Por Nicolás Alonso Septiembre 11, 2015

En la puerta, que está cerrada, hay un pequeño camafeo. Un portarretratos oval con bordes de bronce, tallado, que contiene la imagen de un oso, de chaqueta gris, camisa y corbata, con las manos cruzadas y la mirada triste. En el otro extremo de la sala, en una gigantografía, el mismo oso, con la misma mirada, sostiene el artefacto que contará su historia, y que tiene grabado un nombre: Bear Story. Frente a él, 45 galardones repiten ese nombre, la mayoría de Estados Unidos, pero también de Taiwán, de Brasil, de Portugal y de Grecia. Algunos parecen juguetes, y se confunden con el centenar de figuritas, una suerte de altar de la niñez: Miyazaki, Plaza Sésamo, Toy Story, Monsters Inc. Entre ellos, algunos juguetes de otra época —una rueda de la fortuna, un pato de lata manejando un triciclo—, que fueron buscando y encontrando en ferias antiguas, tratando de dar una estética al oso que tenían en la cabeza. Y también varios osos de plástico, juguetes baratos, que compraron y dibujaron y animaron.b

Ahora la sala, el estudio de animación en el tercer piso de la Universidad de Las Américas donde funciona Punkrobot, la productora que acaba de hacerse un nombre tras ganar con Bear Story cuatro festivales Oscar Qualifying —con ganar uno basta para entrar en la carrera de los Oscar—, está en una mañana agitada. El productor del equipo, Patricio Escala, revisa con la directora de animación, Antonia Herrera, la montaña de papeles que tienen que llenar para oficializar la preselección, que en diciembre se reducirá a los diez mejores, y en enero a los cinco nominados. Cuatro animadores veinteañeros trabajan en un nuevo cortometraje, otra historia triste: la de un perro y una gata que se aman, pero que se van distanciando de a poco, consumidos por sus trabajos. También preparan el tráiler de una serie, que piensan vender en Canadá, sobre unos chicos que encuentran una consola antigua en el entretecho de su abuelo. El estudio tiene esa dualidad: hacen series educativas y de aventuras —como Flipos, que vendieron a Netflix— para financiar cortometrajes autorales. Son las reglas de un negocio difícil: la única forma de poder destinar cerca de 10 millones de pesos para inscribir Bear Story en un centenar de festivales, desde su estreno, el año pasado.

c En un computador, uno de los animadores da forma al esqueleto de un perro, que antes estudió anatómicamente, y va poniendo cada una de las articulaciones con que luego lo hará actuar. Sólo en eso puede tardar una semana y media. Gabriel Osorio, el director de Punkrobot, de 31 años, dice que es un trabajo arduo, pero no se compara a los cuatro años que tardaron en realizar Bear Story, en crear esos diez minutos que al final tienen que justificar todo. Desde presentar la idea al equipo —sin decirle que se trataba de su historia—, dibujarla en papel, modelar los personajes, hacer el guión, buscar una estética, encontrar objetos antiguos en ferias, dibujar, dibujar muchísimo, hasta un día tener el primer segundo de animación.

 

—¿Por qué invertir tanto en diez minutos?

—Es una locura gastar años de tu vida en algo que dura diez minutos, lo sé. Al principio queríamos demorarnos seis meses, pero es difícil. Yo quería hablar de mi abuelo, y de cómo los recuerdos te pueden mantener vivo. Pero pensaba que era demasiado triste, que nadie lo iba a entender, ni a nadie le iba a gustar.

—¿Y por qué seguiste?

—Porque fue terapéutico. Me estaba ayudando. Pero nunca es fácil contar lo que te duele.

LOS RECUERDOS

Lo que cuenta Bear Story es esto: un oso se levanta en su casa, toma desayuno solo, revisa la habitación donde alguna vez durmió un hijo y que ahora está vacía. Sale a la calle con un artefacto viejo, como si fuera un organillero, y toca una campana para atraer a los niños. Uno se acerca, y lo que ve, al mirar por el lente, que el oso activa con una manilla, es un relato: unos muñecos de hojalata que actúan una historia melancólica. La de un oso, que es separado de su mujer y su hijo por los centinelas de un circo, que lo encierran a golpes durante años. Y luego la fuga de ese oso, el retorno a su casa tras vencer a los centinelas, sólo para ver que su mujer y su hijo ya no están. Que lo que le queda es construir un artefacto, e ir por las calles contando sus recuerdos.

“Es una locura gastar años de tu vida en algo que dura diez minutos. Queríamos demorarnos seis meses, pero es difícil. Yo quería hablar de mi abuelo, y de cómo los recuerdos te pueden mantener vivo. Pero pensaba que era demasiado triste, que nadie lo iba a entender”.

