"Esa idea de que hay que estar en Nueva York para recibir estímulos, me parece una lata. Es aburrido, es caro, es predecible; y además a mí no me funciona trabajar en un entorno que no sea el mío".
Hay múltiples sonidos internacionales en el nuevo disco de Gepe, pero también un espacio para locaciones muy específicas de la clase media en Santiago: “Te vi, ayer / caminando por San Miguel / Gran Avenida, Salesianos, Lo Vial / Cuando pasa el tiempo, seguimos igual”. Estilo libre es, a la vez, aldea y universo, y esa dualidad es justa con el lugar que hoy le interesa ocupar a su autor, ya con siete álbumes a su cargo (trabajos solistas y a dúo) y una atención extranjera innegable.
Cuando trascendió que el nuevo disco de Gepe iba a llevar por título Estilo libre, se asumió que la combinación de referencias que desde hace una década caracteriza su discografía iba a avanzar aún más. La apreciación es certera, aunque necesita de un matiz: por mucho que el chileno incorpore a la vez el charango elegante de Elizabeth Morris y el canto de la fenómeno viral Wendy Sulca, un sampleo cachondo de Machito Ponce y la fina producción pop de Cristián Heyne, los bronces vigorosos de gente como Marcos Aldana y la voz discotequera de Javiera Mena —todos esos supuestos contrapuestos estéticos que nadie antes en el país había combinado jamás—, su nuevo álbum es perfectamente reconocible como obra suya, anclado a su particular lectura de las licencias que da el pop. Estos doce nuevos temas parten de una multiplicidad de referencias tomadas de la vida en Chile, de su generación y su curiosidad.
LOS RECUERDOS
“San Miguel es la comuna en la que nací y crecí, y hasta hoy voy casi cada semana, porque ahí vive mi mamá. Es la burbuja. Estaban mi colegio, mis amigos, mi entorno, mi mundo, y por muchos años no tuve idea de qué pasaba de, no sé, Eliodoro Yáñez para arriba. Eso cambió cuando entré a la universidad (Diseño UC). Recuerdo haber ido a hacer un trabajo a la casa de una compañera y llegar luego a mi casa contando que tenían las alfombras en la pared (sonríe). “Punto final” no es un tributo a la comuna, sino más bien un recuerdo de los amigos de entonces, sobre todo de Cristóbal y Sebastián, que eran con los que intercambiaba música desde los catorce, quince años. Era la época de copiarse CDs, de comprar casetes en el Persa, de meterme muy fuertemente en Sonic Youth y más allá”.
—¿Crees que fue una buena educación crecer como un escolar de clase media en un lugar como ése?
—Sí, totalmente. Soy alguien curioso. Me gusta mucho conocer personas y realidades distintas a la mía, incluso más cuicas, pero también a veces puedo sentirme incómodo en ciertos ambientes y me gusta retroceder y volver al lugar en el que estaba antes. San Miguel, el (Instituto) Miguel León Prado son parte de una realidad común y silvestre, tranquila, y que me cobijó veinte años. Hoy creo que me hallo en todos lados. Si me pones en un ambiente más esnob, más de marcas, bueno, son quince personas por un rato, y con ellos puedo mantener una distancia. Nada relevante.
LA ANTI- IRONÍA
“Una de las cosas más impresionantes de conocer a (la cantante peruana) Wendy Sulca fue ver cómo ella es completamente entregada a lo que le dices. No se pone a la defensiva, no hace dobles lecturas, no maneja nada, pero nada de ironía. Eso me encanta. Yo odio esa cosa posmoderna de la ironía, del ‘placer culpable’, de hacer chistes con la música; toda esa estupidez. Es algo que está mucho en este disco. Como sé que entre Heyne y yo podemos tirarnos hacia un lado más indie, me interesaba trabajar con gente que manejara un pop más pragmático. Al (ingeniero de sonido Javier) Garza tú no le puedes decir: ‘Quiero que esto suene como Flaming Lips mezclado con Velvet y un poco vintage y BonJovi’, porque no va a entender. Él no entiende que eso pueda ser una broma. Él trabaja para Ricky Martin, para Alejandro Sanz, para Jennifer López… ¿cachái? Y en este disco está ese brillo que yo admiro en artistas como ellos, o en algunas cosas de Calamaro o de Los Fabulosos Cadillacs. Escucha ‘Bohemio’, por favor. Y para qué decir ‘Padre nuestro’: ‘… quiero ver amanecer / pero del otro lado ver amanecer / para que alguien se quede aquí para saber si yo sigo vivo’. Te diría también Manu Chao, pero con él ni me atrevo a compararme porque está en un lugar muy muy superior”.
—O sea, si te digo que “TKM” recuerda a “Humanos a Marte” de Chayanne tú no te ofendes.
