"Perfidia" está llena de escenas de violencia, pero también de esa intensidad que sólo Ellroy puede darles a las persecuciones y los momentos muertos, esa poesía casi objetiva que narra el vacío y la desesperación.
Descubrí a James Ellroy (1948) por azar, en una librería de Viña hace más o menos veinte años. Ellroy aún no se comportaba como Ellroy y yo era un estudiante de Literatura que buceaba entre traducciones piratas de Lovecraft y tomos carísimos del Akira de Katsuhiro Otomo. Tuve la suerte que fuese uno de sus libros fundamentales: La Dalia Negra (1987), que en español estaba publicado en una edición pocket miserable, que casi se deshacía sola. La portada era la de una novelita romántica más perdida entre decenas de novelitas idénticas. Pero el libro sobrevivía a su propia materialidad: me voló la cabeza mientras lo leía en una micro rumbo a Villa Alemana, donde vivía con mis padres.
“Me sentía aterrado porque, en realidad, los buenos eran los malos” decía Bucky Bleichert, el narrador de la novela, un boxeador vuelto policía que se hundía en la resolución del asesinato de una muchacha anónima descuartizada en un sitio baldío de Los Ángeles. Por supuesto, Bucky tenía razón: La Dalia Negra tomaba un caso real de la crónica roja norteamericana y lo convertía en un descenso a los infiernos que muchas veces resultaba intolerable. Su narrador se hundía en la obsesión y el deseo, el crimen lo destrozaba a él y a sus cercanos. La novela era un recorrido por la corrupción policíaca, pero también la indagación en una clase de heroísmo que lindaba con el abandono, en un mundo lleno de porno hecho en Tijuana, policías corruptos, asesinos seriales con la cara quemada y muchachas perdidas en una noche que parecía no tener fin. Ellroy escribía de todo eso con gracia y con rabia, como si una fiebre definiera ese mundo roto, atesorando al crimen y la violencia de modo nostálgico.
Eso se extendería en sus otros libros. Con los años, mi copia de La Dalia Negra se destruyó mientras mis amigos y yo completábamos la colección de novelas del “cuarteto de los Ángeles”. Ahí, en libros como Los Ángeles Confidencial o Jazz blanco leímos cómo lentamente Ellroy describía a un Hollywood más cercano al cinismo perverso de Kenneth Anger que a las luces felices de los oropeles de la industria del cine, todos obsesionados con Dudley Smith, el policía corrupto desde el cual se disparaban los círculos infernales y concéntricos de aquellas historias de policías rotos en formas inimaginables. Por supuesto, a esas alturas ya sabíamos cosas del autor, fragmentos de esa mitología que explotaría con voluntad de escritor maldito los años siguientes: que su madre había sido asesinada en un caso jamás resuelto; que Ellroy alguna vez fue un indigente y que luego trabajó en un campo de golf; que a pesar de parecer reaccionario llenaba sus libros de citas de poesía feminista; que sus monstruos eran tan nítidos y reales que la novela negra le estaba quedando chica. Sabíamos que sus intenciones eran otras: reescribir la historia de Estados Unidos –y la caída del Camelot de los Kennedy– desde el punto de vista de sus monstruos. Anotaba Ellroy en América (1995): “Es hora de descubrir a los hombres malvados de entonces y de averiguar el precio que pagaron para definir su época entre bastidores, en secreto”.
MÁS QUE UNA NOVELA NEGRA
Cuando en 1996 Ellroy publicó Mis rincones oscuros todo cambió, se volvió más complejo, aunque el libro circulase en español un par de años después. Mis rincones oscuros no era una novela sino una autobiografía que describía cómo él, un escritor de policiales, contrataba a un detective para aclarar la muerte de su madre. En el libro, sus recuerdos personales se combinaban con la investigación. Ninguno de los dos caminos llegaba a lugar alguno. El libro existía en la paradoja de que su autor se perdía en la resolución del crimen, se hundía por más que fuese “capaz de bailar la conga mientras el abismo le devuelve la mirada”, como bien anotó un Roberto Bolaño cuyo 2666 le debe harto a la prosa forense de ese libro.
A esas alturas, Ellroy ya era un rockstar, ya era el demon dog de las letras norteamericanas. Los que lo seguíamos hace tiempo estábamos felices de que el secreto se hubiese hecho público. Él había crecido y nosotros con él. Por supuesto, amamos la adaptación al cine que Curtis Hanson hizo de Los Ángeles Confidencial y odiamos esa mugre que hizo De Palma con La Dalia Negra. Mientras, seguimos los novelones donde completaba esa historia de América, en el gesto gigantesco cercano a la ambición brutal de Norman Mailer, y que encontraba hijos perdidos en autores que avanzaban por los caminos que había trazado, como David Peace (con su Red riding quartet y sus novelas sobre un Tokio arrasado) y, ahora último, Nic Pizzolatto (Galveston, True Detective).
Por lo mismo, la llegada de Perfidia es un acontecimiento. Perfidia es la vuelta de Ellroy a Los Ángeles y a sus viejos personajes predilectos: Bleichert, Lee Blanchard y Kay Lake, de La Dalia Negra, y al viejo y retorcido Dudley Smith, el policía irlandés que es la sombra negra que incendiaba sus viejas novelas. También es el regreso a Los Ángeles, a la década del cuarenta, a la política y a los crímenes seriales, en este caso enmarcados por el asesinato de una familia japonesa, el bombardeo a Pearl Harbor y la persecución de comunistas en Hollywood. Pero Perfidia es más que una precuela de sus libros de los noventa; es también el hilo que amarra el resto de su obra como si fuese un solo gran relato, un tapiz gigantesco que describe el funcionamiento trizado de la sociedad donde él nació, pero también donde vivió y murió su madre.
Este costado es interesante: Perfidia está llena de escenas de violencia, pero también de esa intensidad que sólo Ellroy puede darles a las persecuciones y los momentos muertos, esa poesía casi objetiva que narra el vacío y la desesperación, que aborda la violencia de un modo distante, pero que nunca se detiene porque en esa prosa telegráfica está la respiración de un animal acosado quizás por las fantasías violentas de la propia memoria. Monumental, también hay algo triste y demoledor en las casi 800 páginas de Perfidia, que completa los deseos de su autor de unificar sus ficciones, de ordenarlas de un modo neurótico, excavando de forma casi fractal sus propios planes y secretos. No en vano, en una entrevista dijo que se sintió tentado a meter a su madre como personaje, como si no hubiera distinción entre la ficción y su propia memoria. No lo hizo, pero el gesto queda, del mismo modo en que quedan esa ambición, esa crueldad, esa ternura deformada.
Por lo mismo, Perfidia es una novela negra, pero también es más que eso: una reescritura de su propia mitología, el gesto de hurgar hacia dentro del espíritu trizado y perverso de sus personajes clásicos. Es la visita del autor al museo privado donde habitan sus monstruos predilectos, a ese lugar que algunos de sus lectores descubrimos hace casi dos décadas y que convertimos en una especie de consigna secreta porque sabíamos que algo se ocultaba ahí, agazapado en el disfraz de lo policial, como una especie de promesa donde estaba cifrado el horror, pero también la poesía desnuda de una literatura que tenía la valentía de creerse más grande que la vida.