“El tono de la prosa de estos cuadernos deriva de la inversión del acto de escribir conscientemente”, anota Emilio Renzi en 1967. A esas alturas sus diarios ya cubren una década. Pero Renzi no es Renzi, sino el nombre literario que Ricardo Piglia usa para introducirse a sí mismo en sus novelas al modo de un vehículo que se fuga hacia la ficción, algo que le permite balancearse entre varios mundos. Por supuesto, sabemos que Piglia siempre ha jugado a eso. A sabotear esa claridad en torno a su identidad, a hurgar en ese juego literario pero que en realidad es un racconto de la propia memoria privada, donde la lectura y la experiencia de vida son una sola cosa. Así, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, el primer volumen de esos antes misteriosos cuadernos que cubren más de medio siglo, lo prueban de modo doloroso y extraño. Estamos ante un autor que ha decidido sacar su intimidad a la luz para darle algún sentido.
En un año donde se han publicado cuatro libros nuevos de Piglia (además del diario, está una Antología Personal; La forma inicial, con sus conversaciones en Princeton; y Por un relato futuro, que compila los diálogos que sostuvo por años con Juan José Saer), los cuadernos de Renzi resultan centrales. Sus lectores los esperábamos hace años, nos preguntábamos de qué diablos hablarían. Porque en Piglia todo estaba a la luz y todo estaba oculto, porque justamente una de sus mejores trampas era esconder todo a la vista: su vida, su biblioteca y el material de sus novelas.
Este volumen cubre los cuadernos que van desde 1957 hasta 1967, que son los años en que su autor entró a estudiar Historia en la Universidad de La Plata hasta el momento en que publicó “La invasión”, su primer libro de relatos, en los días cercanos a la muerte del Che Guevara.
Todo eso está acá, en este volumen, que cubre los cuadernos que van desde 1957 hasta 1967, que son los años en que su autor entró a estudiar Historia en la Universidad de La Plata hasta el momento en que publicó La invasión, su primer libro de relatos, en los días cercanos a la muerte del Che Guevara. Lo que hay entremedio es lo predecible, pero no lo obvio: lo mejor de los diarios es la sensación de que quien los narra nunca está quieto, viviendo varias vidas a la vez. Sí, está acá el avance en la pregunta sobre cómo funciona la propia escritura —“busco una poética personal que aquí no se ve (todavía)”—; la neurosis obsesiva de la corrección de los relatos de La invasión, además de las semillas de esa novela que años después tomará la forma de Plata quemada. Sí, quien quiera entender las lecturas de Piglia (Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Pavese) encontrará acá notas de trabajo que analizan en detalle sus procedimientos formales para dar cuenta del funcionamiento de la mecánica del cuento, acaso como un modo de sacarse de encima la sombra neurótica de un Borges que le dice: “Ah. Usted también escribe cuentos”.
Pero eso no es lo central. O lo único. Lo más interesante de Los diarios de Emilio Renzi es cómo la realidad termina colándose en los cuadernos. El lector asiste así a un monólogo furioso de Ezequiel Martínez Estrada (“Soy el último pensador argentino, pero aún no he sido aniquilado”), pero también a las fantasmagorías del exilio de Perón, el gobierno de Onganía y la intervención de la facultad donde Piglia empieza a trabajar de académico y a adquirir conciencia política.
Ahí, al comienzo toma cercanías con el trotskismo (“son muy teóricos, ultraintelectuales y muy poco prácticos. Así que me venían al pelo a mí, que era sobre todo, y lo sigo siendo, un intelectual abstracto”), pero luego aquello se profundiza y toma cierto aire conspirativo. El diario se vuelve cifrado, adquiere conciencia del peligro de consignar nombres o lugares, y el narrador se enfrenta con lo que es el trabajo intelectual de quienes tienen entre veinte y treinta años: proyectos que no salen, revistas que nunca terminan de imprimirse, conversaciones que se extienden en madrugadas eternas.
En tiempo presente, Piglia/Renzi describe todo lo anterior más o menos a la deriva, perdido en relaciones amorosas que lo quiebran en pedazos mientras se empareja con muchachas pelirrojas o casadas, se hace amante de la esposa de un pariente y madura viviendo a salto de mata entre hoteles de La Plata y Buenos Aires, entre la academia y el mundillo literario, como si fuesen espacios divergentes, que exigen de sí distintas máscaras.
Es en ese punto donde aparece Cacho Carpatos, un amigo suyo que en vez de ir a la universidad se convierte en ladrón profesional. La mitad del libro está marcada por su presencia y sus aventuras. Cacho le ofrece a Piglia una mirada a la vida peligrosa que sólo conoce literariamente. Cacho maneja autos robados, pierde la plata en casinos, su novia Bimba es una muchacha de la calle. Son días feroces. Renzi/Piglia se escinde, se quiebra en varias identidades. El escritor habita en ese mundo criminal con alegría, mientras anota citas de Marx, toma anfetaminas para escribir, trata de borrar su rastro cambiando de hotel luego que la policía capture a Cacho y sospeche de él. El mundo criminal es algo concreto, al punto de que le sopla a su amigo sobre un botín posible, el de un paciente de su padre médico. “Tengo veinticuatro años, la edad de Raskólnikov”, anota en la misma entrada.
Aquello vuelve al libro volátil. Los últimos momentos son desoladores. Piglia leerá a García Márquez (a quien definirá como una mezcla entre Jorge Amado y Fellini) un par de meses antes de que el Che muera en Bolivia. “Algo ha cambiado para siempre en la vida de mis amigos y en la mía”, anota sobre el asesinato de Guevara. A estas alturas, cualquier inocencia ha desaparecido; uno de sus amigos ya se ha perdido de vista, diciendo adiós de modo oscuro para meterse en la guerrilla.
Eso hace que el volumen deje una sensación agridulce. El éxito literario del narrador, que él mismo celebra con distancia, es también la despedida de cierta inocencia, el final de una épica. Quizás ese es el sentido final del libro, que los diarios queden suspendidos en el aire, abordando esa condición más o menos quebrada e irresoluta de la vida. Mientras, el lector ha asistido a cierto gesto, a cierta idea: el propio pasado es susceptible de ser contado y leído como una novela, como una ficción demoledora. Ese es, quizás, el sentido de estos diarios que aspiran a dejar de ser eso, diarios, y convertirse en otra cosa. Anota Renzi, anota Piglia: “En mi caso podría decir: he entrado en mi autobiografía cuando he podido vivir en tercera persona”.