En un momento, al comienzo de la sorpresiva y admirable Creed: Corazón de campeón, Michael B. Jordan (un actor joven que posee sobre todo presencia y sutileza, y algo así como una seguridad en sí mismo y una belleza old school) enciende su Apple TV (o algo así: un sistema de proyección high-tech) y lanza los rayos de las imágenes de YouTube contra una inmensa pared: lo que ve es a su padre (Apollo Creed, interpretado por Carl Weathers) boxeando contra Rocky Balboa (Stallone, claro) durante los lejanos setenta. Jordan está ahí, en una mansión de Beverly Hills, interpretando a Adonis Creed Johnson, el hijo del carismático Apollo, el púgil negro “a lo Ali” que fue el contrincante de Rocky en las dos primeras cintas de la saga, como cualquiera que es fan de la epopeya de Rocky Balboa lo sabe.
Lo genial de Creed es que funciona tanto para los que han visto todas las Rocky (al final es una saga) como para los que nunca han visto ninguna (algo totalmente entendible).
Así, pronto nos enteramos que Apollo Creed dejó embarazada a una amante pasajera de apellido Johnson antes de morir en manos del puño rojo del ruso Iván Drago en un ring de Las Vegas (con James Brown cantando en la previa) en la ultracomercial y casi infantil, intensamente reaganiana, Rocky IV, una fantasía de la guerra fría y que, de alguna manera, anticipó la caída de la Unión Soviética. Rocky IV es de 1985 y por esas fechas más o menos nació Adonis. Es más que probable que la generación YouTube no sepa toda esta trivia cinéfila de Rocky, y lo que ven en ese instante cuando el chico enciende YouTube es algo que parece real: dos boxeadores en combate registrados en eso tan retro que es el formato 35 mm.
Lo que Adonis ve parece lejano, mítico y, por lo tanto, real. Es como cuando en las películas los personajes ven noticiarios reales.¿Es el metraje de dos filmes de 1976 y 1979 algo real?
En el universo Creed, sí. Sin duda.
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Creed es algo extremadamente curioso e inesperado: no es un remake, pero tiene algo de eso o de reboot y sin duda, dado su éxito comercial y artístico, da para iniciar quizás una nueva franquicia, más sub-30, más negra, más hip hop. Puede ser. Pero no se hizo para ganar dinero. No fue esa su motivación y eso se nota. Tampoco es un spin-off u obra lateral o parásita que consiste en darle el foco a un personaje secundario o crear lo que ahora llaman “una historia de origen”. Creed es mucho más que un spin-off (a pesar de lo que dicen: no hay homenaje más cómplice y total) porque rompe incluso la fórmula: Adonis Creed nunca fue un personaje secundario. Acá la idea del hijo como sucesor que se insinuó en Rocky V y en Rocky Balboa da paso al algo mejor: el hijo postizo, la figura paternal, la familia que se elige y se arma. Creed es el choque de dos universos o quizás de cuatro o a lo mejor de varios más: joven-viejo; digital-análogo; negro-blanco (toda la saga Rocky fue muy posracial y si bien el mundo de Rocky era blanco, su lazo con lo otro es fluido y hasta progre), pero sobre todo el del mundo creado por el nuevo cineasta Ryan Coogler (autor de una sólida y bella y muy europea cinta racial indie llamada Fruitvale Station, con Michael B. Jordan como un chico que morirá en un metro la noche de Año Nuevo), que remezcla el universo de los callejones de Filadelfia inventado por Stallone y los hace suyo, tal como en un momento un DJ remezcla los dos temas clásicos de Bill Conti y los transforma en hip hop.
Los que sí han visto la saga (para escribir esta nota vi o volví a ver después de décadas las seis cintas, experimento que da quizás para otra nota o algo así como un diario de apuntes, pero una sola cosa: las tres mejores son, en este orden, Rocky, Creed y Rocky II) y están al tanto de que Rocky es ficticio y es el alter ego de Sylvester Stallone, se darán cuenta que todo esto es super-ultracinéfilo y que la escena no es tan distinta a cuando, en el mismo barrio acomodado, Gloria Swanson le mostraba sus filmes a William Holden en Sunset Boulevard.
