Alejandro Sieveking ya tiene escrito cuatro testamentos. Todos están en su cabeza, eso sí.
—Por ejemplo, ese gato mexicano. ¡Es una joya! —dice, mientras apunta a su mesa de centro, en su departamento frente al cerro Santa Lucía, ese que fue retratado fielmente en la película Gatos viejos y que comparte con la actriz Bélgica Castro.
—¿A quién se lo va a dejar?
—Al Museo de Arte Popular Americano, en el GAM. Los libros de historia del traje, hice mucho diseño de vestuario en el tiempo en que estuve en Costa Rica, esos van para el Museo de la Moda, y al Museo Histórico Nacional le he regalado un par de trajes de fiesta de los años 20, muy Greta Garbo. ¡Muy preciosos!
Sieveking (81) habla afectado, alargando las palabras, como si fueran otra extensión de su cuerpo, que luce largirucho al lado de la pequeña Bélgica. Sieveking, una leyenda viviente, un dramaturgo con obras fundamentales en cualquier historia del teatro chileno (Ánimas de día claro, 1962; La remolienda, 1965; Tres tristes tigres, 1967) y que ha hecho del humor negro el sello de su trabajo, se divierte con su testamento imaginario.
—¿Qué cuadro va ir a parar a qué museo? —dice, antes de lanzar una carcajada que lleva largo rato aguantando.
—Un traje de mujer de vampiresa, negro, de plástico, comprado en Nueva York, se lo regalé al Museo de la Moda, de Yarur. Uno tiene que apoyar las cosas buenas que hay en el país. El cuadro de la Hormiguita (Delia del Carril) lo había pensado para el MAC. Todos los premios nuestros van a ir a parar a Chileactores, a los sindicatos. Los libros de teatro, al GAM, nuestros álbumes de teatro, al GAM. Es la mejor biblioteca de teatro de Santiago y quiero que sea la mejor de Sudamérica. Si yo me muero, todo va a quedar para la Bélgica.
—Y ella se va a morir también—interrumpe Bélgica, quien luego pregunta por sus cigarros.
—Nos pusimos a hablar de la muerte y tú dijiste “esta cuestión me cargó” —le responde Sieveking.
—Nooo, si uno fuma por fumar, no más. “Fumar es un placer, genial, sensual” —comienza a tararear Bélgica.
***
La dupla inseparable del teatro chileno está a la espera de un nuevo ensayo de Pobre Inés sentada ahí. Es mediodía de un verano porfiado, que se niega a partir. Lejos de su departamento, en el Espacio Checoslovaquia, cerca del metro Irarrázaval, actores y miembros del equipo técnico se pasean frente a una hilera de bicicletas estacionadas. Aquí, la dupla parece estar fuera de lugar. O quizá, está más allá del tiempo.
Bélgica baja de un segundo piso con la ayuda de Sieveking. Lo hace lentamente, pero segura, pese a que ahora siempre camina apoyada en un bastón.
—Tengo 94 —dice Bélgica.
—Tienes 95, no te quites años —la corrige Sieveking.
Ella se ríe, con esa risa cómplice que uno ha escuchado tantas veces en el cine y en el teatro, como de un niño al que acaban de pillar en una maldad.
Bélgica Castro cumplió 95 años el domingo 6 de marzo. No lo celebró. Su padre, anarquista, nunca celebraba los cumpleaños, y a ella no le quedó otra que acostumbrarse. Sieveking la acompaña en esa tradición:
—Celebramos otro día. Cualquier día. No celebramos ni la Pascua ni nada. Para la Pascua a veces vamos a comer con el hijo de la Bélgica, que vive en el departamento de al lado.
Rodrigo Bazaes interrumpe para afinar detalles antes de la “pasada”, que es como llaman en la jerga teatral a los ensayos. Bazaes es el hombre orquesta. El talentoso director de arte y de teatro que devino en director de las últimas temporadas de la serie de televisión Los 80, está a cargo del montaje.
