"No es sencillo volver atrás, recorrer la propia vida", dice en un momento del documental Piglia, mientras revisa, una y otra vez, sus diarios: los lee en voz alta, edita, duda, lee fragmentos largos que parecen cuentos, no reconoce a veces su propia letra.
“Por supuesto que no hay nada más ridículo que escribir la propia vida”.
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Lo vemos ahí, rodeado de cajas, en Princeton, sacando los últimos libros de su oficina, en silencio, embalando un pedazo importante de su vida: hojea algunos títulos de Carson McCullers, Italo Calvino y Walter Benjamin; busca en ellos algo que nos resulta imposible descifrar.
Lo observamos, después, leyendo sus diarios, sus cuadernos, aquella letra manuscrita, a ratos ininteligible, la verdad, pero que en algunos momentos se trasluce: “No puedo escribir”, leemos, rápido, una imagen fugaz, que se queda dando vueltas.
Lo escuchamos leer esas anotaciones, pasajes de su vida que parecen cuentos perfectos o que él, más bien, escribe como si fueran un relato más de los tantos que ha escrito: personajes e imágenes que alguna vez se cruzaron en su camino y que él los terminó convirtiendo en literatura.
Lo vemos hojear sus diarios: 327 cuadernos, dice en un momento, un poco al azar, un poco en broma, pues nunca los ha contado, no sabe cuántos son, pero sí sabe que todo empezó cuando tenía 16 años, en 1957, en Adrogué, la ciudad en que nació él, Ricardo Piglia.
Lo escuchamos leer las primeras páginas del diario, esos días de mudanza, aquellos días en que empezó a convertirse, sin que lo supiera, en escritor.
Ricardo Piglia lee y una cámara lo filma. Esa cámara la maneja el documentalista Andrés Di Tella (1958), quien siguió al escritor argentino durante todo el proceso de revisión de sus míticos diarios, una de las obras más esperadas de Piglia, un rumor que venía desde hacía muchos años y que en el documental 327 cuadernos —una coproducción argentino-chilena que se estrena en Buenos Aires y en la televisión pública trasandina el próximo 5 de septiembre— descubrimos que es una realidad: esos diarios existen, la editorial Anagrama publicará el primer tomo en septiembre y aquí, en las imágenes del documental, podemos ver al mismo Piglia revisando esos cuadernos, leyendo pasajes, asombrándose por todo el material que ha recopilado durante casi cincuenta años.
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“La autobiografía debe ser un collage (de otras autobiografías)”.
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El primer libro que Andrés Di Tella leyó de Ricardo Piglia fue Respiración artificial en 1980, recuerda, cuando estudiaba Literatura en la Universidad de Oxford.
—Nunca me voy a olvidar cómo empieza la novela, que se pregunta: “¿Hay una historia?”. Me pareció increíble empezar una novela sin saber si había una historia que contar —dice Di Tella en un restaurante del barrio Italia, a unas cuadras del estudio donde acaba de terminar la posproducción de 327 cuadernos—. Fue un impacto muy grande leerla en plena dictadura militar, pues hablaba de eso.
Un par de años después, Di Tella comenzaría a colaborar en distintos medios argentinos y le tocaría entrevistar a Piglia.
—Tuvimos una charla y me pidió que le mandara la transcripción. Se la mandé y al día siguiente me la devolvió completamente cambiada. Era como un texto nuevo, pero no traicionaba la conversación, sino que sumaba, sintetizaba, hacía operaciones literarias sobre lo real. Fue una verdadera lección.
Esa entrevista, más tarde, sería recopilada en Crítica y ficción y, además, marcaría el comienzo de una amistad que los llevaría a trabajar juntos, mucho después, en el cine, área en la que Andrés Di Tella desarrollaría su carrera, convirtiéndose en uno de los documentalistas más importantes de Argentina, con filmes como Montoneros, una historia (1995) y la conmovedora y sorprendente Fotografías (2007). Además, en 1999 fundaría el Bafici. Pero antes de todo esto, en 1995, un día lo llamó Piglia y le dijo que lo habían invitado a hacer un documental sobre el rarísimo y genial escritor argentino Macedonio Fernández. Quería que Di Tella fuera el director, quien, por supuesto, dijo que sí.
—Ese fue un momento de colaboración, de intercambio de ideas, increíble. Ahí me tomé la libertad de escribirle el off a Ricardo Piglia —recuerda Di Tella y se ríe.
Aquella amistad estaría marcada, también, por la admiración del documentalista hacia el trabajo de Piglia.
—Hay algo en su literatura que me ha influido muchísimo. De pronto la literatura de Piglia me influyó más que el cine en algunos aspectos… Me gusta la idea de estar haciendo una película como si estuviera escribiendo una novela. Me gusta estar aplicando reglas de otro medio al cine, porque eso genera otra reacción del lenguaje cinematográfico.
Luego del documental sobre Macedonio Fernández siguieron teniendo contacto. Se veían en Princeton, donde el escritor hacía clases y Di Tella dirigía un festival de documentales. Fue en 2010, sin embargo, cuando empezó a tomar forma la idea de hacer una película sobre sus cuadernos.
Di Tella tenía la idea en ese momento de hacer un diario fílmico tipo Jonas Mekas o como Diary, de David Perlov, una de sus películas favoritas. Era 2010 y no tenía muy claro cómo filmar, no encontraba el rumbo, hasta que se encontró con Piglia y le contó del proyecto. El escritor argentino, entonces, le dijo que dejaba Princeton, que volvía a Buenos Aires y que era el momento de ponerse a leer sus diarios.
