Quizás la añeja exigencia de una novela sobre la dictadura termina de zanjarse con este libro encontrado de Nicanor Parra y con la sugerencia de que fue la poesía chilena la que terminó haciéndose cargo de esa obra imposible, con nombres disímiles como Lira, Lihn, Zurita, Elvira Hernández o Sergio Parra.
Sincronía: en el mismo momento en que se descubre una veintena de poemas inéditos de Pablo Neruda, se publica un poemario perdido de Nicanor Parra. Sabemos qué pasó en ambos casos. Sabemos que al examinar las cajas con los manuscritos del autor de Crepusculario, Darío Oses se encontró con textos que no pertenecían a ningún libro y que estaban rigurosamente inéditos. Sabemos que fue un hallazgo el hecho de que en una conversación grabada con René Costa, Adán Méndez descubrió que ahí Parra leía completo un libro que se presumía perdido: Temporal, un libro sobre 1987, sobre las catástrofes naturales de ese año y cómo los chilenos lidiaban con ellas. Sabemos también que, en cualquier caso, ambos descubrimientos eran sorprendentemente venturosos, dadas las efemérides (los 110 años del nacimiento de Neruda y el cumpleaños nº 100 de Parra). Por supuesto, también sabemos que una distancia gigantesca media entre ambos hallazgos: mientras que una colección de poemas inéditos de Neruda más bien parece una excentricidad o una nota al pie en la inmensa biblioteca levantada en torno al vate, un volumen completo de Nicanor Parra puede ser leído como un acontecimiento.
Creo que no exagero, gracias al hecho de que Temporal (publicado por Ediciones UDP) es una obra feroz, carente de contemplaciones, un ejercicio de literatura política construida como una especie de síntesis de lo que sucedió en el invierno de aquel año, de tal modo que aquella poesía hecha en tiempo presente bien puede funcionar como una crónica de época. Anota Parra: “Los comunistas tienen la palabra / los extremistas tienen la palabra / Sursum corda / los degollados tienen la palabra”.
Así, este libro demuestra que, antes que una caricatura o un lugar común, la obra de Parra es un enigma que atravesó la segunda mitad del siglo pasado para llegar al presente y continuar siendo inclasificable. En algún punto, hace décadas, la misma idea de la escritura se rompió ahí. Parra legitimó el gesto de apropiarse de otras voces, reinventó los ready-mades a su manera, volvió a la traducción un laberinto o un abismo, no sin antes convertirse en un pedagogo que hablaba por medio de discursos vacíos; un ciudadano que colgaba los rostros de los presidentes de Chile en el subsuelo de La Moneda.
De este modo, lo que está en el poemario es la voz de Parra, su deseo de fundirse con un registro más amplio, de desaparecer en una corriente mayor, que es la del colectivo. Antes, el poeta se había apropiado de registros como el del Cristo de Elqui, que era un disfraz hecho de puro caos y sabotaje, una piel hecha de otras pieles. El Cristo de Elqui, con sus máximas hechas de soledad y sinsentido, siempre fue una trampa; pues lo importante de su discurso estaba en lo que callaba, en lo que podíamos ver entre líneas porque así se escapaba de la censura y exorcizaba el horror gracias a su comedia agria. La parodia descansaba en el silencio, en la condición ominosa de una voz lanzada hacia delante, perdida en el territorio.
Ahora mismo, en Temporal, cualquier trampa ha desaparecido. En Temporal, la voz de Parra aparece desnuda: cuando todos los disfraces han caído, la lengua se presenta como un desastre, como una catástrofe natural. “No debería desbordarse el Mapocho / Tajamares a diestra y siniestra / Muros de contención y terraplenes / Excavaciones de profundidad / Es un error culpar a las autoridades / Hemos hecho todo lo que se puede hacer / En un país misérrimo como éste”, anota.
El gesto es lo que el autor llama el registro del “lenguaje de la tribu”: los vaivenes exactos de un mundo colapsado devueltos como literatura, una literatura hecha de rabia y escombros: “A estas alturas ya debiera saberse / que conmigo no corren los semáforos / arraso lisa y llanamente / con lo que se me ponga por delante / el alcalde está loco / no respeto los monumentos de mármol / y voy a respetar esta basura”.
Así, habría que preguntarse qué significa Temporal ahora mismo: la vuelta a los ochenta no es un acto de moda vintage sino la percepción de una violencia que se despliega sobre el territorio, que cambia el paisaje. Los ochenta, esa década que por alguna razón se ha vuelto un mito fundacional de nuestro presente, aparece acá despojada de cualquier nostalgia, devuelta con una claridad que resulta insoportable. Esa nitidez siempre le ha interesado a Parra, aunque yazga en ella el riesgo de una violencia sin remisión, apenas atenuada por un humor, en el fondo, agrio. De hecho, lo más radical de sus Artefactos, por ejemplo, es justamente el hecho de que es la violencia verbal de ese humor la que termina arrasando el sentido de lo que refiere. Por lo mismo, la poesía en Parra es un golpe de genio, pero también una iluminación oscura. En el caso de Temporal, aquello se convierte en pura precisión. Despojado de retórica, el poema se vuelve una naturaleza muerta, una colección de escombros, el racconto de lo que sucede cuando se deambula por un lugar inhabitable. La dimensión política del libro descansa ahí también: el lector accede a una clase de material defectuoso (la catástrofe es una metáfora de la dictadura) que sólo puede volver como poesía: “Hagamos una vaca / Para ayudar a los damnificados / Que Don Francisco se haga cargo del muerto (…) Apocalipsis now here”, Por supuesto, Temporal no está solo en esta búsqueda; habría que leerlo al lado de La aparición de la Virgen o de los collages sonoros de los primeros discos de Electrodomésticos, por ejemplo. En todos está el deseo de capturar lo que está en el aire para interrogarlo, para preguntarse cómo funciona y por qué hace tanto daño.
Así, gracias a la capacidad de registrar las grietas en el lenguaje, en Temporal la costra de cualquier lugar común cede y aparece una poesía en carne viva, la fotografía de un país descrito a medio camino entre la catástrofe y el abatimiento, una clase de paisaje disonante que siempre le ha interesado al autor. De hecho, quizás la añeja exigencia de una novela sobre la dictadura termina de zanjarse con este libro encontrado y con la sugerencia de que fue la poesía chilena la que terminó haciéndose cargo de esa obra imposible, con nombres disímiles como Lira, Lihn, Zurita, Elvira Hernández o Sergio Parra.
Leer Temporal es confrontar ese espectáculo complejo y devastador, pero también quizás la sugerencia oportuna y azarosa de cómo comprender a Parra ahora mismo, en el borde exacto de su centenario. Por lo mismo, Temporal adquiere valor en la medida que nos hace preguntarnos de nuevo quién es y qué significa para nosotros. Ahí, toda su literatura puede ser leída como una colección de anotaciones sobre un mapa vivo de Chile, el mapa extraño de un territorio siempre cambiante. Entregándose a la confusión y despreciando toda etnografía, en Temporal Parra se reafirma como el testigo perplejo y violento de nuestro siglo; de algo que sólo puede descifrar por medio del arte, acaso una comedia horrorosa y desconcertante.