“Víctor Jara dirigió ‘Parecido a la felicidad’ de una manera que la gente no entendió en su momento ni la entiende ahora. Era más que teatro. Porque era tan de verdad y tan como cine”.
—Bazaes es muy brillante. A mí me interesa trabajar con la gente joven porque no son ellos los que aprenden, es uno el que aprende de ellos, de la visión que se tiene ahora del teatro, de los problemas que enfrentan en la actualidad. Es un aprendizaje para nosotros. De repente, como siempre en estos casos, estamos en desacuerdo —dirá Sieveking después, lanzando otra de sus sonoras carcajadas.
Es el último ensayo junto al esloveno Izidor Leitinger, el compositor y director musical de la obra. Porque lo que veremos a partir del próximo 5 de abril, en el teatro del CA660 no es una obra de teatro cualquiera. Es un drama musical, donde los actores protagónicos, Ema Pinto, Ximena Rivas, Manuela Oyarzún y Julio Milostich, cantan en varios pasajes para relatar la historia de unas hermanas que se disputan la herencia del padre muerto. Algo, como suele ocurrir en las obras de Sieveking, muy chileno.
—Yo conocí de cerca un caso muy parecido. Incluso la diseñadora de vestuario dijo “esto es lo que me pasó exactamente a mí”. Raro eso. Yo estaba tratando de tomar el problema de las herencias que destrozan a las familias por ambición o por resentimiento —dice Sieveking.
Su obsesión por los testamentos comenzó el verano pasado, justo cuando estaba escribiendo Pobre Inés sentada ahí. Como siempre cuando escribe una obra, lo que primero que se le vino a la cabeza fue una imagen. Así le pasó con Tres tristes tigres, después de tomarse un café con una prostituta, que sería la inspiración para Amanda, esa mujer que debe prostituirse para ayudar a su hermano. Y así también le ocurrió con esta nueva obra. Lo primero fue la imagen de una mujer mayor sentada en una silla de ruedas. La pobre Inés que interpreta Bélgica Castro.
Un personaje amargo, resentido, al que le reserva alguna de las mejores líneas de la obra:
—Los noticiarios son una preparación para la muerte.
Más tarde, Sieveking explicará esa frase:
—Cuando vemos los noticiarios, nosotros decimos, “¡quizá cuántos muertos ha habido ya!”.
El propio Sieveking, quizá como otra muestra de su humor negro, se reservó para sí el papel del padre muerto. Un personaje que baila una sugerente coreografía frente a sus hijas, mientras ellas, aún medio enamoradas del padre, le dedican una canción.
—A Pobre Inés sentada ahí la considera un drama musical más que un musical. ¿Por qué?
—No es comedia, tampoco es una farsa, porque la farsa en general sólo te hace reír, pero tiene una cosa de caricatura, que está acentuada por todo. Los maquillajes son increíbles.
—Comentaba que con su maquillaje se parece a David Bowie.
—¡Qué maravilloso no reconocerse en el espejo! Al Julio Milostich tampoco lo va a reconocer nadie. Es algo alejado del realismo.
***
Sieveking, el incansable Sieveking, dice que está cansado. A los ensayos de Pobre Inés sentada ahí, la semana pasada sumó la grabación de una serie para Chilevisión, Entero quebrado, que protagoniza Alejandro Goic. “Me llamaron por viejo, en reemplazo de Héctor Noguera”, cuenta, riéndose una vez más de sí mismo.
Y no sólo eso. La semana pasada tuvo que terminar el doblaje de El invierno, ópera prima del director argentino Emiliano Torres, que filmó el año pasado en la Patagonia, cerca de El Calafate. Allí le tocó uno de los roles protagónicos, un capataz de una estancia de esquila de ovejas. Sieveking, que casi sin decir palabra interpretó a un siniestro cura en El club, de Pablo Larraín, disfruta esta faceta de actor de cine:
—No soy tan joven como para hacer un papel grande, ¡me cuesta un poco más que a los jóvenes! No te creas que sufro por no tener grandes parlamentos. A mí lo que me gusta es hacer personajes distintos.
