Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Agosto 20, 2015

© Sanfic

La verdad es que, a pesar de que quizás le falta algo de identidad y es probable que su peso internacional en el circuito festivalero no sea tan grande como creemos, aun así (quizás por eso mismo), le tengo afecto (cariño, hasta barra) al Sanfic. También me siento ligado, en deuda. He visto muchas cintas que me han importado/alterado y he conocido gente clave y he tenido buenas conversaciones, y además he estrenado dos cintas ahí. Cuando uno está en “la grilla” (expuesto, nervioso, al centro) ve poco o en rigor no ve nada, pero cuando un Sanfic te encuentra “como civil” o “como cinépata” todo cambia y mejora. 

Ya tengo mi libreta: anotada de pelis que me tincan (tincan, ésa es la palabra clave de un festival: qué me tinca, qué te tinca, qué vemos, a cuál apostamos cuando la que deseabas ver se llenó y debes correr un riesgo casi a ciegas con una cinta uruguaya de la que no sabes nada. Tengo mis anotaciones y cálculos. No puedo escapar del Parque Arauco al Hoyts La Reina, pero sí de este último a Plaza Egaña (a pie mejor que en metro). Lo ideal es planear ver ojalá tres films en un  mismo complejo y por último llevar un libro para hacer hora (aunque al final uno no lee otra cosa que el programa una y otra vez). Si Results de Andrew Bujalski es a las 16:30 y dura 105 minutos, ¿alcanzo a entrar a la función de The Trip to Italy de Michael Winterbottom a las 22:20? Sí, claro. Eso implica no poder acercarme a la sala 16 ese sábado y no ver el programa doble del documental chileno Surire (de Bettina Perut e Iván Osnovikoff, que siempre sorprenden) con Allende mi abuelo Allende (seguro ya está agotado), para luego seguir en la sala (post baño, post café) y ver Sueño de invierno, del turco Nuri Bilge Ceylan, con sus 196 minutos. Cuando Sanfic se acerca (y ya está a la vuelta de la esquina, por fin) me altera y me llena de curiosidad (¿ansiedad?) y trato de programarme para estar e ir y ojalá tratar de ver (tragar) la mayor cantidad de proyecciones de films que deseo ver en grande.

Por eso no vi Edén, la cinta sobre la escena DJ francesa.

Edén es la cinta que más espero, que iré a ver a pantalla ancha (¿me enviarán un pase de prensa o entradas si escribo una crónica positiva?) a pesar que quizás debí haberla visto anoche en mi computador para escribir algo así como “tres películas imperdibles del Sanfic”.

No fui capaz. 

Edén, de Mia Hansen-Løve, es una cinta muy francesa, muy Assayas (por algo la directora es la mujer del nuevo Truffaut), acerca de noches, jóvenes y fiestas (lo que vi deja claro que Mia admira la obra de Olivier), pero ella es mucho más que su mujer y éste, su tercer film, es tan cosmopolita (una suerte de biopic falsa de Daft Punk) como personal (su hermano terminó siendo uno de los grandes de la movida rave de los 90). 

Edén es una las razones por las que agradezco que exista Sanfic y ahí estaré.

Lo admito: casi todo el cine “festivalero” o indie o de “autor” (o digámoslo derechamente: todo el cine digno) tiendo a verlo en casa. Se puede. El que busca, encuentra. Claramente. Quizás por eso Sanfic ha ido creciendo. No es que las películas sean grandes (a veces lo son, los diez minutos iniciales de Edén lo son, Mia madre lo es) sino que Sanfic las exhibe en pantallas grandes (¿se entendió la cita a Sunset Boulevard?). Cada festival debe crear y armar y definir y pulir su identidad, pero la que está perfilando Sanfic me gusta, me acomoda, me permite no tanto ingresar a una vorágine de apuestas (el típico festival de cine indie con estudiantes de Cine con barbas haciendo fila), sino que es algo así como la única oportunidad de ver cintas poderosas, de grandes cineastas, en el formato adonde ya no llegan. Hay algo irresistible de ver una cinta del ya casi imbatible Jacques Audiard (Dheepan, ganadora de Cannes) en una inmensa pantalla y en un estupendo cine “ursurpado por los bárbaros”, y al lado de Los 4 fantásticos o Los 33 o la decepcionante Ted 2.

