Por Álvaro Bisama, escritor Marzo 18, 2016

En el mejor momento de Cinco esquinas, la última novela de Vargas Llosa, la trama cede a un ejercicio de estilo. Quedan un poco menos de un centenar de páginas para que el relato termine y ya todo está más o menos solucionado. O por lo menos, eso intuye el lector. La intriga sobre un empresario acosado por el director de un diario amarillista ya ha dado varias vueltas y no queda mucho más antes de cerrarlo todo. Hasta ahí, la novela ha sido con suerte correcta, ordenada y quizás contenida; una fábula moralista sobre el mundo del periodismo durante el gobierno de Fujimori, entremedio de apagones, sobornos y secuestros de Sendero Luminoso. Pero es acá donde el autor introduce un cambio, un matiz que es acaso un déjà vu: todos los planos del libro se mezclan en un montaje más o menos cacofónico.

Ahí, mientras algunos personajes se pierden en un trío amoroso, otros discuten en una cebichería cómo sobrevivir y salvarse de la influencia del Doctor, es decir de Vladimiro Montesinos. Con ellos, Vargas Llosa desordena su propio relato, trizándolo en una simultaneidad inesperada, en una confusión agónica de voces sobrepuestas. Puro vintage. Es Vargas Llosa haciendo de sí mismo, haciendo aparecer el eco de los viejos trucos que usó hasta el cansancio en Conversación en La Catedral, una de sus novelas emblemáticas.

No es raro que así sea, aunque en apariencia Cinco esquinas pueda lucir como la resaca de El pez en el agua, las memorias del autor sobre la campaña presidencial de 1990 que perdió contra Alberto Fujimori. Está en ella la voluntad de describir los contornos de esa época, de hacer una ficción que la sintetice para interpelarla. Nada nuevo para su autor. Conversación… e Historia de Mayta jugaban a lo mismo, a ese corte sagital de la sociedad de su país. De hecho, el primero de esos libros abría con la pregunta “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

La pregunta sigue ahí, ahora enterrada en el bombardeo mediático que envuelve al libro. Mal que mal, el Vargas Llosa que lo publica —con 80 años recién cumplidos— ya no es sólo el rockstar más joven del Boom o el escritor de derecha liberal que obtuvo el Premio Nobel, sino una figura pública bastante más compleja; alguien que después de mostrar su indignación sobre la banalidad cultural de la vida contemporánea en La civilización del espectáculo, terminó apareciendo en la portada de la revista ¡Hola! de la mano de Isabel Preysler, su flamante nueva novia. “La raíz del fenómeno está en la cultura. Mejor dicho, en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse y divertir, por encima de toda otra forma de conocimiento o ideal”, había anotado en ese libro.

Entonces, ¿cómo leer Cinco esquinas evitando esa clave? Hace 15 años, con La Fiesta del Chivo, Vargas Llosa pareció hacer lo mismo: retornar a la vida literaria con bombos y platillos, aunque nunca se hubiese ido del todo. Pero ahí fue distinto. La Fiesta del Chivo enlazaba con los 70. Novela elefantiásica sobre Leónidas Trujillo, competía en esa cacería ambiciosa que los escritores de su generación (de García Márquez a Jorge Edwards, de Carlos Fuentes a Donoso) habían emprendido hace casi medio siglo tras la novela del dictador, sin lograrlo nunca del todo.

Cinco esquinas está así atrapada por el ruido de fondo, acechada por el murmullo externo que desborda la lectura. Aunque quizás las claves sean otras. Por ejemplo, que se publique en el momento exacto en que Keiko Fujimori asciende en la carrera presidencial peruana. Ahí no hay dudas. Vargas Llosa describe el mundo acosado del Perú de los 90, definido por la violencia del régimen, entendiendo al fujimorismo como una estética, un modo de aproximación y perversión del lenguaje. Por supuesto, hay harto de maniqueísmo acá, como si fuese la sangre que sale por una herida que sigue abierta: los aristócratas son presentados como víctimas de periodistas feos y contrahechos, personajes dispuestos a interrumpir sus elegantes aventuras sexuales con la lengua atroz de una realidad corrompida por la sombra del Doctor, ese Montesinos que domina el Perú desde la sombra.

