Por Álvaro Bisama, escritor y profesor UDP Septiembre 16, 2014

© José Miguel Méndez

Antes que leerse como uno de esos libros prefabricados que Ortega satiriza una y otra vez sin piedad, “Logia” es una novela de aventuras contemporánea, un lugar donde el presente aparece de modo nítido pero sospechoso, irremediablemente cercano.

En uno de los momentos más pausados de Logia, de Francisco Ortega, Elías Miele, su protagonista, come y bebe en el restaurante Liguria de Pedro de Valdivia. Es su vuelta a casa. Miele lleva diez años fuera de Chile, vive en Hollywood y es el centro de una conspiración internacional que incluye secretos de la independencia de América, logias masónicas, conspiraciones evangélicas, persecuciones en ambos lados del Atlántico y toneladas de información y teorías de todo tipo. En la novela, la visita al restaurante es casi anecdótica y parece que funciona sólo como una especie de guiño; pero es justamente en ella donde descansa el sentido de la novela: el gesto de hacer reconocible el paisaje local ante lo trepidante o lo inverosímil, la invasión del ruido de la ciudad real en medio de las conspiraciones y secretos.

No es raro que así sea. Cuando Hugo Silva (1892-1979) publicó Pacha Pulai, a fines de la década del cuarenta, hizo que la novela comenzara en Nueva York y que por ahí se paseara un aviador perdido que bien podía ser el teniente Bello. Silva cogía lo que estaba en el aire: en los cuarenta, el mito de Bello ya era parte de la cultura nacional, un misterio o un chiste que sólo la ficción podía resolver. Silva, por supuesto, usaba a Bello con la libertad que sólo puede tener quien se apropia de fantasmas: dirigía un diario en el Norte y Pacha Pulai (que fue la única novela que escribió) era quizás una forma de hacerse cargo de su entorno. La búsqueda de las ciudades perdidas era sólo una excusa para entender lo que lo rodeaba, para poblar lo real de los ecos de la leyenda, habitando ambos mundos con comodidad. “Soy aviador, y ando perdido. Mi aeroplano quedó ayer unas leguas más allá. ¿Dónde nos encontramos?”, decía el narrador de la novela, y desde esa perplejidad se desplegaban las promesas de la ficción.

Anoto esto porque Logia lleva varias semanas en el ranking de los libros más vendidos y, aunque su estrategia de marketing ha sido presentada como una especie de versión local de los trabajos de Dan Brown o Javier Sierra, lo más interesante del libro es cómo remite a cierta tradición local, actualizándola. Porque hay harto de paródico en Logia (el hecho de que un escritor de best sellers investigue la muerte de otros escritores de best sellers, los nombres, los argumentos de las novelas citadas, ciertos giros de la trama, muchas bromas privadas), pero debemos recordar que la parodia puede ser una forma de la melancolía, un ejercicio de desmontaje donde se destroza el sentido original de una obra para hacerlo volver como la nostalgia de algo irrecuperable.

En ese pasado irrecuperable que cita Ortega caben tanto la obra de Silva como la de Coloane o la de Manuel Rojas, todos autores que han pasado a convertirse en clásicos escolares y sobre los que conviene volver, a veces con cuidado. La novela de aventuras aparece en ellos como un modo de condensarlo todo: la biografía, el territorio, las bibliotecas, el mundo, el sentido del tiempo. Condenados como están al infierno helado del didactismo de liceo, muchas veces perdemos de vista en libros como La ciudad de los césares o Los conquistadores de la Antártica el hecho de que son objetos que cuando se publicaron trataban de lidiar con su presente, descifrando las señales de su entorno con eficacia y agudeza. Y si el libro de Coloane leía el mapa del territorio chileno de la época de los gobiernos radicales (la épica se constituía en el gesto de dibujar literariamente los límites más extremos del país), el de Rojas, veinte años antes, había sido redactado como un  folletín, sobre la marcha y apenas sin edición. Da lo mismo que a Rojas no le gustase demasiado su propio libro. El gesto estaba ahí: cualquier aventura sólo tenía sentido en la medida de que apelaba a recomponer las fronteras de la mirada para devolverlas a una especie de escala humana bajo la suposición de que la ficción a veces es eso, un modo de negociar con un espacio tanto real como simbólico para quizás habitarlo.

Tal vez Logia trata de lo mismo. “La capital argentina se esforzaba por resguardar su pasado; en Santiago lo único que importaba era el futuro. Y el futuro ni siquiera era parecerse a Nueva York o Chicago, sino tratar de hacer una copia anoréxica de alguna de las nuevas megaurbes asiáticas”, dice el narrador en un momento, y esa mirada al mundo demoledor del Chile del siglo XXI es lo que marca el contrapunto con las tramas históricas del libro: la aventura descansa en esa tensión entre las conspiraciones fundacionales de la república, verdaderos sueños mojados de nuestro milenarismo chilensis, y la nitidez con la que aparece cierto Santiago real, escondido entre los pliegues de la trama. Aquello, en una tradición literaria como la chilena, que aspira al peso y a la gravedad como horizontes posibles, hace que el libro de Ortega se presente como una especie de desacato a las normas, pero también una vuelta a esos mismos caminos que habían iluminado Silva o Rojas. Eso, gracias a la comodidad de Ortega y la felicidad gozosa que tiene para jugar con los materiales del thriller para apropiárselos en una versión personal, a veces delirante, pero casi siempre sentida; algo que hace que antes que leerse como uno de esos libros prefabricados que Ortega satiriza una y otra vez sin piedad (la novela también es una burla a cómo la industria editorial inventa éxitos instantáneos), Logia sea una novela de aventuras contemporánea, un lugar donde el presente aparece de modo nítido pero sospechoso, quizás cubierto por el velo de la ficción, pero irremediablemente cercano, acaso rabioso.

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