Antes de la palabra, estuvieron los lápices, las hojas, los dibujos, los trazos con los que se divertía Luis Scafati (1947) cuando era un niño y crecía en Mendoza, lejos de la capital argentina, a un ritmo distinto, pausado, perfecto para que él pasara muchas horas dibujando sin que nadie lo molestara.
–El dibujo es una parte mía que viene desde que era muy niño. Creo que antes de hablar ya debo haber estado dibujando–explica por teléfono Scafati, desde Argentina, mientras se ríe.
Eran los años 50, otra época, dice, cuando la única forma de conectarse con el mundo era a través de lo que llegaba desde la capital: revistas, diarios, libros, historietas, de eso se empezó a alimentar Scafati cuando era un niño y dibujaba y leía, sobre todo, porque después de los lápices vinieron las palabras y descubrir el mundo en esos libros, en esos cómics.
Vivir en Mendoza significaba descubrir todo un poco más tarde, pero él no perdía la curiosidad ni el entusiasmo. Cuando tenía 15, 16 años, realizó un curso de dibujo por correspondencia. Era así: le mandaban en un sobre las lecciones y él las hacía; luego, enviaba el sobre con los dibujos y días después los recibía corregidos.
–Todos esos fueron pequeños aprendizajes. Miraba mucha historieta, ahí aprendí bastante, pero luego entré a Bellas Artes y el panorama cambió –cuenta Scafati, quien decidió entrar a estudiar a la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, y pasó varios años en la Facultad de Artes Plásticas, no sólo descubriendo un paisaje nuevo y fascinante –en el que nombres como Van Gogh o Gauguin lo iban a sorprender y maravillar–, sino también confirmando que eso era lo que quería hacer el resto de su vida: dibujar, pintar, leer.
El problema, sin embargo, es que era otra época, una en la que la ilustración poco tenía que ver –en su discurso– con el arte. Y Scafati quería ilustrar. Scafati quería dibujar esas novelas que leía con tanto fervor, pero en aquellos años, como recuerda él, decirle a un artista que era ilustrador, era decir algo peyorativo.
–Era algo que te invalidaba –cuenta–. Hoy, extrañamente, ser ilustrador está de moda… Lo que a mí me sorprende es que siempre hubo una historia de la ilustración muy rica, el problema es que se ignora. Sobre todo en los siglos XVIII y XIX hay grandísimos ilustradores que marcaron rotundamente el arte y la literatura, porque hoy el Quijote que nosotros conocemos lo inventó Doré.
Y es cierto: uno de los personajes fundamentales de la literatura universal, el Quijote, tiene el rostro, para nosotros, que le inventó un ilustrador.
Y a eso se ha dedicado Luis Scafati: a ponerles rostro a algunos de los personajes y libros más importantes de la literatura. A autores clásicos, como Kafka, Poe, London, Stoker, Arlt, y a algunos nombres más contemporáneos, como Ernesto Sábato y Ricardo Piglia, con quien realizó una sorprendente versión en novela gráfica de La ciudad ausente.
Y es Luis Scafati, el hombre que dibuja lo que leemos, uno de los ilustradores más atractivos que se presentarán en la tercera versión del Festival Internacional de Ilustración, organizado por Plop! Galería –con apoyo del CNCA–, que se realizará entre el 11 y el 18 de agosto. Ahí, Scafati realizará un taller y, además, dictará una charla donde hablará de esto: de lo que significa convertir las palabras en una imagen única, nueva, inquietante.
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Dice que fue La Metamorfosis el libro que le cambió la vida. O que cambió, más bien, su vida como dibujante, porque después de convertir en imágenes a Gregorio Samsa y el universo de Kafka, no dejaron de invitarlo a distintos proyectos.
Pero no nos adelantemos, porque antes de Kafka, Scafati se fue haciendo un nombre en distintos diarios y revistas de Argentina durante los 70, pero luego tuvo que irse de Mendoza por motivos políticos: eran los años de la dictadura de Videla, su hermano estaba preso y lo despidieron de su trabajo en la Facultad de Artes Plásticas donde estudió. Debía irse. Debía instalarse en un lugar donde nadie lo conociera, así que partió a Buenos Aires. Ahí, encontraría trabajo ilustrando y haciendo tiras cómicas, donde podía mezclar el humor y el erotismo, que eran dos cosas que le importaban.
Ahí, Scafati se fue haciendo un nombre. De hecho, en 1981 recibió el Gran Premio de Honor en el Salón Nacional de Dibujo, que es la mayor distinción a la que puede aspirar un dibujante en Argentina.
Su nombre ya era reconocido, pero recién en los 90 empezó a ilustrar libros, a hacer lo que realmente deseaba, más allá del trabajo diario en distintos medios. Primero fueron libros infantiles, pero luego, un día, lo contactó Ricardo Piglia y le dijo que quería trabajar con él.
