Está ahí, a la vista en Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia. Si lo pillas, lo pillas. Es un chiste viejo. Tiene como treinta años. Alfred le dice a Bruce Wayne que si sigue bebiendo vino a ese ritmo, les dejará vacía la cava familiar a las nuevas generaciones. Alfred es Jeremy Irons y Wayne, Ben Affleck. El chiste no es de Zack Snyder, el director, ni pertenece a David S. Goyer o Chris Terrio, los guionistas. Pertenece a la novela gráfica Batman: El Regreso del Señor de la Noche, de Frank Miller (1986). Snyder lo cuela ahí como una cita para los fans, para que alucinen pues Miller es la sombra que persigue a Snyder, del que filmó 300 hace una década. Y Miller flota por encima de esta nueva película. Muchas de las ideas e imágenes de su vieja obra maestra son quizás el esqueleto de la cinta. Desperdigadas a lo largo de la narración, los fans van a saber reconocerlas. Mal que mal, Batman está diseñado a partir de ellas, aunque sea sólo algo meramente cosmético, un barniz de respetabilidad pop que va desde su traje de guerra hasta varias imágenes icónicas, como la de la pelea con Superman o la vista aérea donde se lo muestra sobre una grúa, armado con un rifle.
Snyder se debe a esas viñetas. Quiere apropiárselas, volverlas suyas, transfigurarlas en un arte masivo. Esa es su poética. El cine de superhéroes nace ahí del laberinto que es toda adaptación, de cómo volver plausible lo inverosímil, de cómo transmitir la energía de los cómics a la pantalla sin perder el espíritu de la obra original. Los de Marvel lo entendieron bien cuando les tocó hacerlo. Resolvieron aquel nudo y armaron un universo cohesionado, volviendo a todos personajes cool y reclutando a gente como Joss Whedon (Avengers) para armar una hoja de ruta para el futuro. Les funcionó. En Warner/DC Comics pasó lo contrario. Christopher Nolan quería hacer cine en serio. Tomó a Batman y lo sacudió como pudo, destruyéndole la ciudad, volviéndolo un héroe quebrado donde los cómics eran una referencia lejana, pero no esencial. Nolan hizo tres películas de Batman. La primera es buena, la segunda brillante, y la tercera, un bodrio psicotrónico donde, al final, una nave voladora le dispara a un camión blindado que lleva una bomba atómica. Entremedio, en The Dark Knight, aparece Heath Ledger interpretando al Joker y todo cambia para siempre. El Joker se transforma en un filósofo del caos, en un monstruo situacionista que se roba el relato para hacerlo crecer de modo insospechado.
Pero Snyder no es Nolan ni lo va a ser. No tiene el talento ni la ambición. Nolan quiere ser Kubrick, quiere ser Michael Mann. Snyder es más básico. Sólo quiere filmar los cómics que leyó en 1986, homenajear a sus maestros. Sólo quiere que Frank Miller y Alan Moore le den un abrazo y le ofrezcan una taza de té. Filmó Watchmen, de Moore y Dave Gibbons para probarlo. Moore lo despreció: “Puede que sea un tipo simpático, pero también es la persona que filmó 300”. Antes, Terry Gilliam había fracasado adaptando el cómic, aunque Moore siempre dijo que debía ser filmado al modo de los filmes de Jean Cocteau. Snyder no tenía nada de eso y su Watchmen terminó siendo una película lenta y solemne, un relato que respiraba de modo cansino, haciendo que la complejidad de la obra original de Moore y Gibbons se desvaneciese entre los efectos especiales y la ausencia de cualquier espesor ideológico.
Esa ausencia de espesor está en la recién estrenada Batman vs. Superman, que continúa los hechos de El hombre de acero (2013), también de Snyder. O sea, continúa la incoherencia y el gusto por la destrucción masiva, por las bombas nucleares, el genocidio y las abominaciones que destruyen ciudades. Snyder filma todo con una innegable felicidad, intercalándolo con secuencias de sueños que luego se convierten en premoniciones. Todo está lleno de alusiones religiosas más o menos bobaliconas, agujeros gigantes en el guión y de la obsesión del director de parecer un autor capaz de entender la tradición cinematográfica, capaz de, por ejemplo, citar explícitamente la Excalibur del viejo John Boorman y dejar por ahí (tal y como Chéjov decía que debían dejarse las escopetas) una lanza de kriptonita bajo el agua para hacer calzar el relato con alguna clase de mito artúrico. Por supuesto, aquello es un elemento más en un espectáculo que contiene explosiones de mil colores distintos, edificios destruidos, un extraño villano psicópata (Jesse Eisenberg, que interpreta a Lex Luthor como si fuera el Joker, lejos lo mejor de la cinta), mensajes de otra dimensión (lamentablemente, parece que de la Justice League de Geoff Johns), vampirizaciones de la cinta anterior (Doomsday, el monstruo asesino, es el General Zod resucitado) y las imágenes de una mansión Wayne destruida, como si fuese una vieja pintura rota. Hay más de lo mismo, pero son sólo ideas sueltas, bocetos de una trama. Por ahí, el último tercio adapta La muerte de Superman, un cómic de 1992 de Dan Jurgens. Por ahí también, aparece una Wonder Woman que le da algo de intriga al asunto. El resto es un cine hecho por drones. Batman vs. Superman dura dos horas y media y aquello es excesivo. Se nota que DC Comics y Warner quieren abrir la franquicia, tomar su parte del pastel. Eso es todo. Ese es el arte. Lo que queda en el aire es la pregunta sobre cuánto más puede ser tolerable todo esto.
No lo sé. Pienso en que hace un par de semanas, en el canal inglés E4 se estrenó The Aliens, una serie sobre el guardia fronterizo de un gueto habitado por extraterrestres. Escrito por Fintan Ryan y protagonizado por Michael Socha y Michaela Coel, el show es sucio, divertido y oscuro, aunque tenga ecos de Distrito 9 y Alien Nation. Lleno de sexo virtual, clubs electrónicos y mafiosos de barrio, con ideas frescas que se cuelan entre persecuciones y vendettas de barrio. En la serie el tema de la identidad nacional ante la crisis europea de los refugiados es el fantasma que flota entre las imágenes de adictos fumando pelo de extraterrestres y la sensación de un acoso policial constante. Pero The Aliens usa todo lo anterior sin solemnidad, pensando en que son sólo materiales a los cuales recurrir para darle sentido a un relato ya de por sí delirante y frenético.
El resultado es todo lo que Batman vs. Superman nunca va a ser, quizás porque Snyder no da con el ancho, o porque simplemente su mirada es la de un fan que no ha percibido que los cómics existen en un mundo real con el que dialogan, negociando su sentido a diario. Niño envejecido que se dedica a calcar las viñetas que idolatra, su cine fracasa al momento de comprender la tradición popular que quiere representar. No anda; con suerte ha aprendido a saquear chistes de los cómics que atesora, a rehacer en la pantalla sus imágenes sueltas como el homenaje a una infancia perdida que quiere estirar al futuro. Quizás ese es el destino de las cintas de superhéroes, el ofrecer los manierismos de una violencia que luce espectacular, pero que está vacía porque nunca avanza más allá del gesto superficial, que está vacía porque nunca abandona la nada.
Cine de los drones
Batman vs. Superman dura dos horas y media y aquello es excesivo. Se nota que DC Comics y Warner quieren abrir la franquicia, tomar su parte del pastel. Eso es todo. Ese es el arte. Lo que queda en el aire es la pregunta sobre cuánto más puede ser tolerable todo esto.