Por María Ignacia Pentz Julio 2, 2014

© Renato Ghiazza

“Cometí lo que para muchos es un suicidio profesional: dejar un trabajo en el que no pagas impuestos, en el que eres respetado, en el que hay ciertas ventajas y estás en contacto con cosas que son parte de la historia, y me lancé al arte, que es todo lo contrario. Es una total inseguridad, es una total angustia tener que mostrarse”, dice Jota Castro.

Tiene 48 años y mucho que contar. Su historia es larga. Compleja también. Nació en Yurimaguas, Perú. Era considerado un rebelde y a los 15 años lo echaron de su casa. Tuvo que vivir en la calle durante tres meses hasta que ganó un concurso de poesía joven y, gracias a una beca, viajó a París. Estudió Literatura, mientras descubría un mundo nuevo. Sin embargo, perdió la beca. Parecía que todo se acababa, pero no: empezó a estudiar Derecho y Ciencias Políticas, y unos años después, a mediados de los 80, inició su carrera como diplomático. Esa iba a ser su vida. No estaba mal. Trabajaba en las Naciones Unidas, recorría el mundo, hacía lo que le gustaba. Pero algo no cuadraba. Luego de trece años trabajando como diplomático, decidió dejarlo todo para dedicarse al arte. Eso era lo que quería y eso es lo que hace hoy. La primera obra que lo deslumbró fue un cuadro de hilos eléctricos de Michelangelo Pistoletto. Tenía siete años y lo marcó para siempre.

Eso es sólo un repaso de la vida de Jota Castro, el artista franco-peruano que el 10 de julio inaugurará una exposición en nuestro país: De vida no se puede vivir, en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) del Parque Forestal. Allí, como es habitual en su obra, cuestiona lo insólita que son las estructuras políticas y sociales del mundo. Esas injusticias y discriminaciones basadas en el dinero, que no tienen ninguna razón de ser. “Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”, dice el artículo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano en el que basa esta muestra. Es su segunda exposición en Chile: en 2010 expuso Low cost tour, ocasión en la que además abrió la Galería González y González, que fundó junto a Patrick Hamilton y Daniella González.

Su camino como artista empezó en la década del 2000 y gracias a sus intervenciones e instalaciones logró hacerse un nombre a nivel internacional. “Yo tengo suerte porque se me conoce, pero hago esto sólo desde hace doce años”, explica Castro, que luego de dejar su trabajo en la Comunidad Europea y las Naciones Unidas, tuvo la posibilidad de mostrar su obra rápidamente. De hecho, ha sido dos veces curador de la Bienal de Venecia, y como artista ha participado en las bienales de Tirana, Praga y Corea, donde obtuvo el premio mayor, en el que es considerado el evento de arte más importante de Asia.

Siempre quiso ser artista, pero las cosas se dieron de otra forma. A edad temprana, su vida tomó un curso que ni él hubiera esperado. Siendo muy joven se vio solo en París, teniendo que ingeniárselas para vivir. Fue así como de pronto estaba estudiando en el Colegio de Europa, en Brujas. “Tenía una idea muy romántica de lo que debía hacer un intelectual, y yo ya me consideraba uno. Mis profesores me decían siempre que la mejor manera de interpretar el mundo era conociéndolo bien”, recuerda. Razón por la que siempre tuvo la idea de trabajar a nivel internacional y, claro, siendo diplomático lo pudo lograr. Trabajaba en zonas de conflictos y se preocupaba de los derechos humanos. Estaba siempre en terreno. Siempre viajando. Siempre en el lugar de los hechos. Le gustaba su trabajo, pero su pasión iba por otro lado. El arte seguía rondándole en la cabeza.

 

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Los 90 fueron años decisivos para Castro. Mientras vivía en Europa, tuvieron lugar hechos que marcaron la historia, pero también a él: el fin de la Perestroika, la guerra civil en Ruanda y los enfrentamientos étnicos entre los pueblos de la ex Yugoslavia, sucesos que precipitaron su salto al arte. Observar esto de cerca lo incentivó a atreverse, a vivir la vida como siempre quiso. A tratar las temáticas y conflictos mundiales a su manera.

Pero eso no sería lo único que determinaría su cambio: estando en Haití, en 1995, sufrió un ataque de dengue y malaria. Estuvo al borde de la muerte. Tuvo que hacerse una transfusión de urgencia, ahí mismo, con sangre que fueron a buscar al pueblo. Hoy recuerda: “Tengo suerte de estar vivo. Era un lugar infectado de sida”. Fue un aviso. “Yo tenía un comportamiento un poco suicida, quería ver todo desde muy cerca: el mal, el bien. Mirar, no solamente que me cuenten la historia. Quería vivirla”.

