Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Junio 25, 2014

En un país como Chile, donde todos sienten que deben tomar una posición, creo que ha llegado la hora de decirlo: entre Alejandro Jodorowsky y Raúl Ruiz, me quedo con Jodorowsky.

En un país binario, en un país donde de inmediato te tienes que definir, donde tus gustos y tu origen te salvan o te condenan, donde todos sienten que deben tomar una posición, creo que ha llegado la hora de decirlo: entre Alejandro Jodorowsky y Raúl Ruiz, me quedo con Jodorowsky.

Lejos.

Jodorowsky es y no es nuestro, y sin embargo en el enorme territorio que ha sido invadido por la cultura pop es lejos nuestro Neruda. Es quizás uno de los chilenos más conocidos en el exterior, y en los círculos de París, Hollywood y Nueva York es considerado tanto un maestro como un excéntrico. Ambas cosas son ciertas.  Cuando Jodorowsky dejó Santiago en los 50 se propuso no regresar hasta triunfar. Triunfó: a su manera, en un nicho, pero triunfó. Alteró la mirada de muchos. Le dio un nuevo significado al término estados alterados y viaje-en-ácido.

Ahora por primera vez tiene la oportunidad de hacerlo masivamente con La danza de la realidad, el que quizás sea su último filme y la que claramente es su obra más personal, más narrativa y más “normal”. El público está respondiendo y la crítica merecidamente la ha aplaudido. Por fin. Cuando Jodorowsky se transformó en un director de culto, con El topo y La montaña sagrada a comienzos de los 70, Chile estaba viviendo otros cambios, otros viajes. No era el momento. Ahora, si bien aún no es considerado por el oficialismo como parte uno de nuestros tesoros, el tiempo es el adecuado para que este héroe de nichos (cómics, tarot, cine indie bizarro) dialogue con el país que diseñó su disco duro.

Se fue (como tantos) muy joven, pero aún no regresa a nivel cultural y no quiere regresar como ciudadano. Quizás sea para mejor: parte de su gracia -de su mito- es que, dentro de las bibliotecas, peñas y cinetecas donde se toman las decisiones, Jodorowsky es al final un otro: un freak, un payaso, un charlatán, un loco que hace cómics, un gurú, un chanta. Al final es un “judío de Tocopilla”. O sea, no es nuestro.

Error. Grave error.

Hace un tiempo le preguntaron en The Clinic qué le pareció que no le dieran el Fondart. Jodorowsky respondió: “Bueno, me parece realmente una estupidez, jajá”.

Y después le preguntaron si vendría al estreno en Chile de su película, y dijo: “No, no voy. ¿Cómo voy a ir? Jajajá. Si renunciaran todos los jurados del Fondart iría, te juro que iría, pero tendrían que renunciar”.

Jodorowsky es punk, nadie de la “escena” habla así. Ruiz no hablaba así, entre otras cosas porque era parte del establishment, por mucho que pareciera que no (poca gente ha sido tan valorada por una obra tan poco vista). Algo parecido sucede con Jodorowsky: tiene pocos filmes, sólo se estrenó Santa sangre, y el número de aquellos que han visto sus películas es escaso.

Si en el mundo entero los melómanos sienten que deben tomar la opción entre The Beatles y The Rolling Stones, creo que la disyuntiva local entre nuestros “dos cineastas parisinos” es válida. Jodorowsky quizás no es el mejor de los músicos, pero es el más rockero y el que da todo de sí en escena. Ésa es la gracia de Jodorowsky: a los 85 años sigue tan fresco, demente y lúcido como a los 30.

En todo caso, no se trata de ningunear a Ruiz (insisto: Ruiz ya es canon, Jodorowsky es como el wasabi: un gusto adquirido) pero, si es cierto eso que dicen que una posible manera de medir a un artista o un filme es querer tener sus afiches en casa, entonces Jodorowsky suma puntos. Jodorowsky es coleccionable. Provoca, divide,  empodera, emociona, traumatiza, se entrega. Un amigo me dice que la gran diferencia entre Ruiz y Jodorowsky es que si uno encierra a un grupo de gente en un cine y proyecta a Ruiz, se duermen o no entienden; si colocan una de Jodorowsky gritarían e intentarían huir.

