Ahora que el cuarto de los libros de Millennium acaba de aparecer, hay que recordar que hace una década, cuando se publicó el primer volumen de la saga, era imposible saber que ahí se iniciaría un fenómeno literario. Sí, la primera novela del sueco Stieg Larsson (1954-2004) venía impulsada por el aura de una leyenda literaria tan perfecta que parecía falsa: Larsson, un periodista de izquierda experto en temas de racismo y género, había muerto el mismo día en que una editorial había aceptado publicarle tres policiales enormes que eran pura carne de best seller. Ya lo sabemos: nada más eficaz que un fantasma para ponerle rostro a un mito y nada mejor que una buena novela debut para apuntalarlo.
Anoto esto porque Los hombres que no amaban a las mujeres (2005) puede leerse, a la luz de los años, como un muy buen libro. Consciente de las reglas básicas del género, el volumen hipertrofia los lugares comunes del relato policial de cuarto cerrado. Cuidadoso, Larsson se toma su tiempo: la narración se extiende hasta cubrir todos los detalles y el misterio (la desaparición de una joven en una isla) se destila en un suspense melancólico que rota una y otra vez por la obsesión de su autor por las escenas de violencia. Ahí, la intriga no es lo central sino otra cosa: las figuras de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, los peculiares investigadores que Larsson pone en escena para indagar en esa justicia simbólica que sólo la ficción podía entregar.
Mucho se ha dicho de ellos a estas alturas, de cómo funcionan el superperiodista Blomkvist y la hacker punk Salander, sobre cómo él puede ser un trasunto biográfico de su autor y ella uno de los personajes más interesantes de la cultura pop del nuevo siglo. Pero también hay que pensar que su relación es el corazón de la saga: los dos están definidos por la violencia política y de género, marcados por la crítica a la sociedad de bienestar de la Unión Europea, atrapados entre los espectros de la guerra fría y los modales afectivos del nuevo siglo; al punto de que Salander es bisexual y Blomkvist vive en una relación poliamorosa con su editora de la revista Millennium.
Los dos libros que vendrían después profundizarían esa condición. La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (2006) y La reina en el palacio de las corrientes de aire (2007) seguirían las aventuras de los personajes, pero abandonarían el policial para volverse tecno-thrillers de espías donde Larsson se dedicaría a construir un imaginario más amplio, que tenía que ver con Salander y su condición de genio matemático y niña abusada, con su padre (el criminal ruso Zalachenko, el villano ominoso de la trilogía) y el peculiar sentido de justicia de la protagonista, en abierta guerra contra el Estado y toda clase de corporaciones. Blomkvist, al lado de eso, se encogería, volviéndose una suerte de mesías sexual que muchas veces parecía una caricatura.
Con todo, había ahí un proyecto de envergadura. Salander era el centro de la saga, quizás porque encarnaba su sentido, que era el preguntarse desde la novela sobre cómo se constituían los modales afectivos y políticos en una Europa de pesadilla, cruzada por la xenofobia, el racismo, dominada por capitales oscuros y cegada por la comodidad económica. Por supuesto, esas preguntas quedaban condicionadas al hecho de que las novelas ya eran un fenómeno global. A los millones de ejemplares vendidos, a las traducciones y adaptaciones en Suecia y Estados Unidos, se sumaba una pelea agria entre sus herederos, más bien penosa. Ahí su ex pareja disputaba con el padre y el hermano del autor los derechos de las obras, pero también el boceto de una novela inédita que llevaba a Blomkvist y Salander a Ciudad Juárez.
La marca salander
Lo que no te mata te hace más fuerte acaba de aparecer y no tiene nada que ver con ese inédito que sigue guardado en el cajón de la viuda de Larsson. El cuarto volumen de Millennium está escrito por un tal David Lagercrantz y sí, sirve para leer más aventuras de Salander, pero para nada más que eso.
No exagero. Construido sobre la persecución y rescate de un niño savant, capaz de descifrar enigmas matemáticos y de dibujar de modo fotográfico, el libro está lleno de hackers buenos y malos, espionaje industrial, la NSA norteamericana, psicópatas tristes y saqueos a viejas cintas de Bruce Willis. Porque Lagercrantz no es Larsson y esto es algo terrible y quizás patético: el sexo, motor de los libros anteriores, desaparece; la intriga está ajustada al modo de un thriller clásico y las motivaciones complejas y contradictorias de un personaje como Salander son reemplazadas por explicaciones sacadas literalmente de los cómics de Marvel. Con una trama confusa, sobre el tercio final todo parece una mala adaptación, una fan fiction escuálida del universo de Larsson, al punto de que Lagercrantz es capaz de meter a una hermana gemela de Salander como la nueva villana de este universo.
De este modo, ahí donde el autor original ponía acento en la urgencia política de lo que contaba, jugando a denunciar el racismo y la violencia contra la mujer, Lagercrantz sencillamente decide no mirar, saqueando ideas sobre el escándalo de Wikileaks y de las paranoias globales sobre la vigilancia que el Estado realiza con los ciudadanos. Por supuesto, todo se lee rápido, pero queda en el aire la sensación de estar asistiendo a una parodia que no sabe que es tal. Por supuesto, también se entiende el sentido de lo anterior, que es simplemente seguir explotando las ideas de Larsson, pero despojándolas de sus lados más engorrosos, jibarizándolas para volverlas carne de adaptación. Nada de malo hay en esto, salvo el hecho de que Lagercrantz es un escritor carente del talento que tenía Larsson a la hora de hacer una literatura de entretención. Por supuesto y, finalmente, eso ya no le importa a nadie: Salander y Blomkvist valen demasiados dólares como para permitir que sus aventuras terminen una vez muerto su autor. Valen lo que vale una marca, lo que vale una franquicia que será exprimida hasta dejar una cáscara vacía, como si ese pellejo fuese todo lo que importa de una idea o de un personaje.