De ahí en más las cosas tomarían un curso diferente. Para principios del año 2000, Jota Castro ya había dejado la diplomacia y se dedicaba a hacer sus primeros trabajos en la calle. Fue ahí donde empezó. Su primera obra, en París, fue un póster de un hombre desnudo con la erección cubierta por la bandera de la Unión Europea y, al lado, escrito en sus diferentes idiomas: “Deseo de integración”, en alusión a los problemas sociales reinantes en ese momento.

Ya no estaría más en ese lugar de absoluta estabilidad. “En un momento me comencé a convertir en algo importante y me di cuenta de que me tenía que ir de ahí porque sólo tenemos una vida y si no la vivía yo, no la iba a vivir nadie”, dice. “Cometí lo que para muchos es un suicidio profesional: dejar un trabajo en el que no pagas impuestos, en el que eres respetado, en el que hay ciertas ventajas y estás en contacto con cosas que son parte de la historia, y me lancé al arte, que es todo lo contrario. Es una total inseguridad, es una total angustia tener que mostrarse”.

El derecho y las ciencias políticas serían su mejor escuela. Ambas le entregaron la habilidad de dar lecturas profundas a las cosas. Como él mismo lo dice, no abre la boca si no sabe de qué habla. Por otro lado, gracias a que conoció desde muy cerca cómo funciona el sistema, se puede permitir ser crítico. Y si hace lecturas políticas de ciertas cosas, no es desde una ideología en particular.

Castro necesitaba la libertad para hablar de los temas que le interesaban. “Siempre quise ser artista, pero no tuve el coraje”, dice. Al no tenerlo, sentía que comenzaba a mentirse a sí mismo: “No fue fácil, pero tuve mucha suerte porque pude comenzar a vivir de mi trabajo rápidamente”.

Antes, tenía que rendirle cuentas a un organismo, a un Estado, a otros. Ahora no tiene que darle explicaciones a nadie. “Como diplomático, trabajaba sobre lo que me decían que tenía que hacer. Como artista trabajo sobre lo que me da la gana”, asegura. Para muchos lo que más llama la atención es este cambio que, de alguna manera, es trasladarse desde el poder al arte. Y a un arte rupturista. 

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Quien ha visto sus obras, difícilmente las olvida. No more no less es una serie fotográfica en que distintos monumentos, como la Estatua de la Libertad o el Big Ben, son sostenidos por el ano de un hombre, imagen detrás de la que está la idea de la transculturación, de cómo las culturas dominantes se vuelven ley. O London Calling, pieza icónica de Castro: la bandera de la Unión Europea con cortes y vuelta a coser, como desgarbada.

Son obras irreverentes, que elabora con objetos cotidianos, industriales, que modifica o complementa para crear metáforas. Así es como llega al MAC, con algunas de sus instalaciones ya conocidas, como La última cena XXI -una reproducción de la escena bíblica pero armada con restos de basura y comida- y Amazonas (aka Merdolino) (A la derecha en la foto) -una suerte de árboles forrados en papel higiénico-, además de dos trabajos inéditos: Slow Future y El capital ya no es lo que era.

Cada una de sus obras le lleva tiempo. Cuando tiene una idea la investiga, la escribe en media página, y sólo luego de eso decide si vale la pena. Si no se convence leyéndola, entonces no la hace. Es muy metódico. “Siempre digo que como trabajo sobre problemas, hay tantos, que a final de cuentas todos los días tengo una nueva idea”.

Hoy tiene el oficio que siempre quiso. Le apasiona lo que hace, no hay duda de eso. “De niño era un estudiante muy complejo, y de repente descubrí que era bueno cuando había algo que me interesaba de verdad”. Y esto era lo que le interesaba, los conflictos mundiales. Vive de esto, no importa en qué circuito se mueva. No importa si es en la calle, en ferias, galerías o museos. Pero siempre fiel a su premisa: producir menos, producir mejor.

Así recapitula desde Polonia, donde está inaugurando una muestra, para luego seguir trabajando en los temas que lo mueven, como la ecología y la desigualdad de la educación. También para seguir obsesionándose con ciertos rincones, como el Norte Grande de Chile, lugar sobre el que está preparando un gran proyecto. Hoy no tiene un lugar fijo. Vive entre Bruselas y Dublín, donde están sus dos hijas. Su vida es un viaje constante.

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