Es más: aceptando que es más probable que Ruiz sea más artista, más refinado y culto, y su inabarcable obra esté llena de joyas que pasarán a la historia, aun así me quedo con Jodorowsky. Este ser libre e inclasificable no se queda quieto (cine, teatro, pantomimas, cómics, tarot, psicomagia, novelas, libros de autoayuda, progenitor) y su obra, irregular, estridente, grotesca, tosca, demente y a veces burda es también absolutamente coherente (es un auteur, cumple a cabalidad con todas las exigencias de la teoría del autor), sus obsesiones son ya casi tics (enanos, genitales, caballos, funerales, gente tullida y mutilada), e incluso cuando se sobregira, crea imágenes imposibles de borrar. Jodorowsky no es museo, no es asilo de ancianos, es un mosh pit, es un fiesta en una disco de provincia con demasiada mefedrona, es ir a Spencer Tunick jalado en pleno invierno, es una tienda de cómics en el Eurocentro pasada a incienso y a tinta de tatuajes.

Sigo: este país sería otro si nuestro Raúl Ruiz (es decir, el artista que queremos querer) hubiera sido Alejandro Jodorowsky. ¿Dónde están el Premio Nacional de Arte, la rotonda Jodorowsky, la biblioteca comunal, el puto apoyo del Fondart? Jodorowsky es disperso y bruto (no sabe encuadrar quizás y sin embargo a veces filma como los dioses), y tiene algo de disco también (dale y dale y sigue dándole: lo importante en danzar). Es metalero y reggaetonero. Es además siútico, relamido, intenso; confunde metáforas con metaforones, pero como el mejor arte popular es capaz de remecer al no esconderse tras mucho cortinaje literario e intelectual.

En La danza de la realidad se adapta a sí mismo y a trozos de su errática y entrañable y potente novela homónima. Filma y le da valor mítico a Tocopilla y logra estirar tanto la cuerda, que incluso cuando uno cree que lo que está filmando no debería resultar, aparece su magia. Jodorowsky aparece como él mismo y como un niño con cabellos rubios, y la cinta, bastante narrativa, cuenta la epopeya del niño para conectar y separarse de sus excéntricos padres. La danza de la realidad no es tanto cine como terapia con circo, teatro, performance y venganza de por medio. No debería funcionar y funciona. Quizás porque la obra -toda la obra de Jodorowsky- es sincera, no impostada, real aunque ocurra en un mundo supuestamente irreal. Jodorowsky le da un buen nombre al realismo mágico porque su meta no es querer acariciar y hacer soñar, sino que su meta es despercudir y recrear pesadillas. Su cine es bizarro, sí, es intenso, sí, es autocomplaciente y ególatra, sí, pero no es condescendiente, no está amarrado a modas y no busca acariciar y consolar sino aterrar y remover. Es cine más clase baja, más masivo, más kitsch. Retuerce los géneros: el western, el melodrama, aquí la cinta-de-arte-tipo-Amarcord. Su arte a veces es burdo, quizás vulgar, es decididamente sobregirado, pero es tan profundamente chileno (tsunamis, terremotos, fiestas de borrachos, circos de travestis, dictaduras, funerales, el Persa) que al final asusta y hasta choca a aquellos que desean administrar un Chile pintado al óleo en gamas más opacas, sin estridencias, que apela a la idea de un pasado más republicano, civilizado y pícaro. Jodorowsky no es eso: es Roberto Matta en una pelea de barro con Sergio Larraín y Lemebel de árbitro. Es el viejo Chile de Il Bosco y la poesía de Stella Díaz Varín fusionados con los matinales y las fondas y los Juegos Diana, que ahora son hipster. Jodorowsky es el tipo de artista visceral (el link con Parra, Lihn y Bolaño es evidente), con poco intelecto y cero filtro; para él todo es performance y si bien puede ser agotador, nunca cansa del todo. Tiene soltura para crear imágenes, construir y deconstruir mitos y sorprender; no sé si es capaz de narrar, pero qué importa cuando al final todo lo que sucede y todos los que aparecen en La danza de la realidad son imposibles de olvidar.

Nadie hace las cosas como Jodorowsky.

Después de ver La danza de la realidad nadie dudará de eso.

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