“Joseph Beuys. Obras 1955-1985” muestra un trabajo impredecible. Porque Beuys buscaba darles otro significado a los materiales con que se encontraba; objetos que esconden un relato perturbador, que no provocan sensaciones inmediatas, sino más bien preguntas interminables.
Todo empieza con un mito, el relato de una historia que el propio Joseph Beuys contó una y otra vez, hasta convertirla en una pequeña verdad, en el origen de todo: el principio de su historia, una epifanía que iba a cambiar su vida.
Todo empieza con Joseph Beuys arriba de un avión de guerra, un avión nazi, en 1944, cruzando los cielos de la península de Crimea, territorio soviético en ese tiempo: se había alistado en la fuerza aérea alemana, tenía 22 años, estaban en plena Segunda Guerra Mundial, y él piloteaba ese avión en un día complicado, una tormenta de nieve, cuando lo derribaron. Entonces, cayó herido en tierra soviética. Estaba a punto de morir. Pero ocurrió el milagro -y vino el origen del mito-: lo rescató una tribu de tártaros y le salvaron la vida.
Tiempo después, cuando lo encontraron los alemanes, contaría que esa tribu de tártaros lo cuidó, le dio miel de abejas para comer, curaron su cuerpo con hierbas y grasas, y lo cubrieron con fieltro, para protegerlo del frío.
Miel, grasas, fieltro: los elementos de la supervivencia, del mito, de aquello que lo ayudarían a convertirse en otra persona. Porque después de sobrevivir a aquel accidente, después de que Alemania perdiera la guerra, Beuys comprendería que su destino estaba en otra parte.
Esos elementos iban a ser el origen de su trabajo. El inicio de la obra de Joseph Beuys, que terminaría convirtiéndose en uno de los artistas más importantes del siglo XX: un hombre que abriría nuevos caminos con sus performances -aktion, como las llamaba él- y sus instalaciones, que apelan a esa Europa de posguerra que intenta rearmarse.
La obra de Beuys es un registro de esas ruinas y de esa nueva vida. Es la historia de un sobreviviente, de alguien que trataría de llevar el arte a otros límites. Un arte salvaje e inclasificable, que se podrá ver en Joseph Beuys. Obras: 1955-1985, la retrospectiva que se inaugurará la última semana de julio en el MAC del Parque Forestal -en conjunto con la Fundación Itaú-, bajo la curaduría de Silke Thomas (Alemania) y Rafael Raddi (Brasil), luego de haber estado en museos de Río de Janeiro y Buenos Aires.
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La imagen de Joseph Beuys (1921-1986) es la de un hombre alto, con una chaqueta sin mangas, como de explorador, un sombrero de fieltro y un bastón, como lo retrató un par de veces Andy Warhol. La imagen del hombre que, tras sobrevivir a la guerra, entró a estudiar Escultura en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, leyó obsesivamente sobre religiones, chamanismo, botánica y zoología, y en los 60, luego de hacer esculturas, grabados y dibujos, ingresaría al grupo Fluxus. Aquí cambiaría toda su obra, porque descubriría las intervenciones públicas y los happenings, que serían el antecedente de sus performances. Beuys convertido en un provocador, a la manera de Duchamp y Andy Warhol: figuras que parecen desordenarlo todo, necesarias, incómodas.
Ya en 2010, se pudo ver en el MAVI una exposición de algunas obras de Beuys, principalmente su trabajo en acuarela. Sin embargo, en esta retrospectiva del MAC se profundiza más bien en su obra posterior, en las performances, instalaciones y en su trabajo con los materiales que marcaron su vida: fotos, cajas, un bastón de fierro, botellas y ese trineo de madera, sobre el que hay una frazada de fieltro, una linterna y un pedazo de grasa: todo lo que se necesita para sobrevivir, aquella imagen que encierra toda una vida, un mundo. Joseph Beuys. Obras: 1955-1985 muestra un trabajo impredecible, lejos de cualquier concepción tradicional del arte. Porque Beuys buscaba otra cosa: conferir a ciertos materiales una historia misteriosa y ominosa; objetos que esconden un relato perturbador, que no provocan sensaciones inmediatas, sino más bien preguntas interminables.
Y donde ocurre con mayor intensidad esto es en sus performances. Cómo explicar obras de arte a una liebre muerta será una de sus más rotundas aktion: 1965, una sala de arte en Düsseldorf, un lugar cerrado, lleno de cuadros, y Joseph Beuys con la cabeza untada con miel y pan de oro, vestido con su chaqueta sin mangas, de fieltro, caminando por la galería mientras sostiene una liebre muerta entre sus brazos. La imagen es desconcertante y a ratos inexplicable. Porque durante 20 minutos lo observaremos pasearse por aquella sala, mientras le habla al oído a la liebre muerta, como si le explicara cada cuadro que van viendo. No sabemos qué le dice, pero aquel paseo parece encerrar una de las claves para comprender lo que ha sido el arte contemporáneo -en 2005, de hecho, en el Guggenheim de Nueva York, Marina Abramovic reversionaría aquella aktion, generando un diálogo interminable-. Es una imagen siniestra, que se volverá a repetir, pero con otros elementos, con otro animal, en 1974, cuando realice una de sus performances más sorprendentes: Me gusta Estados Unidos y a Estados Unidos le gusto yo, en la que observamos a Beuys encerrado en una galería de Nueva York junto a un coyote: estuvieron ahí una semana, pero nosotros vemos un par de minutos, en los que interactúan con intensidad, mientras Beuys se envuelve en una frazada de fieltro y se transforma en algo parecido a la muerte. Es la imagen que explicita lo que piensa Beuys del arte en ese momento: hay que poner el cuerpo, intervenir la realidad, incomodar. Lo haría años después, también, cuando cofunda el Partido Verde y su obra gira hacia la denuncia ecológica. Antes de su muerte, en 1986, realizó un par de aktion, que consistieron en plantar árboles, de los que quedan algunos registros que también se podrán ver en esta retrospectiva.
No deja de ser curioso que sólo podamos ver los restos de una obra que parecía armarse con urgencia en su presente. Porque de las performances quedan las grabaciones, y el resto de sus obras parecen las ruinas de un mundo que ya no existe: el mundo de la guerra y de sobrevivir a esa guerra.
Walter Benjamin escribió alguna vez: “Esconder significa dejar huellas. Pero unas que sean invisibles”. Y algo de eso hay en esta muestra: un halo siniestro que la recorre, los vestigios de una obra que no busca, al parecer, el goce estético del espectador, sino más bien plantearse como los restos de un relato que desconocemos, pero que nunca deja de interesarnos. Beuys, como el hombre que deja esos documentos para que lo descubramos, y para que no lo olvidemos.