Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Junio 4, 2014

“Tenemos fotos preciosas juntos. Yo toqué Chopin a la luz de la luna; tú bailaste desnuda y caímos en los arbustos. Pero la verdad es que no estoy interesado en mantener una relación con una humana ahora mismo. De hecho, creo que soy gay”, le dice Beast a su novia en el número 125 de New X-Men. Mientras, se está acabando el mundo y hay una invasión extraterrestre en marcha. La muchacha es una periodista. Beast es un mutante gigantesco de color azul con aspecto felino que lee poesía simbolista y toca la batería. Bestia, se revelará varios números después, no es homosexual pero hace esa declaración con una clara voluntad política, un modo de “desafiar los prejuicios sobre lenguaje, géneros y especies”.

Esta confesión es uno de los puntos altos del paso del escritor escocés Grant Morrison por el cómic X-Men, hace casi quince años atrás, en el momento exacto en que la primera adaptación al cine de Bryan Singer se estrenaba. Más allá de que en ambas obras los trajes de superhéroes de colores chillones hayan dado paso a los uniformes de cuero negro, el cómic era harto más interesante que la cinta. Mientras Singer abría la puerta para que apareciese la plaga de versiones cinematográficas de historietas de superhéroes que nos asolan hasta el día de hoy, Morrison trabajaba mes a mes en un laboratorio de ideas sobre el presente, “sobre el amanecer de un futuro con nueva música, nuevos sueños, nuevas formas de ver y de vivir (…) una avanzada del futuro aquí y ahora”, según anotó después en Supergods, el ensayo biográfico que le dedicó al género. Con esto, traía de vuelta al cómic algo que estaba en su origen, cuando fue creado en 1963 por Stan Lee y Jack Kirby; aquello era una extrañeza que metaforizaba las tensiones raciales y sociales de su época, por más que se tratase de un gesto que funcionaba la mayoría de las veces de modo decorativo. Porque si bien en X-Men cualquier pretensión autoral (como la de artistas como John Byrne) estaba subordinada al funcionamiento comercial de la marca y sus infinitos derivados, a veces se colaban trabajos de contrabando y guerrilla inoportunos e inesperados, como el de Morrison o los de Peter Milligan/Mike Allred, quienes estuvieron a punto de incluir a una Lady Di zombi en X-Statix, que era un cómic paródico sobre la violencia, la identidad sexual y el culto a las celebridades. 

Ahora que se ha estrenado X-Men: días del futuro pasado, nuevamente dirigida por Bryan Singer, vale la pena recordar aquella lectura subversiva (que no eran más que los apuntes sobre la vida en los primeros años de este siglo) y preguntarse cuánto queda de ella en una cinta como ésta. No mucho, la verdad. Singer, que es un artesano riguroso, tomó el título y la anécdota de un viejo cómic de los 80 (de la época de Chris Claremont y Byrne, acaso el momento dorado de la franquicia) y lo usó de esqueleto para apilar sobre él una colección de fastuosas escenas de efectos especiales, cada una más espectacular que la anterior. El resultado es una suerte de collar de perlas falsas, algo hecho de materiales huecos y desprovistos de sentido. Sí, la película es bastante más interesante que El hombre de acero, la imbecilidad que Zack Snyder perpetró sobre Superman, pero también es imposible no preguntarse si el goce que Singer pone en las escenas de destrucción masiva (como cuando Magneto arranca un estadio de cuajo y lo hace flotar sobre la Casa Blanca) no encubre su profundo desprecio sobre el material humano del relato, que apenas se sostiene con un delgado hilo que ata las secuencias.


Alan Moore decía que una posible adaptación de “Watchmen” debía ser cómo las películas de Jean Cocteau. Quizás se refería a que el modo natural de pasar del cómic al cine consistía en subrayar su condición de simulacro, en desplegar un artificio antes que un gesto hiperreal.

SINGER VS. JODOROWSKY
Años atrás, al ser consultado sobre una posible adaptación de Watchmen al cine, Alan Moore decía que debía ser como las películas de Jean Cocteau. Con eso, quizás se refería a que el modo natural de pasar del cómic al cine consistía en subrayar su extrañeza y su condición de simulacro, en desplegar un artificio antes que un gesto hiperreal. X-Men: días del futuro pasado está construida a partir de ese gesto hiperreal, pero también lo lee desde la pompa y la felicitación de algo parecido a una falsa modestia, de una precisión documental que se revela como falsa e impostada, acaso grave; por más que la película sea veloz y tenga la virtud de hacerse cargo de modo retrospectivo de su propia mitología. Ese gesto -de corregirse, de reescribirse- es interesante a priori, pero acá resulta tautológico e inverosímil. Al leer a los X-Men de modo literal, Singer deja de entenderlos. Donde otros (Claremont, Byrne, Morrison, Milligan, Allred y muchos autores más) vieron una fábula camp sobre dioses y monstruos, Singer construye una distopía mezquina que aspira a ser una versión en 3D del Holocausto, una shoah de rayos láser y robots asesinos.

Pero esa distopía fracasa. La cinta, recargada en su esfuerzo, está hecha de imágenes vacías. Por lo mismo, llama la atención que se estrene en el momento que el documental Jodorowsky’s Dune, de Frank Pavich, comienza a circular entre los fanáticos. Jodorowsky’s Dune cuenta cómo el chileno, que era la estrella under que había hecho El topo y La montaña sagrada, viajó en la década del 70 a París para filmar una adaptación de la novela Dune de Frank Herbert. La película incluía una banda sonora compuesta por Pink Floyd, las actuaciones de Dalí y Orson Welles y los diseños de Giger, Chris Foss y Moebius, que hizo un storyboard de 3 mil páginas. Por supuesto, fracasó. La película nunca se filmó, pero se convirtió en un fantasma que nos acecha hasta el día de hoy: sus ideas se colaron en cientos de obras más, aparecieron tanto en Star Wars como Alien, alimentaron las raíces desde donde brotó nuestro imaginario fantástico. “Quiero que este plano secuencia atraviese el universo completo”, declaraba Jodorowsky sobre el modo en quería adaptar la obra de Herbert. Viendo X-Men: días del futuro pasado es posible vislumbrar la distancia entre la mirada visionaria del chileno y la pobreza de ideas de Singer, entre un artista que quería crear un mundo y otro que es sólo el funcionario de un estudio en busca de una franquicia a la cual estrujar. Es la distancia que separa los sueños de las pesadillas y el tedio, los fuegos fatuos de la ambición, de la chatura en que el cine de entretención se ha convertido, despojado de ideas originales, concentrado como está en su propio espectáculo hueco.

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