Por Diego Zuñiga Enero 21, 2016

La última performance que realizó Pedro Lemebel, fue en la pasarela que da a la entrada del Cementerio Metropolitano, en la comuna de Lo Espejo. Ahí, en el invierno de 2014, pocos meses antes de morir, vestido impecablemente de negro y con tacos, fue dibujando en la pasarela, con neoprén, una por una las letras del abecedario: dibujaba una letra, luego disparaba con un encendedor y la hacía arder. El abecedario completo incendiándose en aquella comuna periférica de Santiago. El lenguaje ardiendo, el lenguaje explotando.

Ahora que estamos a días de que se cumpla un año desde la muerte de Lemebel –el 23 de enero–, observar esa instalación-performance en la exposición Arder –curada por Pedro Montes y Sergio Parra, y que se está mostrando en el Museo de la Memoria–, no deja de ser perturbador, sobre todo porque en aquella obra se resume en muchos sentidos lo que el escritor y artista visual construyó desde los 80 hasta su muerte. Crónicas, performances, intervenciones, lecturas, obras en las que puso el cuerpo, textos híbridos, inclasificables, casi siempre incómodos, en los que no dejó de interrogar el pasado y el presente de Chile.

Arder se montó originalmente hace no mucho: primero, en la Galeria D21 (Providencia) a fines de 2014, y luego en la Galería Metales Pesados (Santiago centro) en marzo de 2015, pero tiene absoluto sentido que ahora llegue al Museo de la Memoria –donde estará hasta el 10 de abril–, no sólo porque es un recinto más grande –por lo que se agregaron obras con respecto a la exposición original–, sino también porque el trabajo de Lemebel fue siempre trabajar con la memoria: hacerse cargo de la violencia política, pero hacerlo desde la urgencia, cuando muy pocos decidían abordar esos materiales: a veces alcanzaba con las palabras, con los relatos que leía en Radio Tierra o con esas crónicas rabiosas que lo fueron convirtiendo en un escritor único, inconfundible. Pero a veces no bastaba con escribir, con contar historias, y entonces Lemebel intervenía la ciudad, intervenía su cuerpo.

Recorremos Arder y lo vemos ahí, en videos y fotografías, travestido como Frida Kahlo o la Virgen del Carmen; como San Sebastián, semidesnudo, martirizado, lleno de jeringas; lo vemos con la bandera del partido comunista y en un afiche de un concierto de Bom Bom Kid; ahí está, colgando del puente de Broklyn mientras atrás se ven, todavía, las Torres Gemelas; ahí está, convertido en un bulto, descendiendo por unas escaleras en llamas: lo vemos completamente desnudo entrar en el saco y lanzarse por las escaleras, frente al MAC del Parque Forestal cuando aún es de madrugada; Lemebel con un collar de máquinas de afeitar o simplemente dándonos la espalda, en punta de pies, apoyado en un rincón, convertido en eso, en una araña de rincón mientras lo escuchamos leer su “Manifiesto” ( “No soy un marica disfrazado de poeta/ No necesito disfraz/ Aquí está mi cara/ Hablo por mi diferencia).

En estos meses desde su ausencia, es justamente su obra visual la que ha tenido mayor repercusión, siendo adquirida por museos como el Reina Sofía, de Madrid, y el Malba, de Buenos Aires. Un trabajo que recién empieza a tener el reconocimiento que se merece y que está a la vista en esta exposición que, además, la ubicaron en un lugar preciso: la Galería de la Memoria, que es el sitio que conecta el museo con el metro Quinta Normal, justo donde hay un gran flujo de personas, muchas que al ver el retrato de Lemebel deciden entrar y descubren un mundo.

A fines del año pasado, el otro artista visual que nos dejó fue Carlos Leppe. Es impresionante el vínculo de ambas obras, la forma en que hicieron del cuerpo un lugar de batalla, un territorio maldito, un trabajo urgente, necesario, explícito, rabioso. La desmesura para abordar el presente, pero sin olvidar el pasado. El arte hecho de cicatrices. Las palabras que se hacen insuficientes para hablar de ciertas cosas.

Lemebel entendió muy temprano aquello y entonces nos enseñó a desconfiar. Nos enseñó, también, que a veces había que borrar la línea que separa la vida de la obra y arriesgarse a perderlo todo. Su trabajo fue siempre eso: incendiar el lenguaje, incendiar el cuerpo, incendiarlo todo, sin esperar nada de vuelta.

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