Por Álvaro Bisama, escritor Diciembre 18, 2015

Sobre la terraza del mall Plaza Egaña dan vueltas un par de decenas de fans de Star Wars disfrazados. Es martes. Es la avant première. Es el fin de la primavera. Faltan dos días para el estreno mundial de The force awakens y el mundo está medio loco con el asunto: la neurosis freak terminó convertida en una paranoia global donde los bombardeos de spoilers tratan de tapar la ausencia de información. Hay una nueva esperanza acá mismo; después de las basuras que perpetró George Lucas hace poco más de una década para ampliar el mito que creó en 1977 con la trilogía original, J.J. Abrams dirigió éste, el episodio VII de Star Wars, su continuación directa, después de que Disney compró Lucasfilm. Lo paradojal es que no se sabe mucho, más allá de tres trailers que se ven fantásticos, pero que quizás no permiten afirmar nada. Sí, hay personajes nuevos, héroes y villanos flamantes; también está el cast original. Por ahí ronda el misterio de qué pasó con Luke Skywalker. Todo eso está en el aire mientras el merchandising vomita unos juguetes preciosos, unas naves espaciales y robots que se parecen a los originales, pero que no lo son. En esos detalles está el infierno pero también el paraíso de los fans; es el presente que modifica el pasado, que lo absorbe, cambiándolo, algo que provoca ahora mismo cierto nerviosismo, cierta agitación en el aire.
En este momento, los fans dan vueltas, se sacan fotos, juegan con la gente, se abrazan como si fuesen miembros de una vieja familia. Son parte de un mismo país, una nación construida con disfraces hechos a mano, con pistolas y espadas láser fabricadas de materiales reciclados. ¿Hace cuánto que sueñan con esto? De Star Wars se puede decir cualquier cosa, menos de que no se trata de una fantasía democrática, de una teogonía bizarra de la que puede participar cualquiera porque tiene demasiadas incoherencias, agujeros negros y contradicciones como para que quienes son fanáticos no los completen por sí mismos. Eso pasó a fines de los 70 y pasa ahora. Los trajes son la prueba, y la expectación de los jedis y los tusken raiders y los stormtroopers y los Boba Fett de terno y corbata que esperan en la alfombra roja funciona como una confirmación acaso redundante de lo anterior. Mientras, empieza a llegar la gente y todos se toman selfies con los fanáticos, en el preámbulo de una fiesta que esperaban por años con cierta desesperación. Más tarde, esa ansiedad seguirá intacta en la sala, cuando algunos prendan sus sables de luz y los levanten, saludándose como si fueran camaradas de armas, todos sobrevivientes de una guerra imaginaria. Aquella guerra puede llegar a ser cruenta: me cuentan el rumor que los fanáticos más acérrimos del universo expandido de Star Wars (que son las historias que quedaron fuera de continuidad cuando Disney le pagó a Lucas 4.000 millones de dólares por todo su imperio) han amenazado que van a spoilear todo, que van a contar toda la trama que ha sido guardada celosamente, como una forma de venganza contra el lado oscuro. Puede ser, aunque acá a nadie parece importarle; la nostalgia es en realidad una anotación del presente, un pulso vivo, una electricidad que recorre la sala.

J.J. Abrams filma el mundo que soñó alguna vez, y sabe que lo más importante de lo que narra es el sentido de pertenencia que pueda darle, la posibilidad de adscribir a una comunidad que cruza décadas y que ha crecido al punto de poder prescindir totalmente de sus creadores originales.