—Por supuesto que no, me encanta. “Invierno” intenta ser una bachata; incluso tiene una cita a “La tierra del olvido”, de Carlos Vives. Lo que me pasó con esa canción es muy representativo de esto que te digo: me costó mucho que cuajara; entre Cristián (Heyne) y yo estuvimos más de un mes peleando con el sonido, y no salía como yo quería. Hasta que me di cuenta de que lo que intentaba hacer era una broma de bachata, y así no iba a resultar. Así es que llamamos a Juan Bustos, un percusionista bacán que vivió mucho tiempo en Cuba, y salió perfecto. ¿Por qué? Porque lo hizo en serio. Admiro a la gente que se enfrenta a la música en serio, o que consigue caminar sobre esa delgada línea que separa el buen pop de lo chanta, como Daft Punk o Señor Coconut. Eso no lo consigue cualquiera.
YOUTUBE
“Yo no investigo: pregunto y busco. No me siento obligado a ser experto en algo, y por lo demás ni siquiera creo que eso sea posible. Hay un montón de cosas que me interesan, pero prefiero un método de aprendizaje más personal, intuitivo. En YouTube hay suficiente para mantenerme entretenido por mucho tiempo. No soy un musicólogo ni un explorador. Ni siquiera disfruto los aviones. Esa idea de que hay que estar en Nueva York para recibir estímulos, me parece una lata. Es aburrido, es caro, es predecible; y además a mí no me funciona trabajar en un entorno que no sea el mío. Me resulta mucho más constructivo ver a mi amigo Juan que vive acá a pocas cuadras. Hay cosas que muchos pueden considerar livianas, pero de las que a mí me interesa sacar algo complejo y profundo. No creo que haya cosas banales. En todo puede haber algo interesante de explorar. Incluso en el pop hay algo que es retorcido, reventado, complejo… más que en el rock. O sea, si te pones a pensar, los Bee Gees al final se dieron mucho más duro con drogas que los Guns N’ Roses. Y su música tuvo esa dulzura… rara, que me encanta”.
—Desde ahí, pedirte fidelidad con formas folclóricas estrictas, como algunos lo han hecho, es un despropósito.
—Me entretienen esas peleas tan estrictas sobre qué es y qué no es folclor. Es cosa de los que las inician, no siento que tenga que dar explicaciones. Por supuesto que yo no soy un folclorista, jamás diría algo así. Para mí lo que hago está claro, y no me siento responsable de aclararlo si es que alguien no lo entiende. Incluso me parece bacán que quede así, confuso.
EL COLECTIVO
“Esta semana me he dado cuenta de lo cariñosa que es la gente conmigo. En la firma de discos se armó una fila gigantesca, y vendimos la chorrera de CDs. Llegaron muchos cabros chicos, mamás y papás que habían salido antes de la pega para conseguir que yo les firmara algo para sus hijos. Hasta me sentí mal de que tuvieran que esperar”.
—¿Influye constatar ese cariño en el tipo de música que sientes que tienes que hacer?
—Sí, en el sentido de entender que hay algo importante con el disfrutar. Hace poco, en Cartagena, España, se produjo una sinergia muy bonita entre el público y los que estábamos en el escenario. Eran casi las cuatro de la mañana, creo que la gente no nos cachaba mucho, pero igual algo se prendió: la música sonaba y era como si todos estuviéramos dentro de ella. Ahí pensé: de esto se trata. De una cosa colectiva, de que el autor no importa, de que la música encadena a los que la escuchan y nos va perdiendo, perdiendo. Es una de las cosas que tiene la música andina que me agrada: no hay líderes, se pierden los protagonismos; estamos juntos en esto y somos todos uno… y a la vez no somos nadie. Por eso tocar en vivo es mi trabajo favorito. Me emociona como el primer día.
LA ANSIEDAD
“Estoy consciente de que en algunas canciones mías han quedado versos mal resueltos, y es algo que no quería repetir. Creo que esta vez me concentré más en lo que había que decir. Y si las letras quedaron mejor o más parejas, creo que es por ese cuidado, pero también por el oficio que he ido acumulando. Tengo ya también más ganas de decir verdades, no en el sentido de la gran verdad filosófica, sino que cosas que me pasan y que pienso: y qué tanto si las digo. Así como los raperos, que son más biográficos, más desnudos, y me parece súper. Cuando dejo de esconderme en una letra, creo que disfruto más la canción. Es lo que pasó con ‘Punto final’, que incluso me conmueve escucharla”.
—“Siempre quiero lo que no tengo” habla de la ansiedad. ¿Crees que ésa sea una característica de tu música?
—Sí, de hecho ésa es una frase que uso mucho, eso de que nada es suficiente. No es que la ansiedad sea un motor para mí, pero es lo que me hace escuchar y escuchar, y luego grabar y grabar, y ser incansable en corregir y corregir. Mis discos van mutando en el camino, y creo que nunca llegan a cristalizar completamente en mí. Incluso cuando ya salen me quedo con la sensación de que las canciones podrían haber seguido mutando. Y entonces esos supuestos errores o espacios vacíos los enmiendo luego en otro disco. No compito contra esa ansiedad, no busco superarla. Creo que mi creatividad tiene mucho que ver con no contentarme.