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Creed es un film cinéfilo pero que nunca huele a cine-arte; acá Coogler entiende el término cinéfilo en el sentido pop (o VHS o DVD o incluso YouTube o Netflix del término) y esa escena de YouTube es quizás una de las más claves: el cine antiguo (cine de los 70 y 80, da lo mismo si es bueno o es malo: es el cine “con que nos criamos”) visto como el Olimpo, como algo inalcanzable casi, algo mítico, y que es el cine con el que crecieron tanto el personaje de Adonis Creed como el inteligente y sagaz director Ryan Coogler y su socio y muso Michael B. Jordan (ambos entienden que desayunar huevos crudos es una cita, un homenaje, algo a imitar y quizás por eso no necesitan siquiera citar ese momento, pero sí hacen propios muchos instantes y texturas, como que el buzo de Creed sea gris, aunque ahora Nike y más ceñido).
Por eso cuando el joven y acomodado Adonis Creed se levanta e ingresa “a la cinta” que se proyecta en la pared y comienza a boxear como su padre (y luego como Rocky cuando lo vence), todo cinéfilo se fanatiza y se emociona: esto es mejor que La rosa púrpura de El Cairo. Esto no es tanto ingresar a una pantalla sino hacer de la vida una película y eso es lo que sucede justamente en Creed: un hijo no reconodido quiere ser el hijo pródigo y desea entrenar con el que terminó siendo el mejor amigo de su padre. La cinta, a pesar de todos sus clichés (clichés que respeta y ennoblece y a los que que les saca todos el partido posible porque Coogler entiende que una cinta de boxeo es eso: un género, una suma de clichés), los trasciende y es literalmente fascinante como juega con la idea del cine como mito y la posibilidad de cumplir esos sueños míticos (¿qué es más importante, ganar o tener una estatua?, ¿qué boxeador de las últimas décadas es, en efecto, más célebre que Rocky Balboa?).
Bien dirigido, arrasado por el tiempo, Stallone encuentra en “Creed” el rol de su vida en un papel que ha interpretado toda su vida: Rocky como entrenador.
Creed se aprovecha de Stallone y de las Rocky, pero sin pasarse de rosca. Claramente esto es una orgía cinéfila, pero en la cinta que estamos viendo Rocky es el famoso, no Stallone. El joven Adonis Creed nunca ha visto alguna de las seis películas con Rocky Balboa al centro, pero buena parte del público sí las ha visto o cree que las ha visto. El que sí las ha visto y conoce y quiere es el director-guionista. Y por eso es tan raro y fascinante lo que sucede: un filme original que cita y nace de otros filmes y que sin embargo no cae en lo que le ha pasado a Tarantino. Creed no es una cinta de citas; por ahí no va su cinefilia; es el trabajo mayor de un fan y de alguien que desea detener el tiempo e ingresar dentro de una serie de filmes que lo hicieron feliz y que le provocaron ganas de ser director.
El concepto de Creed es brillante y es de esos que casi arman una película en sí. Pero un filme es más que su idea: es cómo se desarrolla, se filma, es el tono, es la mirada, es la puesta en escena (en este caso, brillante; ojo con una pelea filmada con una sola toma). Y todo eso tiene Creed: si bien su mayor efecto especial es el tiempo (“el tiempo arrasa con todos; al tiempo nunca se le vence”), este ha transcurrido fuera de la pantalla. Esto se ve sobre todo en la cara y el cuerpo de Stallone. Y, bien dirigido, arrasado por el tiempo, encuentra el rol de su vida en un papel que ha interpretado toda su vida. Rocky como entrenador, qué gran concepto; la idea de una secuela que es a la vez un inicio, un fin que también es una partida. Por eso cuando Creed llega a Filadelfia, el juego de espejos se vuelve infinito: Rocky como el viejo Micky, Sylvester Stallone en el rol de Burgess Meredith; la vecina de Adonis cumpliendo el rol de Adrian en el primer Rocky, pero con varios twists siglo XXI (raza mixta, trenzas, cantante que quedará sorda); los dos héroes subiendo las míticas escalas del Museo de Arte; Creed entrenando con gallinas imposibles de atrapar. Ahí está la estatua, todos saludan a Rocky.
¿Qué está sucediendo?
Es el triunfo del pop, la consolidación de la moral VHS, de la generación que nunca dudó de Rocky o si era inferior a Toro salvaje (lo es, claramente) sino que la abrazó porque era parte de la geografía emocional y familiar (Creed es una cinta hecha por alguien que vio las Rocky de chico con sus padres y luego con sus amigos, sin duda).
Creed demuestra —de nuevo—que no es necesario inventar o crear sino apropiar, hacer tuyo lo que sientes propio, teñir con tu visión lo que alguna vez fue la visión de otro, pero que terminó siendo de todos y, por lo tanto, de cada uno de los que sintieron esa obra propia.
Creed noquea a todos sin que se note, con clase, como debe ser.