Entonces, The force awakens empieza. Y la nueva película de Star Wars parece realmente una película de Star Wars. O sea: no se parece a los bodrios de La amenaza fantasma, El ataque de los clones o La venganza de los sith. No se parece al peor George Lucas, sino al mejor o al original, al cineasta de la década del 70, al amigo de Spielberg, al socio de Coppola, a ese hombre que era un artesano genial y que luego los millones y la tecnología secuestraron para convertirlo en un megalómano que quería presentar como mensajes místicos algo que era pura psicotronia. De este modo, la película tiene todo lo que Lucas olvidó, todo lo que perdió, todo lo que no supo conservar de sí mismo. Tiene héroes accidentales (Finn y Rey) cuyos ojos, perdidos en un sinfín de peripecias, quizás poseen el asombro que el espectador viene a buscar al cine. Tiene pilotos que aspiran a hacer explotar planetas completos. Tiene a un villano con la identidad deformada (Kylo Ren), pero con la dulzura de quien acaba de volverse un fanático. Trae a la Primera Orden, unos nazis espaciales que poseen su propio Hitler de opereta, un tal Hux. Tiene desiertos, bosques, nieve, bares de mala muerte, contrabandistas, robots, saltos al hiperespacio, monstruos abisales; como si quisiera comprimir las películas anteriores en una sola. Tiene a los viejos héroes (Leia, Han, Luke, Chewbacca), a los que presenta como sobrevivientes de sí mismos, como si el mundo de Star Wars fuesen apuntes de su biografía real, de lo que pasó en sus vidas todas estas décadas en que los perdimos de vista. Tiene esa extraña belleza de lo viejo, esa poesía quebradiza de los paisajes arrasados, sobre todo en el primer tercio, que transcurre en Jakku, un planeta-desierto lleno con los escombros de destructores imperiales enterrados en la arena, con toda esa chatarra que son los huesos de las películas anteriores; ahí, la pequeña Rey se pasea bajo las sombras de un mundo desaparecido, hurga en las vísceras metálicas de un imperio caído mientras mira el horizonte y sueña —tal y como lo hacía Luke hace casi cuatro décadas— con fugarse hacia otro lado.

J.J. Abrams filma todo como si quisiera atrapar las imágenes que soñó desde la infancia, convierte la cinta en un juego de espejos con las originales. La mecánica de los blockbusters acá cobra sentido, adquiere peso. Porque sí, The force awakens está llena de fan service, pero usa todo aquello con una extraña inteligencia y con algo de candor. Han y Leia están viejos y arrasados, pero sus heridas están a la vista y apenas pueden con ellas, al punto de ser incapaces de verbalizarlas. Los nuevos protagonistas (Finn y Rey) tienen sus propios traumas: su identidad está definida desde aquello de lo que huyen, como si la cinta fuese sobre cómo funciona su educación sentimental, mientras le abren la puerta a un universo de monstruos y maravillas. Y ahí está J.J. Abrams, haciendo que el juego de reflejos de la cinta adquiera profundidad. Las mejores escenas de la cinta están compuestas a partir de ese doble fondo, se hunden en diálogos de citas y referencias para emerger por sí solas: el droide BB-8 hablándole a un R2D2 en estado de suspensión, un padre y un hijo que se abrazan sobre un abismo de metal mientras un sol se apaga, el desierto que atraviesa Rey a diario, las viejas mirillas medio Atari de los cañones del Halcón Milenario, la escaramuza final sobre la Starkiller Base, que reproduce el momento exacto en que Luke lanza un misil al centro de la Estrella de la Muerte en la primera película.

Así, The force awakens construye líneas de continuidad, frases y gestos que adquieren su sentido en la medida de que se revelan como ecos de algo que ya vimos, pero que aspira a adquirir un nuevo valor. Eso sucede porque Abrams está haciendo en realidad pura fan fiction. Filmando el mundo que soñó alguna vez, sabe que lo más importante de lo que narra es el sentido de pertenencia que pueda darle, la posibilidad de adscribir a un colectivo invisible, a una comunidad que cruza décadas y que, como buen mito o mejor franquicia, ha crecido al punto de poder prescindir totalmente de sus creadores originales. En ese mito, él mismo no se diferencia de los fanáticos ni del público. Ha comprendido el carácter democrático de lo que va a contar porque sabe que no es suyo, que es algo que les pertenece a los otros tanto como a sí mismo. En eso, es idéntico a los fanáticos que hoy repletan la sala, pues no hay diferencia alguna entre los disfraces hechos a mano y los cientos de millones de dólares que costó la cinta. Ambas cosas son lo mismo. Ambas cosas participan de los ritos de la utopía de una ficción común, de fantasías escapistas que no son tales porque habitan en un lugar tejido con los jirones de la cultura pop, la lengua común de los mitos contemporáneos y los fragmentos secretos de la memoria privada.

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