Pero aquel trazo grueso se diluye por el tono menor del libro, determinado por un elenco acotado de personajes y ambientes. Ahí, una voluntad paródica lo invade, dotándolo de cierta levedad. Cinco esquinas en realidad contiene dos libros a la vez: una comedia sexual sobre la clase alta limeña y una diatriba contra el fujimorismo. Sobre el final ambas se mezclan y es posible preguntarse por qué Vargas Llosa no extendió aquello al resto del relato, por qué no dejó que la obra fuera eso, esa confusión, ese caos. En realidad, no tiene sentido preguntárselo. La novela es lo que es, un relato que cojea, quizás presa de una estructura demasiado obvia y de una intriga más o menos predecible. Cuando aquello se rompe, otro libro aparece y el viejo autor de La ciudad y los perros irrumpe para saludar al lector, haciendo olvidar por momentos las fotos de las páginas sociales, las crónicas de las vernissages y la rumorología más trash.

Lo obvio sería leer “Cinco esquinas” a la luz de “La civilización del espectáculo” y de todo el ruido mediático en el que ha estado envuelto Vargas Llosa, pero más interesante es pensar cómo la sombra de “La orgía perpetua”, su  ensayo sobre Flaubert y “Madame Bovary”, reaparece acá de modo inesperado.

Por lo mismo, si bien lo obvio sería leer Cinco esquinas a la luz de La civilización del espectáculo y reírse con la paradoja de cómo la realidad es capaz de dinamitar hasta las convicciones más dramáticas sobre la cultura (Vargas Llosa ahora es un personaje más o menos ubicuo en ¡Hola!), más interesante es pensar cómo la sombra de La orgía perpetua reaparece acá de modo inesperado. En ese libro, publicado originalmente en 1975, el peruano construía un ensayo sobre su obsesión por Gustave Flaubert y su Madame Bovary. Texto híbrido, el libro trataba de descifrar la obra maestra del francés en una persecución biográfica y literaria que resumía la tensión con la que los escritores latinoamericanos se relacionaban con la tradición novelesca decimonónica. Lo más interesante del ensayo era el modo en que atesoraba todos los pequeños detalles que rodeaban a Flaubert, Emma Bovary y su mundo. La novela del francés —determinada por las relaciones entre sexo y dinero—, no sólo representaba una especie de utopía novelesca para el peruano sino también el modo ejemplar de cómo la ficción podía contenerlo todo, resumiendo la experiencia humana en esa heroína quebrada que era Emma. Así, La orgía perpetua describía los contornos de Flaubert, pero también de Vargas Llosa al abordar los modos en que los personajes literarios podían volverse símbolos poderosos y complejos de su tiempo.

Cinco esquinas comparte ese horizonte, aunque fracase en ciertos momentos, devorada por la inercia; y emerja de ahí con una última parte que trae de vuelta al novelista que recordamos de otros tiempos y otros libros. Aquello supera al rumor mediático, vuelve más compleja la broma. Se arrastra hacia atrás en el proyecto de su autor aunque luzca como algo urgente, acaso pasajero. Por el contrario, es la última versión de una poética que viene del Boom, pero también de más atrás, quizás del siglo XIX. Vargas Llosa es quizás eso, el último escritor del siglo XIX atrapado en el siglo XXI; alguien que nos interesa porque enarbola esa épica que sólo le perteneces a los sobrevivientes y a los anacronismos; algo que quizás es también un drama: el del escritor que no se resigna a dejar de ser el cronista privilegiado de su tiempo, el del novelista que desea resumir en sus ficciones al mundo.

Relacionados