”, “caer al cielo”) que me podían servir para la novela. Me acordé de los Naufragios de Cabeza de Vaca, y de ahí me robé a Malacosa y Malhado. Pero algo le faltaba a Xlött, y lo encontré en la tradición boliviana del Tío de las Minas. En todo ese proceso me di cuenta que la novela se iba convirtiendo en un compendio de todos mis intereses. Una suerte de máquina procesadora y remezcladora de alguien que siempre ha sido muy abierto en sus lecturas, pero que a la hora de escribir no sabía cómo integrarlas. La ciencia ficción es más que nada, para mí, una forma de percibir las cosas que me permite ser muy libre y meter todo aquello que quizás en otros libros no podía entrar.

-Cuando leí Iris me quedó la sensación de que el final no era el final. Después me dijiste que habías escrito un libro de cuentos completo. Me parece interesante el sabotaje que Iris supone a la idea de una obra finita, terminada. ¿Cuándo te diste cuenta de que te ibas a quedar a vivir ahí por un rato?
-En la tercera parte de Iris me puse a contar el pasado de Reynolds, el líder de los soldados psicópatas, y se me alargó y sentí que era una digresión que frenaba el flujo de la historia. Entonces lo saqué de la novela, y un día la convertí en un cuento y descubrí que había muchas otras cosas de ese mundo que estaba descubriendo y que no eran necesarias en la novela y que podía trabajarlas como cuentos. Los cuentos fueron saliendo, y me di cuenta que había muchas otras cosas, y que para eso necesitaba más libros. En eso estoy.

EL SECRETO DE LA CIENCIA FICCIÓN

-Una de las obsesiones de Iris es el lenguaje. ¿Cómo fue el proceso de crear la lengua de la novela?
-Uno de mis puntos de partida era que si estaba narrando un paisaje cambiante y una subjetividad cambiante, también necesitaba un lenguaje cambiante. No quería narrar una cosa algo delirante con un lenguaje bien comportado. El desafío era encontrar un lenguaje y, a la vez, como dice Piglia, tener en cuenta que la lengua no es una propiedad privada, que se pueden intervenir el léxico o la sintaxis, pero no las dos cosas a la vez. Me puse a experimentar hasta dar con el tono. Intuía que nos iríamos moviendo hacia un español cada vez más políglota, y eso me ayudó a incorporar palabras y conceptos de otras lenguas. También sabía de los riesgos que tienen algunas novelas de ciencia ficción, de ser escritas en una jerga especializada, y no quería caer en eso, aunque estoy consciente de que el ingreso al mundo de Iris, las primeras páginas, es algo abrupto.

 -¿El secreto de la ciencia ficción no será, antes que inventar un mundo, el acto de habitar una lengua?
-Es el secreto de cierta ciencia ficción, porque en general prima la trama o el registro “visionario”. La ciencia ficción interesada por el lenguaje, la de la “nueva ola” de los 60 y 70 -Ballard, Tiptree, Le Guin- es de las que más han abierto puertas y nos puede enseñar cosas hoy.

-De hecho, Ballard es, lejos, uno de los lectores más confiables y lúcidos del surrealismo y su legado. ¿Será el género de sici-fi el lugar donde fueron a parar los procedimientos de las vanguardias?
-Más que un género, el sci-fi es una mirada, una manera desplazada de acercarte a la realidad. El procedimiento consiste en desplazar algo de tu entorno, dotarlo de un registro “visionario”, jugar a que te interesa sobre todo lo que ocurrirá dentro de muchos años, cuando en ese desplazamiento lo que de veras te interesa es lo que en principio estaba cerca, pero no se podía ver con tanta claridad. El sci-fi es un arte nominalista, de ahí salen conceptos como “robot”, “simulacro”, “cíborg”, “posthumano”, “ciberespacio”, etc. Nombrando el futuro, ha terminado nombrando el presente.

-Una cosa que tiene Iris y que me gusta mucho es el hecho de que se opone a la lógica de gran parte del género fantástico actual, que tiene ese deseo por ser filmado o adaptado. Iris, en cambio, por su dificultad, opera en otro nivel, más íntimo, pero también más terrible. ¿Ahí hay un gesto en contra de esa sci/fi con ambición de ser mainstream, de ser carne de adaptación?
-Hay momentos en que uno avanza paso a paso y otros en que se tira al abismo. Cuando comencé a escribir Iris sentí que, para bien y para mal, quería tirarme al abismo. Quería incluir mis delirios y mis obsesiones, tratar de no domesticarlos. Incluso quería respetar ciertas imágenes que se me aparecían y que ni yo mismo entendía del todo, pero deseaba incorporar a la novela, porque creo que la literatura no siempre funciona a través de lo inteligible sino a través de frecuencias más viscerales, menos lógicas. En realidad mi gesto no era tanto contra algo sino a favor de aquello que la literatura tiene de irreductible.

-En la novela algunos personajes en trance fabrican pequeñas esculturas . Hay ahí una metáfora muy bella y feroz de la escritura como disciplina: el objeto de arte es el testimonio de lo que sucede en otro mundo, el souvenir de un paseo por el infierno.
-Esos uáuás son mi versión de los hronir borgianos: algo que imaginamos con tanta fuerza que quizás pueda terminarse imponiendo en la realidad. Eso es la literatura para mí.

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