–Me contactó y me dijo que quería que hiciéramos un cómic, pero le dije: “Hagamos una cosa más complicada, que tenga más libertad”… Y así surgió la posibilidad de hacer una novela gráfica.
Esa novela gráfica iba a ser una adaptación de un libro de Piglia, La ciudad ausente (1993).
–Nos juntábamos o hablábamos por teléfono y él me iba contando cómo imaginaba la novela gráfica. La ciudad ausente ya estaba escrita, pero él la quería reelaborar, así que me contaba y yo iba dibujando, y así avanzamos durante un buen tiempo, hasta que un día apareció un editor argentino al que le interesó la idea, y nos dimos cuenta de que no teníamos nada escrito, así que Piglia decidió incorporar al escritor Pablo De Santis para que se hiciera cargo del guión. Pablo había sido director de la revista de cómic Fierro y sabía del tema, y así se dio –cuenta Scafati acerca de una de sus obras más importantes. Porque la novela de Piglia era muy compleja, con bastantes niveles de narración, por lo que Scafati debió traspasar esa complejidad a sus dibujos, utilizando distintos trazos, por ejemplo, para diferenciar esos niveles de narración. El libro se publicó en 2000 y luego, en 2008, lo reeditó Libros del Zorro Rojo, una de las editoriales más prestigiosas en el mundo de la ilustración.
Hoy, esa versión de La ciudad ausente se puede conseguir en librerías chilenas, tal como La Metamorfosis –publicada en la misma editorial–, y que Scafati considera uno de sus trabajos fundamentales.
–Ese libro marca un antes y un después en mi carrera, porque fue un proyecto que sustenté yo mismo. En ese momento –fines de los 90– trabajaba en periodismo, ilustrando suplementos y revistas, y en el tiempo que me quedaba libre iba armando este libro. Hice varias versiones antes de sacarlo a la luz. Pude trabajarlo con un tiempo muy particular, que no era el del encargo.
El libro se publicaría en 2004 –con traducción de César Aira–, en una coedición entre la editorial Brosquil y Libros del Zorro Rojo. Luego de eso no pararían los encargos: ilustraría autores clásicos como Poe, Jack London y Arlt; haría una versión genial de Informe sobre ciegos, de Sabato, y otro libro de Kafka: El Castillo, que publicó Sexto Piso a inicios de este año. Libros que uno ve y sabe, inmediatamente, que fueron ilustrados por Scafati, porque su trazo oscuro, denso y lleno de intensidad –mucho más cerca de la pintura que de la caricatura– es característico de él. Dibujos trágicos, muchos de ellos, que logran reflejar de forma perfecta el terror, el absurdo y el desasosiego.
Sobre la forma en que aborda un libro y lo lleva a imágenes, Scafati es muy claro:
–Por ejemplo, tomo una novela, El Castillo, y mientras la voy leyendo, van apareciendo imágenes. Yo pienso con imágenes, como un ingeniero piensa con números y un poeta con palabras. Yo pienso con imágenes y las voy anotando, dibujando en un cuaderno. Es un vicio natural.
Pero no sólo dibuja Scafati. También le gusta escribir. Dice que tiene varios cuentos e historias, pero que no los ha publicado. Sin embargo, en 2007 le dieron la posibilidad de adaptar Drácula a novela gráfica y él no lo dudó. Hizo el guión y los dibujos, y le quedó gustando la experiencia. Tanto, que hoy trabaja en lo que será su primera novela gráfica basada en una historia original de él.
–Estoy en un momento donde todo es incierto. Empiezo a juntar imágenes, textos y después se va aclarando la idea en la medida que voy laburando, porque no tengo un plan muy claro de trabajo. Siempre digo: es como la Catedral de Chartres, que se fue construyendo durante siglos y fueron apareciendo diferentes estilos y hoy es un monumento. Uno es eso. Las construcciones que uno hace pasan por distintos momentos que vas viviendo, por lo menos así lo vivo yo –cuenta Scafati, quien por estos días viajó a México para deliberar un concurso de ilustración donde participaron más de 700 personas, lo que le permitió ver cómo se está ilustrando hoy en día, cuando este oficio se ha vuelto una moda, muy distinto a aquellos años en que él empezó a trabajar.
–Fue muy gratificante. Me dio un panorama amplio, porque una cosa es lo que uno ve publicado y otra cosa es ver a los aspirantes a publicar. Yo creo que hay una distorsión en cuanto a que muchos de los jóvenes ignoran todo lo que existe en la ilustración, su historia, su tradición. Se quedan en la superficie, copiándose unos a otros. Es necesario que indaguen en otros aspectos del arte. Eso enriquecerá su forma de dibujar.