—Lo había intentado varias veces, pero no avanzaba, porque no era fácil enfrentarse con eso. “¿Pero existen esos diarios?”, le pregunté —cuenta Di Tella —, y él dijo: “Sí”, y me mostró un placard lleno de cajas donde estaban los cuadernos.
Ahí fue cuando Piglia le propuso que hicieran algo juntos sobre el tema de los diarios, así tenía el pretexto para leerlos de forma sistemática.
—La idea inicial fue que yo hiciera mi diario y mostráramos un poco de la lectura de sus cuadernos y reflexionar sobre el género. Pero luego fue ganando más terreno el diario de Piglia y la idea de la película se centró en su trabajo.
Consiguieron diversos fondos en esta coproducción argentina (Gema Films) y chilena (Lupe Films). Gracias a las gestiones de Jennifer Walton, la productora chilena, obtuvieron apoyo de Corfo y del Fondo de Fomento Audiovisual. El rodaje comenzó a fines de 2010, cuando Piglia estaba desmantelando su oficina en Princeton. Lo que no sabía Di Tella es que tiempo después a Piglia le detectarían una enfermedad que influiría inevitablemente en el rodaje.
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“Uno cuando chico no sabe lo que le espera”, dice Piglia con una leve sonrisa casi resignada, mientras mira una foto de cuando era niño.
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El primer día que fueron a filmar a su casa, en Buenos Aires, Piglia tenía encima de su escritorio El oficio de vivir, de Cesare Pavese, uno de sus diarios favoritos. No aparece, finalmente, en el documental, pero sí lo escuchamos leyendo las primeras páginas de su diario mientras en la pantalla se suceden una serie de imágenes anónimas, filmaciones de familias desconocidas, material con el que Andrés Di Tella complementa lo que va narrando Piglia, como si sus recuerdos personales pudieran ser, también, los recuerdos de otros: Piglia se muda de Adrogué a Mar del Plata y vemos una familia mudándose en los años 50. Una familia, una casa, la carretera. Imágenes hermosas que calzan de forma perfecta y sorprendente con lo que va narrando Piglia. Filmaciones, por ejemplo, de unos perros siendo lanzados en paracaídas en medio de la Antártica. Imágenes que parecen sacadas de un sueño, que las podría haber escrito él. Así, vamos asistiendo a sus años de formación, mientras la Argentina vive diversos momentos de convulsiones políticas; la vida privada y lo público que se entrecruzan de forma inevitable.
El documental, entonces, nos hace transitar entre la memoria y el presente: Piglia leyendo esos diarios, corrigiéndolos, editándolos, no reconociéndose muchas veces en aquellas historias que fue anotando a lo largo de su vida. Dice en un momento: “La literatura es el lugar donde siempre es otro el que habla”. Lee, sigue leyendo, reescribe, duda, prueba si en vez de la primera persona quedan mejor en tercera, corrige, no entiende su letra, lee fragmentos largos que parecen cuentos, lee listas, muchas listas, vemos un pasaje de avión a Cuba, se queda en silencio, luego lee: “No es sencillo volver atrás, recorrer la propia vida”. Pero no desiste, pues está convencido de que debe publicarlos. De hecho, en un momento le dice a Di Tella que está pensando en titularlos Los diarios de Emilio Renzi (su álter ego literario) —como finalmente se llamarán—, pero duda, pues es su vida, su memoria fragmentada en todos esos cuadernos.
Di Tella lo filma en una intimidad única. Se hace invisible y logra entrar a su vida privada con mucha elegancia y respeto, lejos de la imagen del escritor e intelectual que conocemos. Filma a algunos de sus amigos más cercanos y así reconstruye un personaje que va más allá de su importancia cultural, universalizando la película, haciendo fascinante y misterioso a su protagonista.
Con mucha sobriedad, también, filma los efectos que tiene la esclerosis lateral amiotrófica sobre Piglia, una enfermedad degenerativa que se le declaró hace poco más de un año.
—Eso fue totalmente inesperado —cuenta Di Tella— y por un momento parecía que se había terminado la película. Se hacía difícil seguir, pero él quiso seguir. Lo de la enfermedad también le dio a él una urgencia por ponerse a seguir trabajando con los diarios. Él no quería que viniera alguien y se encontrara con los cuadernos y los publicara tal cual…
Vemos, entonces, a Piglia dictándole los diarios a una mujer que los transcribe. Vemos, también, pero de forma muy solapada, las consecuencias de la enfermedad: la voz más pastosa, los movimientos más lentos, imágenes que conmueven porque la lucidez de Piglia sigue intacta, y también sus deseos por terminar el proyecto.
—Lo increíble es que él conserva un tipo de humor impresionante. Ricardo se cagaba de la risa y decía: “Mirá, te encontré el final de la película” —recuerda Di Tella.
Cuenta que Piglia vio el documental —que quedó seleccionado para el Festival de San Sebastián, en septiembre—y que le gustó mucho. “Se me fue la paranoia”, le dijo, entre risas.
—Yo creo que filmar genera un cierto compromiso en el que está siendo filmado y en general despierta el instinto que todos tenemos de dar testimonio. Al contrario de lo que muchos creen, que la cámara inhibe, yo creo que la cámara despierta ese sentimiento de testimoniar —dice Di Tella.
Y sí, al menos en 327 cuadernos esa idea se cumple, pues vemos sin duda al Piglia más personal.