Este año hay mucha cosecha local: lógico, predecible, pero entendible, obvio y  necesario. Siempre me arriesgo con los cortometrajes locales y espero poder ver las dos tandas.  El San de Sanfic viene de Santiago no de santo y por algo las dos cintas chilenas de más alto perfil (La memoria del agua, de Bize, y el premiado y al parecer revelador documental-ensayo familiar Allende mi abuelo Allende) aprovechan el Sanfic para estrenar inmediatamente después del certamen y de paso utilizar el ruido ambiente y la prensa extra.

Sanfic genera ruido y es ideal para lanzar o legitimar una producción chilena. Y tampoco lo hace mal con cintas de países cercanos. Habrá una muy buena presencia de lo más granado de la producción argentina (no todo el cine trasandino tiene que contar con Ricardo Darín, aunque ¿dónde está La vida de alguien, de Ezequiel Acuña?) y en vez de exacerbar con ciertos países-que-pasaron-de-moda (Rumania, Portugal), Carlos Núñez y Gabriela Sandoval, los directores de Sanfic, tienen el buen gusto de no ceder al gusto hipster y defienden y colocan en primera fila a la cinematografía de tres países europeos que siempre tienen algo que mostrar y que, al menos a mí, me atraen: Francia, Italia y Alemania. Esto puede ser considerado poco riesgoso, pero qué agrado una programación donde no se corre tanto peligro y sí uno encuentra todo aquello que no apareció o aparecerá en las carteleras del año (ni siquiera en El Biógrafo). No por eso no hay representantes de países que ahora ingresaron al radar, como Guatemala (y su quizás demasiado premiada, pero al parecer potente Ixcanul) y Costa Rica con Viaje, la eco-friendly cinta de mochileros guapos y “soñadores” de Paz Fábrega, una de las cintas que más me atraen y repelen, y que quizás vea para comprobar si mis prejuicios son ciertos.

¿Se puede juzgar una cinta por su tráiler? 

¿Una sinopsis y un afiche y sus premios y sus “press kit” son de fiar?

Sí y no.

Confío en La memoria del agua y deseo verla y deseo que me guste, pero lo confieso: dudo de su tráiler. Desconfío de los trailers donde se habla poco y se muestran imágenes bonitas al son de música triste. El tema que toca es arriesgado y tiene un elemento de morbo. Veamos qué pasa.

Yo deseaba despachar esta crónica el 30 de agosto, quizás desde el Tip y Tap del Hoyts La Reina, pero perdí. Es distinto tener todas las cintas en tu cuerpo que sólo trozos, trailers, ruido ambiente y mediático (el famoso buzz, ese intangible que hace que una cinta tenga aura antes que se estrene más allá de sus elementos), pero así son las cosas y al final me percato que mi listado de lo que quiero ver se ha articulado por trailers y esas reseñas. Esto sucede con cintas que no tienen tantos laureles o fuerza de lobby de festivales. Así, luego de tachar cintas por sus títulos o temas, aprieto play y veo los trailers y muchas regresan a un sitio alto en mi lista de prioridades (las llamadas must see). Los trailers de estas cintas me hicieron dudar y picar:

–Allende mi abuelo Allende, de Marcia Tambutti, parece ser más sobre una familia de clase alta disfuncional que una cinta con olor a Fondart, y el tráiler me conquistó.

–La, al parecer, melancólica cinta gay-urbana-arquitectónica indie/Instagram En la gama de los grises, con el magro y a la vez grande Emilio Edwards con su look guapo a lo Rossy de Palma.

–El insólito y de seguro estupendo remake del argentino Santiago Mitre (El estudiante) de un melodrama sesentero de Mirtha Legrand que es Paulina (La patota), con Dolores Fonzi como una maestra joven que se va al “interior”.

–La porteña El incendio sobre una pareja que empieza a desangrarse viva.

–La genérica cinta de terror joven local 6 horas, con su apocalipsis now santiaguino y edificios icónicos estallando.

–El nombre, de Cristóbal Valderrama, una cinta articulada a partir de fotos fijas con gran  diseño de sonido del maestro Cristián Mascaró.

