Samanta Schweblin tenía doce años y quería desaparecer.
Estaba cursando el último año de primaria en un colegio de Buenos Aires, cuando, de un día para otro, decidió dejar de hablar. Así de simple. Guardó silencio, no quería compartir con sus compañeros, quería encerrarse en su mundo; algo no tan raro si lo pensamos hoy, pero que en ese entonces —fines de los 80, principios de los 90— era de una extrañeza absoluta. Algo no tan raro si pensamos en lo que ocurrió después con la vida de Schweblin: se convirtió en una de las escritoras argentinas más importantes de los últimos años y ha hecho, justamente, con la extrañeza, con esas historias desacomodadas y singulares, y en parte con el silencio, una obra particular, traducida a diversos idiomas y reconocida por la crítica, los premios y el público.
Leemos los cuentos de Samanta Schweblin (1978) —porque es en aquel género donde se ha convertido en una referencia ineludible— y no nos resulta extraño pensarla así, como una niña que no quiere hablar. Podría ser, de hecho, la protagonista de alguno de los cuentos de Pájaros en la boca, libro publicado en 2009, que la ubicó en el mapa de la literatura actual, que se ha traducido a quince idiomas, y que ahora —reeditado por Penguin Random House— vuelve a librerías, luego de haber estado agotado durante mucho tiempo.
No es difícil imaginar a Samanta Schweblin queriendo desaparecer, en silencio, descubriendo los primeros libros que la iban a marcar, gestando en su cabeza un mundo alucinante, una imaginación luminosa, una mirada que irrevocablemente terminaría siendo el móvil de sus historias: relatos de seis, siete, ocho páginas que se parecen a ratos a una película de David Lynch, a un golpe en la cara, a una pequeña y hermosa pesadilla.
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Dice que su abuelo le leía cuentos, y probablemente ahí parte su fascinación por las historias breves.
—Me leían mucho, así que entendí desde chica que, incluso si no entendía lo que me estaban leyendo, algo evidente y envidiable sacudía el cuerpo de los que leían, que me estaba perdiendo de algo alucinante —cuenta Samanta Schweblin desde Berlín, donde reside actualmente.
“Todavía se tiene esta idea de que el cuentista es un escritor en proceso de aprendizaje, y de que tarde o temprano escribirá al fin una novela. Por suerte ni Poe, ni Chéjov, ni Borges, ni Carver, ni Munro se dejaron impresionar demasiado con semejante tontería”.
Empezó todo con la lectura, luego vinieron los talleres literarios —donde aprendió el rigor de corregir—, y luego apareció El núcleo del disturbio, su primer libro, publicado en 2002, cuando era una veinteañera. Iba a ser su carta de presentación, con el que obtuvo un par de premios y muy buenas críticas, pero se tomó su tiempo para volver a publicar. Siete años fueron los que transcurrieron entre su debut y Pájaros en la boca, que obtuvo el premio Casa de las Américas y fue publicado en 2009 por Emecé en Argentina.
El entusiasmo crítico fue casi unánime, vinieron las publicaciones del libro en distintas editoriales independientes latinoamericanas, fue editada por Lumen en España, Carmen Balcells la buscó para representarla, Granta la eligió entre los 22 mejores narradores jóvenes en español, explotaron las becas en distintos países y las traducciones: húngaro, italiano, alemán, portugués, y el próximo año saldrá en Estados Unidos.
Así: Pájaros en la boca como una pequeña bomba de racimo.
—Yo creo que no me cambió la vida el libro, por suerte. Primero, porque aunque es verdad que pasaron muchas cosas alrededor del libro, también es verdad que pasaron lentamente, fue un proceso muy gradual, de boca en boca, que llevó varios años. Y, además, porque fueron cosas que le pasaron al libro, la carga siempre la sentí sobre el libro. Fueron pocas las veces que pude viajar y entender que de verdad había ejemplares japoneses o chinos o macedonios en librerías en las que ni siquiera los podría reconocer —cuenta Schweblin.
Después de este éxito vendría su primera y breve novela —Distancia de rescate (Penguin Random House, 2014)—, y en 2015 obtendría el Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, de España, dotado de 50.000 euros, con el libro de cuentos Siete casas vacías (Páginas de Espuma). El libro apareció a mediados de 2015, lleva ya cuatro ediciones en Argentina, ha estado varias semanas entre los más vendidos y acaba de llegar a Chile.
Samanta Schweblin, la niña a la que le contaban cuentos, la que había guardado silencio, un día decidió contar sus propias historias, un día decidió hablar, y lo hizo así, con historias breves, directas, inquietantes.
