Como “The Wire”, la serie de HBO a la que más se parece en su ambición coral de describir el funcionamiento de un mundo completo, “Game of Thrones” sirve más para explicar el presente que para fugarse en el consuelo de cualquier escapismo.
No deja de ser una sincronía perturbadora el hecho de que HBO estrenó la quinta temporada de Game of Thrones a la misma hora en que Michelle Bachelet terminaba de dar una entrevista a Amaro Gómez-Pablos en TVN. Más allá del debate sobre si el periodista lo hizo bien o no, en la entrevista Bachelet se refirió por primera vez en meses a una serie de temas sobre los que había permanecido en silencio: los acuerdos para arreglar el agujero negro que significan para la clase política los casos SQM y Penta, su supuesta renuncia y su relación con el caso Caval, donde están involucrados su hijo y su nuera.
El centro de todo era la pregunta sobre cómo funcionaba su vida íntima después del escándalo de especulación inmobiliaria de los terrenos de Machalí y cómo habían cambiado sus rutinas domésticas estos dos meses, en que ella y sus familiares habían sido sometidos a un escrutinio público tan legítimo como feroz. No sé si las respuestas que la presidenta dio esa noche bastaron, por lo que fue raro ver Game of Thrones tras escucharla, como si se estableciera una suerte de continuidad entre ella y la serie basada en los libros de George R.R. Martin, que habla de cómo las relaciones entre padres e hijos antes que constituir un lazo, pueden ser leídos como tragedias.
Así, entre los dragones, las sectas mágicas, el porno softcore y las peleas épicas, Game of Thrones trata sobre cómo las relaciones familiares se subordinan al poder, cuya violencia se ejerce del mismo modo sobre la geografía y los cuerpos, dibujando una ordalía de violencia que se desplaza sobre el territorio, aquel Westeros de la ficción donde viene en camino un invierno lleno de pesadillas de hielo. Eso estaba en aquella primera temporada, donde Ned Stark (Sean Bean) era presentado como un héroe viejo sometido a los designios de Robert Baratheon (Mark Addy), un rey hedonista y cansado. Stark era capaz de percibir lo que se venía: el invierno era la metáfora de un desastre cuyo punto de partida sería su propia muerte al final de esa temporada. Lo que vendría luego serían los detalles de una guerra civil que duraría las temporadas dos y tres y que culminaría con un evento llamado la “Boda roja”, una degollina que -de nuevo- sacaría de pantalla a una buena cantidad de personajes que jurábamos como fijos. Mientras eso pasaba, Game of Thrones se alejaba de cualquier hálito épico: en la serie cualquier clase de belleza está asociada al abuso y al dolor (como la Daenerys Targaryen de Emilia Clarke, capaz de crucificar a cientos de sus enemigos en Meereen) y toda clase de sabiduría (como la de Tyrion Lannister/Peter Dinklage) es ahogada en el alcohol y el escarnio.
VERGÜENZA DE SUS HIJOS
Del mismo modo en que veíamos alguna vez cómo Tywin Lannister (Charles Dance) desollaba a un venado, Game of Thrones hace algo parecido con el mundo que describe. Ese Lannister encarnaba a uno de los villanos de la serie (padre de dos hijos incestuosos que engendrarían reyes) y terminaría ajusticiado por Tyrion al final de la cuarta temporada. Tyrion mataría a su ex amante y a su padre en una escena atroz, pero que también subrayaría otra cosa sobre la que la serie insistiría una y otra vez, de la mano de ese personaje pero también a través de Daenerys Targaryen y Jon Snow (Kit Harington): el acto de preguntarse si los hijos estarían a la altura de sus padres, si serían capaces de enmendar sus errores mientras conservaban la altura moral de lo que se esperaba de ellos.
Por eso, Game of Thrones le debe más a Shakespeare, con sus genealogías deformes, sus reyes rotos y sus héroes perdidos; que a Tolkien y a sus ejércitos de orcos y sus anillos invisibles. La serie de HBO parece aludir a la fantasía heroica, pero se solaza más en mostrar el padecimiento físico (la muerte de Joffrey Baratheon, la mutilación de Jaime Lannister, la agonía de Mance Rayder) que en indagar en la belleza de un mundo imposible. Eso hace que, luego de cuatro temporadas, nos parezca un relato casi realista: lo que importa en ella es cómo el material humano es martirizado de todas las formas posibles, como si fuera una vanitas dedicada a mostrar la extinción de los cuerpos, la fugacidad del poder y la vacuidad de cualquier conocimiento. Por eso, Dinklage se roba los episodios. Él es la conciencia moral quebrada de la serie, una voz nihilista que se aferra al hedonismo porque el placer es lo único tangible pues, como dice en el capítulo del domingo pasado: “El pasado es una mierda; el futuro también”.
Como The Wire, la serie de HBO a la que más se parece en su ambición coral de describir el funcionamiento de un mundo completo, Game of Thrones sirve más para explicar el presente que para fugarse en el consuelo de cualquier escapismo. Habla de padres que sienten vergüenza de sus hijos y de príncipes confinados a cloacas; habla de soberbia y obsesiones, habla del deseo y del cuerpo y de cómo el orden de lo invisible, de lo que no se puede mencionar ni ver (los prostíbulos, las celdas de castigo, las salas de tortura, los bosques habitados por monstruos), define el funcionamiento de lo visible mientras ofrece una colección de viñetas cuya belleza va a la par con su crueldad. Anoto algunas, correspondientes al episodio del domingo pasado: una muchacha desciende a un sótano donde sus miedos cobran la forma del fuego, un hombre bebe para olvidar el asco que siente por sí mismo; otro decide ser quemado vivo para conservar los jirones de su dignidad, y un tercero contempla un horizonte de hielo oscuro que representa al futuro, que en la serie es lo mismo que el horror o la nada.