FAMILIAS Y CLANES

Sanfic no es Cannes y tampoco es Valdivia (¿nuestro Sundance?), pero ahora ha acogido algunas ideas del Bafici (ciclo de terror latinoamericano; bien ahí), y está relativamente cerca (al menos está en Santiago, aunque el Parque Arauco para los que no tienen auto a veces parece muy lejos), y su perfil se podría resumir como la puerta de entrada (o quizás de salida) de algo así como “lo mejor de” Cannes y Berlín y otros festivales. Y sí, quizás ése es su sesgo (por fin, dicho sea de paso) y no me parece mal. Es cierto: mucho cine de autor de autores ya más bien consagrados (ojo: me quedo con un Mike Leigh probado cuando quieran) y mucha palma y palmarés y osos, pero para aquellos que no viajamos todos los años a Cannes o a Locarno, que no somos parte del grupillo de periodistas y críticos, acceder a estas películas tiene algo de premio, y no uno de consuelo. Para eso uno desea que otros viajen: para que traigan lo que otros no vieron. No siempre eso ocurre. A veces los festivales de cine pequeños estiran la cuerda y traen lo más extremo del mundo. Sanfic no es uno de esos y está bien: no trata de ser más experimental u osado de lo necesario, pero no por eso es uno de estos ciclos de cine al aire libre con sus mastodontes de “buen gusto” que apelan tanto a la tercera edad y los miembros de la academia.

Ya he visto algunas de las películas que exhibirán en el próximo Sanfic y todas me gustan, todas las que he visto deseo recomendarlas, todas me gustaría verlas de nuevo (bueno, no todas, pero tampoco me parecería un castigo verlas con otros, en una sala, para ver cómo funcionan con público). No puedo dejar de recomendar la cinta con que se inaugurará: Mia madre, de Nanni Moretti. Aquí estamos frente a una obra tan ligera como densa, tan frágil como portentosa y una de las mejores aproximaciones a los secretos de la creación y a la dinámica que hace que un artista sea un artista. Moretti, que lleva años haciendo una obra personal e irreductible, usándose a sí mismo como álter ego, acá hace algo impensado y genial: para enfrentarse a una historia en extremo personal (en medio de un rodaje, un cineasta debe procesar la inminente muerte de su madre), Moretti le da el rol “de sí mismo” a la guapa Margherita Buy, y él se coloca a un lado como un hermano que tiene sus prioridades más claras. Moretti lleva años demostrando que puede llenar de poesía, fineza, humor y crítica los temas más cotidianos, y esta cinta termina siendo demoledora.

Cine y familia y una madre apabullada y un padre inca inmigrado a Manhattan son la base de la insólita y aterradoramente adictiva The Wolfpack, morboso retrato de una familia freak. Un padre peruano que no cree en el sueño americano arma una familia con una chica ingenua americana que conoció en el Cuzco y, por esas cosas de la vida, terminan viviendo en un departamento subvencionado y en la línea de la pobreza. Sus seis hijos varones, todos con pelo largo, nunca han dejado el estrecho departamento con vista al Empire State (son educados en casa) y su único acceso a la vida es a través de las películas en DVD. ¿Es el cine suficiente para vivir? ¿Por qué un padre no desea que sus hijos se enfrenten a las calles peligrosas y, sin embargo, los deja criarse viendo lo que desean? Pensé que el documental (más que eso, es un testimonio, un seguimiento) iba a ser más cinéfilo y geek, pero es mucho más: es acerca de ideologías totalitarias, patriarcado y un hombre mediocre, dañado, aterrado y resentido que intenta hacer un experimento sociopolítico usando a sus hijos como ratas. Impresionante.

Pude ver también Chicago Boys, de Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano, y si bien queda claro al poco rato que la cinta desea dispararle al neoliberalismo, lo cierto es que sus aciertos terminan siendo quizás no buscados. No sé si alcanza a hundir a los Chicago boys (aunque muchos de ellos se hunden solos y Sergio de Castro debería ensayar más sus talking points), pero en el proceso cuenta una historia bastante insólita y hasta epopéyica: cómo un grupo de alumnos de Economía de la Universidad Católica que fueron a Chicago lograron pasar de la teoría a la práctica, y cómo un dictador les regaló un país para experimentar. El material documental de la época vale oro y la sinceridad políticamente incorrecta de Ernesto Fontaine al enfrentar la muerte y sus críticos vale el precio de la entrada (¿mejor actor secundario?).

Cinco días, veintiuna películas que deseo ver (más Edén, claro), trece cortos y pocos horarios matinales. Cincuenta horas, cinco días; un promedio de tres o cuatro diarias. Por suerte en todas las sedes venden café. Y una Red Bull siempre se puede tomar antes de entrar a una función.

Relacionados