“¿Qué tal si no es una conspiración alien?”, le dice Fox Mulder (Dave Duchovny) a Dana Scully (Gillian Anderson) en el primer capítulo de la nueva temporada (la décima) de Los Expedientes Secretos X. Puede ser. A estas alturas, después de más de veinte años en el show todo está tan revuelto y enredado que da lo mismo la verosimilitud de la trama. Repositorio deforme de la conspiranoia contemporánea, la serie creada por Chris Carter, entre monstruos de todo tipo y capítulos geniales (como “Jose Chung’s From Outer Space”, de la tercera temporada), cambió la televisión, algo que visto a la distancia puede resultar inverosímil e inesperado.
Sí, ya sabemos que antes de 1993, Duchovny era poeta, hacía softcore y apareció en Twin Peaks vestido de mujer; o que Anderson era una diva punk secreta y que temas como los secuestros alienígenas habían sido agotados por Spielberg una década atrás, con las imágenes azucaradas de niños flotando en bicicletas a la luz de la luna. Los Expedientes Secretos X se volvieron un éxito y sintonizaron con el público (acá lo daba TVN en el prime), ofreciendo una colección de certezas inesperadas en la década que puso de moda la ironía y la parodia: el gobierno miente, el Estado de derecho es vulnerado sistemáticamente por quienes detentan la autoridad, la raza humana fue vendida a los aliens y toda verdad oficial está sepultada bajo montañas de mentiras.
Por supuesto, el delirio campeaba en el show. Pocas veces la ridiculez fue tan de la mano con el miedo. Mientras, Fox Mulder y Dana Scully eran sacudidos por las peripecias del relato y se enfrentaban a una multitud de engendros, abducciones, infinitos virus de diversa calaña, persecuciones en bosques o caminos solitarios, vampiros, asesinos camaleónicos que debían ser ultimados con picahielos, funcionarios del Estado, viajes en el tiempo, profecías susurradas en el desierto, telépatas y niños mutantes que jugaban ajedrez, entre decenas de cosas. Entremedio, aparecía un villano ominoso, el Fumador (William B. Davis), un sujeto sin nombre que se dedicaba a tapar todo lo que había sido descubierto por los protagonistas. Pero en él descansaba el sentido del programa y todas sus temporadas. Un capítulo lo presentaba como un escritor de ficción frustrado y sin talento que hacía de la realidad una novela total, esa novela río que quizás la literatura norteamericana espera como una utopía inabordable. Amenazante, Davis lo interpretaba como un asesino envuelto en humo y con un cigarrillo en la mano; el rictus cerrado por las verdades que no pueden ser enunciadas, haciendo de ese gesto el reverso de la verborrea incoherente de Mulder y de la razón científica de Scully.
Dado lo anterior, el equilibrio de la serie siempre fue precario, pero eficaz. Mulder y Scully tenían una química volátil, a ratos incómoda. No eran una pareja romántica típica, por más que una banda como Catatonia los usara en su mejor single. No eran ni siquiera amigos. Eran dos voces que se estrellaban en una dialéctica delirante, quizás. Pero había algo ahí, algo cercano y doloroso, quizás porque mientras Mulder escudriñaba los cielos, Scully se sumergía en su propia biología. Ahí el show se ponía perturbador, ahí estaba el verdadero terror: Gillian Anderson interpretaba a una heroína secuestrada y abusada de múltiples modos, al punto que llegaba a enfermar de cáncer o dar al hijo que tenía con Mulder en adopción. De este modo, era su cuerpo el campo de batalla donde las múltiples versiones de la historia del mundo (la verdad oficial, la suya, la de su colega, la del Fumador) eran escenificadas; a las que ella respondía con un silencio estoico y pesado, el silencio de quien ha padecido demasiado y sabe que las palabras no sirven de mucho.
El mensaje hoy está más claro que nunca; ya no hay aliens sino drones, la sociedad de la libertad es la sociedad del control, las pesadillas de Franz Kafka y David Icke son ciertas. Que aquel mensaje venga de un puñado de sobrevivientes de los 90 no deja de ser paradójico.
Objeto de culto instantáneo, en el programa estaba prefigurado lo que ahora nos parece habitual: la era dorada de la televisión, la de Breaking Bad y las alucinaciones de Mr. Robot, la de la trama incoherente que escapa hacia delante al modo de Lost y la idea del showrunner como una estrella de rock. De hecho, los capítulos exhibidos el lunes en el debut de la nueva temporada dan cuenta de ello. Uno es la vuelta a la conspiración y, el otro, al caso freak de la semana. Y sí, Mulder y Scully siguen ahí. Están más viejos y locos pero siguen unidos por las mismas dudas, atados a las mismas miradas cómplices. Pero también está lo que esperábamos: platillos voladores, abducciones, asesinatos masivos, cadáveres de extraterrestres, rayos láser, científicos locos y Mulder hablando y delirando, y Scully escuchando paciente mientras el horror se desata en la inmediaciones.
Pero todo está realizado sin estridencia. Episodios como “My struggle” (escrito y dirigido por Carter), como “Founder’s mutation” (a cargo de James Wong, otro clásico del equipo) son conscientes de su condición paródica; los catorce años entre el final y el regreso de la serie no han pasado en vano. Así, Mulder suena tan alucinado como siempre; es la historia del mundo la que lo ha dejado fuera. Si antes era un héroe oscuro, ahora es una suerte de William Burroughs que existe a destiempo, una conciencia anacrónica y sin lugar en un presente de redes sociales y celebridades instantáneas. “Mi vida se convirtió en el remate de un chiste”, dice en un momento, y es esa falta de autocomplacencia la que define al programa, que asume con felicidad su condición psicotrónica mientras vuelve a sus fórmulas predilectas: historias de terror marcadas por la sospecha de que es el Estado quien inventa las pesadillas de sus ciudadanos. El mensaje está más claro que nunca; ya no hay aliens sino drones, la sociedad de la libertad es la sociedad del control, las pesadillas de Franz Kafka y David Icke son ciertas. Que aquel mensaje venga de un puñado de sobrevivientes de los 90 no deja de ser paradójico. Al diablo el vintage. Son fantasmas persiguiendo más fantasmas, todos héroes de un relato donde la cultura pop procesa lo contemporáneo por medio de un apunte hecho con monstruos y maravillas, lleno —como siempre— de ideas delirantes e imágenes asombrosas.