Veredas que son las mismas de Quinta Normal por donde caminó Gabriel Osorio. Antes de estudiar Arte en la Universidad de Chile, y de jugarse todas sus fichas por ser animador, una decisión que entonces, en 2005, aún era una locura. El oso camina, empujado por la delicada música de Dënver y Felicia Morales, y detrás quedan las casas viejas, las fábricas, la estética de los recuerdos de Osorio, del niño que dibujaba todo el día. Y que no entendía muy bien su historia: por qué su abuelo vivía lejos, por qué nadie en su familia hablaba de eso, por qué había aparecido de pronto, luego de tantos años, y por qué no había podido venir al funeral de su hijo, el padre de Gabriel. Un padre del que apenas tenía recuerdos: sólo que se dedicaba a construir artefactos de fierro, y unas pocas imágenes difusas más, que fueron moldeando, de a poco, la substancia que décadas después se transformaría en un cortometraje.

—El oso que vuelve y su familia que no está tiene que ver con mi abuelo exiliado, que volvió a Chile y mi padre ya había muerto. Es algo muy fuerte y me cuesta mucho hablarlo. El corto me ha servido para sacar una parte de mí que antes no podía, que creo que conté con sinceridad, y por eso conectó. Discutíamos si era demasiado triste, pero yo siempre lo defendí. Porque la vida es así, no siempre es lo que uno quiere.

La idea de contar la historia de Leopoldo Osorio, su abuelo, ex regidor de Maipú por el Partido Socialista, encarcelado dos años y exiliado a Londres en 1975, y la de su padre, fallecido cuando él tenía cuatro años, empezó a rondarle en la universidad. Pero la idea de contar historias estuvo siempre. Osorio dice que le cuesta recordar una época, en la casa que compartía con su madre y su hermana, en que no esté dibujando. O viendo dibujos: primero la fascinación por Robotech, luego la profundidad de Conan, el niño del futuro, la primera serie de Miyazaki que daban en UCV, y mucho más tarde las historias que lo harían pensar en su abuelo: los preciosos primeros 20 minutos de Up —el mejor “corto”, dice, que ha visto en su vida—, el padre—ratón contando su padecimiento en los campos de concentración nazis de Maus, de Art Spiegelman, y las novelas gráficas de inmigrantes de Shaun Tan.

Luego, los estudios de Arte en la universidad, las ganas de copiar a Rembrandt y a Hopper, y más tarde un aviso en un diario, a mediados de la década pasada, para trabajar en Papelucho y el marciano, de Cineanimadores. Y su primer día como practicante, donde conocería a Antonia Herrera, la futura directora de animación de Punkrobot, que había llegado por el mismo aviso, y que poco tiempo después se iría con él para hacer cortometrajes juntos, y para ser también su esposa y la madre de su hijo.

Y, entremedio, la aparición de su abuelo, en 1992, después de todos esos años en Londres, y empezar a entender la historia que tenía que contar. Una historia que trataría sobre los recuerdos.

RELATOS TRISTES

Cinco años después de la tarde en que le contó a su equipo del proyecto, lo que más sorprende a Gabriel Osorio son los comentarios de YouTube. La cantidad de gente que dice llorar luego de ver Bear Story. Pero primero fue la sorpresa de ganar en Cleveland, en abril pasado, en la primera competencia que los preclasificó a los Oscar, y la idea de que era lo máximo a lo que podían aspirar. Luego el segundo, tercer y cuarto triunfo, en RiverRun, en Nashville y en Palm Springs, y la sensación de que tal vez podía suceder: que podían llegar a estar entre los cinco nominados. Y el mes pasado, tras ser los primeros en la historia en ganar el premio del jurado y del público en The ShortList Film Festival, en Los Ángeles, y de recibir comentarios de distribuidores sobre la sorpresa en la Academia de que un corto ganara cuatro clasificatorias, la incertidumbre de hasta dónde llegará la historia del oso.

Osorio cree que la única explicación a lo que ha generado el cortometraje, que esta semana también triunfó en un festival en Monterrey, es ésa: que era su historia, que sabía exactamente cuáles eran los sentimientos que estaba animando. Mientras pasea a su hijo de nueve meses por el estudio—juguetería, cuenta de otros proyectos: de Guitarra y Tambor, la serie que quieren vender al CNTV sobre unos instrumentos que buscan a otros —todos distintos— para hacer una banda, con un mensaje de no discriminación. Y también del otro cortometraje de alta calidad que están haciendo, técnicamente más ambicioso que Bear Story, sobre la historia de un amor roto entre un perro y una gata.

—Sigues contando historias tristes.

—Sí, Bear Story no es una historia para niños, no con ese final. Pero es un tipo de cine. Casablanca tampoco tiene un final feliz, pero dicen al final: “Siempre tendremos París”. Y París son nuestros recuerdos. De eso se trata: siempre tendremos nuestros recuerdos, y nos sirven para seguir viviendo.

Hace unos meses, luego del éxito del cortometraje, decidió juntarse con su abuelo, el oso original, y mostrarle lo que había hecho con la historia de la familia. Cuando cuenta eso, se emociona.

Esos recuerdos, lo que su abuelo le dijo, sólo quedarán para él.

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