París todavía es una ciudad normal. La mañana del viernes 13 de noviembre, en un café a los pies de su departamento, Emmanuel Carrère (1957) lee la prensa: el antiguo brazo derecho de Sarkozy irá a la cárcel por desvío de fondos públicos; Francia se enfrenta a Alemania en un partido amistoso; alarma en colegios por falta de profesores. Las noticias son casi banales, pero en pocas horas la realidad va a cambiar: ese mismo día, y a pocas cuadras de ahí, un grupo de terroristas islámicos dispararán contra cientos de personas en bares del sector. París se convertirá en la ciudad del horror, pero antes de que eso pase, antes de que François Hollande declare la guerra, y antes de que el islam radical se convierta en el enemigo de la república, Carrère pasará una hora de ese día hablando sobre una antigua secta fanático-religiosa que hace veinte siglos conquistó Occidente.
El escritor cierra los diarios y regresa a su departamento —ubicado en la rue Martel, la misma calle donde vivió Julio Cortázar— para conceder esta entrevista. En el living de su casa, evoca lo que conoce de Chile: la escritura de Roberto Bolaño —“un shock en mi vida de lector”, confiesa— y la postal del desierto que describe Diego Zúñiga en Camanchaca, una novela que, dice, adoró. Lo hace antes de viajar a Santiago para participar, el 2 de diciembre, en el ciclo “La ciudad y las palabras” de la Universidad Católica, una charla en la que, sin duda, se hablará de religión.
Si en Sumisión Michel Houellebecq se proyectó en un futuro ficticio en el que Francia será gobernada por un partido musulmán, en El reino Emmanuel Carrère hizo el ejercicio contrario: retrocedió en el tiempo para tratar de entender, desde la no ficción, cómo una secta judía unida por una “creencia insensata” devoró al Imperio Romano, creó una civilización y perduró hasta hoy.
En el libro, cruce de investigación histórica, novela y autobiografía, el escritor de Limónov (2011) toma como personajes a los apóstoles Pablo y Lucas, los que, sin conocer a Jesús en persona, configuraron e instalaron, contra toda lógica, el relato de milagros y resurrección que conocemos hasta hoy. El reino fue el libro más aplaudido del año pasado, Carrère se consolidó como uno de los autores más brillantes de la literatura francesa actual, y tras la aparición de la novela de Houellebecq, la prensa corrió tras él para saber su opinión. “No es imposible (...) que el islam sea más o menos a largo plazo no el desastre, sino el futuro de Europa, como el judeocristianismo fue el futuro de la Antigüedad”, afirmó en Le Monde.
—Lo que traté de decir es que para muchos bienintencionados del mundo antiguo, del siglo I, II y III de nuestra era, el judeocristianismo era el horror, la intolerancia, el fanatismo, la negación de los valores de la filosofía antigua —explica Carrère—. A pesar de todo, no sólo prevaleció, sino que creó esta civilización occidental de la que hoy nos empezamos a arrepentir. No es imposible que en muchos siglos se genere una especie de aclimatación del islam en Europa, pero quiero pensar que eso implicará su adaptación a la libertad de pensamiento. Si se intenta extrapolar lo que pasó con el cristianismo, si se piensa que muchos lo veían como la contaminación de un poder hostil, quizás hay una lección a sacar de ahí.
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Quien haya leído las novelas recientes de Carrère sabe la importancia que tiene para él su mujer, Hélène, una figura recurrente en sus libros. En El reino, por ejemplo, el escritor inserta e-mails que intercambia con ella a propósito de una curiosa reflexión sobre videos pornográficos y pinturas religiosas. La autoficción y la escritura desde el yo son parte de su estilo original, y de ahí que cuando Hélène llegue al departamento, hacia el final de esta entrevista, cueste no pensar en ella como un personaje de sus novelas.
Este tono autobiográfico surgió mientras trabajaba en El adversario (2000), una especie de A sangre fría sobre el vínculo que estableció con Jean-Claude Romand, un falso doctor que asesinó a su mujer, sus hijos y sus padres. “Pasé años tratando de escribirlo como ficción, pero no me resultó. Así me fui moviendo hacia la no ficción y hacia la primera persona”, cuenta.
El cristianismo puede parecer un tema árido para un escritor famoso por historias alucinantes como la de Limónov (2011), biografía novelada sobre el poeta más estrambótico de las letras del Este —región que conoce bien: su madre es una de las historiadoras sobre Rusia más importantes de Francia—, un libro de éxito mundial que sirvió a Carrère para narrar, en paralelo, medio siglo de comunismo. Pero la historia de los apóstoles lo tentó tanto como la de Limónov: no sólo tiene los ingredientes de una buena novela, también tiene algo de ciencia ficción. La idea de El reino, de hecho, nació mientras trabajaba en el guión de Les Revenants, la famosa serie francesa en la que, de un día para otro, los muertos vuelven a la vida. Si nadie cree que eso pueda pasar en el mundo real, ¿por qué se sigue creyendo que Cristo resucitó?
Carrère se hizo esta pregunta muy en serio: estudió durante siete años el Nuevo Testamento y escribió 600 páginas sobre el tema. En ellas, demuestra por qué es uno de los escritores más talentosos de hoy, y la prueba es haber logrado que más de 200 mil franceses metieran sus narices en un libro sobre el cristianismo, una especie de milagro en un país obsesionado con el laicismo. Su hazaña fue valiente, ya que en un medio literario en el que no creer en Dios es ley, Carrère se atrevió a confesar su pecado de intelectual: a comienzos de 1990, en medio de una crisis existencial que duró tres años, se convirtió en un cristiano devoto.