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Una mujer que se enamora de un hombre sirena, una niña que come pájaros, un hombre que se obsesiona con una juguetería y se va convirtiendo lentamente en un niño, un Viejo Pascuero durmiendo en la casa de una familia que se acaba de derrumbar, presencias, muchas presencias extrañas y perturbadoras que van surgiendo en los quince relatos que conforman Pájaros en la boca. La reedición del libro encuentra a Schweblin radicada en Berlín desde hace un par de años, donde da talleres literarios.
—Lo que me produce vivir lejos de Argentina es un extrañamiento fascinante. Eso me da Berlín, extrañamiento; sobre mi pasado, que ya no puedo entender del todo, y sobre mi presente, que apenas empiezo a reconocer como propio —confiesa Schweblin, cuyos cuentos comienzan en un terreno realista y luego se van volviendo otra cosa.
Aquella manera de abordar los relatos se ha vuelto más impredecible en los cuentos de Siete casas vacías, donde hay una mayor soltura no sólo escrituralmente, sino también en la forma de abordar estas historias, donde abundan familias extrañas pero absolutamente reconocibles. Pequeños cambios que han ocurrido entre el libro de cuentos que la catapultó y los últimos relatos que ha escrito.
—Supongo que es como aprender a manejar, los primeros viajes, incluso cuando uno tiene claro a dónde quiere llegar y qué caminos tomará, igual uno conduce con las uñas clavadas al volante. Hay exceso de control porque todavía hay miedos e inseguridades, incluso si uno logra que, desde afuera, el auto se vea pasar tranquilo y sin sobresaltos. Siete casas vacías parece escapar de ese sobrecontrol, aunque no sé realmente si lo logra. En el fondo, sigo siendo muy controladora, o me tranquiliza pensar que lo soy —explica Schweblin, quien si bien se ha destacado como cuentista, no le interesa ser una defensora del género ni mucho menos.
—Como narradora, no me considero militante del cuento, no siento que tenga una deuda con el género ni que piense en esta forma como una instancia mejor o peor que otras. Para mí, hablar de extensiones narrativas es hasta incómodo porque es un tema en el que nunca pienso. Cuando tengo una idea, la escribo. Ahora, como lectora, sí acepto cierta fascinación. Me gustan muchísimo los libros de cuentos.
—Hace un tiempo Mariana Enriquez, otra cuentista argentina, decía que estaba aburrida de que a los cuentistas les exigieran siempre una novela. ¿Qué piensas de eso?
—Sí, comparto esa sensación. Todavía se tiene esta idea de que el cuentista es un escritor en proceso de aprendizaje, y de que tarde o temprano va a poner los pies sobre la tierra, va a aprender a hacer su trabajo, y escribirá al fin una novela. Por suerte ni Poe, ni Chéjov, ni Borges, ni Carver, ni Munro se dejaron impresionar demasiado con semejante tontería. Pero también hay que entender que no es un capricho de los editores, el mercado realmente consume una cantidad enormemente más grande de novelas que de cuentos. Lo bueno es que ese mercado, que antes era impenetrable, se está volviendo cada vez más y más poroso. Pensando justamente en Alice Munro, hoy, por primera vez en la historia, un buen escritor de cuentos tiene hasta la chance de obtener el premio Nobel. Evidentemente hay un espacio nuevo abierto al género.
Dice que releyó los cuentos de Pájaros en la boca para esta reedición, y que estuvo tentada de hacer cambios, pero que prefirió no tocarlos, sólo movió algunas comas, algunas palabras. El mundo extrañísimo de Schweblin está ahí, intacto. La escritura punzante, la tensión manejada de forma perfecta, el lenguaje siempre medido, y esa mirada que comenzó a forjarse cuando era una niña, cuando no quería interactuar con el mundo. Recuerda, de hecho, una anécdota que refleja perfecto aquellos años: una vez le dieron el papel protagónico en la obra de teatro de fin de año del colegio. Estaba feliz, orgullosa, era un momento importante. Pero hoy se acuerda de un detalle que parecía escondido en la memoria: el papel que le dieron era “la bandera argentina”.
—Yo representaba “la justicia y la libertad”, es decir que, envuelta o amordazada en trapos blancos y celestes, yo permanecía parada en medio del escenario durante los cuarenta minutos que el resto de mis compañeros actuaban, sin moverme un centímetro ni decir una sola palabra. Eso es lo más parecido a “participar en algo” que me acuerdo de esa época. Todos esos recuerdos son insólitos, tontos, ingenuos, pero también llenos de extrañeza, tensión y humor negro —dice ahora, recordando esos años en que quería desaparecer y donde se empezó a gestar el extraño y singular mundo de sus cuentos.