—Decir que me da vergüenza pensar en esa época es exagerado —dice con una sonrisa—. Es una especie de bochorno, como cuando uno mira fotos viejas y se ve con un peinado raro. No soy del todo no creyente ni del todo creyente, pero sigo muy apegado al cristianismo. No me siento en relación a él como se sintieron los antiguos estalinistas convertidos en anticomunistas violentos. Sigo apegado al núcleo duro del mensaje evangélico que, sin embargo, está muy lejos del ámbito de la creencia. Eso no me genera problemas ni intelectuales ni morales.
—El Nuevo Testamento no predica necesariamente paz y amor: sus relatos están llenos de traición y rivalidades. ¿Ahí está su valor literario?
—Sí, no predica sólo paz y amor, pero mucho mejor así, o si no sería muy aburrido. Intenté hacer una visita guiada del Nuevo Testamento diciendo que no sólo es el texto de paz y amor que se lee en la iglesia, sino que es una historia muy apasionante y novelesca. De Jesús no sabemos mucho, porque de él sólo hay retratos de segunda mano. En cambio, tenemos acceso directo a Pablo: uno puede pensar lo que quiera de él, pero su personalidad tiene una fuerza enorme.
—Pablo hace pensar en el magnetismo de Limónov: debe haber tenido un carisma poderoso para convencer a la gente de que un hombre resucitó de entre los muertos.
—Ambos son seductores y tentadores, son personajes con muchos contrastes, con muchas luces y sombras, lo que los hace muy buenos héroes de novela. Por más que se suponga que Pablo era un santo, no es un personaje mucho más positivo que Limónov. Es un hombre de una gran amplitud, más que Limónov, por supuesto, pero también es un personaje respecto del cual uno es muy ambivalente. A ratos parece impresionante, a ratos detestable.
—La creencia en la inmaculada concepción o en la resurrección recuerda una frase de Iván Karamazov: “El mundo descansa sobre absurdos, y acaso nada hubiera ocurrido sin ellos”. ¿Se puede resumir la historia del cristianismo así?
—Sí. Pero cuando subrayo su extravagancia no es para reducirlo y decir “es ridículo”. Al contrario, intento hacer notar esa rareza radical. Incluso diría que es esa rareza que Karamazov llama “absurdidad” la que da al cristianismo un poder de adhesión tan grande. Como esa frase famosa del padre Tertuliano: credo quia absurdum, “creo porque es absurdo”. Y cuando dice absurdo, no quiere decir ridículo, quiere decir que va contra todo lo que creemos saber del mundo. Soy agnóstico, pero lo que yo pienso no es la verdad. No ponerme en posición de superioridad fue lo más difícil y apasionante.
—Se habla mucho del “fin del mundo”, del cambio climático, del Estado Islámico. Parece un contexto ideal para la fe religiosa, pero hay menos fe y más iglesias vacías.
—Es verdad para la fe cristiana católica en Europa. Al menos aquí, es una religión vieja que está en su fin, incluso si aún adquiere “rostros bellos”, ya que el Papa actual inspira mucho respeto. Hay un intento de volver al núcleo duro del cristianismo, que es estar del lado de la pobreza y la debilidad. A pesar de eso, el cristianismo está en un proceso de pérdida de velocidad, pero no es el caso de todas las religiones. No es el caso del islam.
—Ha dicho que es fan de filmes de ciencia ficción como La invasión de los ladrones de cuerpos. ¿Es ese lado fantástico del cristianismo lo que lo atrae como escritor?
—Es polémico decir que el cristianismo es ficción, pero en todo caso es un relato al que estamos muy acostumbrados. Si tratamos de raspar un poco esa capa, aparece una historia inaudita de gran fuerza novelesca, pero demente, totalmente demente, más que la mitología griega. Y que una historia así haya logrado, a pesar de todo, hacer que 20 siglos más tarde un tercio del mundo siga creyéndola, es impresionante.
—En El reino hace muchos paralelos entre los orígenes del cristianismo y del comunismo soviético. ¿Ve semejanzas en estos dos movimientos históricos?
—En el Nuevo Testamento hay toda una dimensión política, que tiene que ver con las querellas extremadamente violentas entre los diversos personajes que llegaron después de Jesús. De un lado, sus herederos un poco legítimos (su familia, sus cercanos), y por el otro, Pablo, que hizo una especie de “oferta pública de adquisición” absolutamente demente sobre esta secta y por la cual se adueñó de su herencia de forma muy violenta. Se parece mucho a las querellas entre los bolcheviques, entre Lenin, Stalin y Trotski. Y es comparable porque no estamos frente a la “pequeña política”, sino frente a movimientos que apuntaban a modificar radicalmente la historia e incluso al ser humano. Es la meta del cristianismo, y el comunismo también lo decía: hay que crear un hombre nuevo.
—Muchos interpretaron el Nobel a la escritora Svetlana Alexiévich como un gesto político contra Rusia, tal como pasó con Solzhenitsyn. Limónov dijo que el premio es una especie de “Miss Universo” en el que se premió a una “dueña de casa”.
—En ese tema, Limónov es un imbécil. También es muy duro con Solzhenitsyn y encuentra que es un viejo idiota. Me interesa Limónov, es un personaje novelesco y un excelente escritor. Pero Limónov, en relación a Solzhenitsyn, perdón, pero no estamos en la misma categoría. Para mí, Alexiévich es una escritora mayor, la más importante que ha aparecido desde el fin del comunismo. Es alguien que viene del periodismo, que no se piensa como una escritora en el sentido literario. Voces de Chernóbil, donde no hay ninguna palabra que sea de ella, ya que son entrevistas, es un trabajo prodigioso de montaje. Creo que el hecho de no buscar ser “gran literatura” la convierte aún más en “gran literatura”. Bravo, el premio Nobel. Lo aplaudo muchísimo.