“Es imposible clasificar al versátil Alejandro Sieveking”, escribía Elena Castedo en el libro El teatro chileno de mediados del siglo XX, a inicios de los 80, refiriéndose a su dramaturgia. Una máxima aplicable a toda su carrera. Una donde se ha movido desde el folclorismo, con títulos como Ánimas de día claro, donde el oído privilegiado de Sieveking rescataba el habla del campo chileno, hasta lo que se llamó el neorrealismo sicológico, en obras como Parecido a la felicidad.
“Bazaes es muy brillante. A mí me interesa trabajar con la gente joven porque no son ellos los que aprenden, es uno el que aprende de ellos, de la visión que se tiene ahora del teatro. Es un aprendizaje para nosotros”.
Estrenada en 1959, Parecido a la felicidad contaba la historia de Olga, una mujer que desataba la ira de su madre (Bélgica Castro) al irse a vivir con un chofer de micro, el Gringo (Sieveking). Una obra más bien olvidada de las temporadas de los teatros y que desde el 5 de mayo volverá a escena en el Teatro Finis Terrae, bajo la dirección de Francisco Albornoz y con Carmina Riego en el papel de la madre.
Un rescate que no es casual, explica Albornoz:
—Este año Alejandro celebra un aniversario muy especial: hace exactamente 60 años, en 1956, él entró a estudiar a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Allí formó parte de una generación prodigiosa de hombres y mujeres de teatro que marcaron la historia cultural de nuestro país. Parecido a la felicidad, en ese contexto, habría que pensarla al mismo tiempo como la obra de uno de los gigantes de nuestra dramaturgia, y como la exploración de un muchachito de provincia, un estudiante de 25 años que siente la urgencia de hacer teatro desde su experiencia y su mirada.
La obra significó el debut en la dirección teatral de Víctor Jara, que volvería a trabajar con Sieveking en obras como Ánimas de día claro y La remolienda.
—¿Por qué Víctor Jara llegó a dirigir Parecido a la felicidad?
—Teníamos un festival de alumnos, en la escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Era algo interno, pero en segundo año se llamó a que participara el teatro de la UC. Ahí estrené mi primera obra que me puso en órbita, Mi hermano Cristián. Al segundo festival ya iba la crítica. Y en cuarto escribí una comedia musical que se llamaba Asunto sofisticado, y Víctor iba a hacer el papel de un folclorista, y empezó a aprender a tocar guitarra a raíz de ese personaje. Le enseñó Nelson Villagra, era de un curso superior al nuestro, pero como Víctor y él eran de Chillán, era muy amigos también.
La obra tenía 16 personajes, y nosotros como curso ya éramos 7. Entonces teníamos que pedirles ayuda a otros cursos, y empezaron a fallar. En un momento quedábamos cinco personas, y Víctor me dice: “¿Por qué no te escribes una obra y la dirijo?”. A mí no se me ocurría nada, y me contó una historia que había presenciado, que una hija se había ido una noche con un tipo, y la madre va a buscarla a la casa. Y así escribí Parecido a la felicidad.
—¡Y fue un éxito terrible! —dice Bélgica Castro, para resumir las largas giras por toda Latinoamérica de esa obra.
—Víctor la dirigió de una manera que la gente no entendió en su momento ni la entiende ahora. Era más que teatro. No se puede explicar. Cuando estuvimos en México, los directores iban a ver cómo almorzábamos. Porque querían entender por qué hacíamos lo que hacíamos. Porque era tan de verdad y tan como cine. En Chile, el realismo de Víctor, que se le llamó realismo poético, era avanzado. Era avanzado para Buenos Aires, que se supone era mucho más avanzado en todo sentido que nosotros. Los argentinos nos ofrecían contrato a Víctor, a nosotros. En Uruguay fue la locura.
—¿Y es verdad que Víctor Jara le sacó las canciones a La remolienda?
—Sí. Era una comedia musical, tenía 16 canciones. Víctor encontró que la obra tenía otro tono, que no era el de la comedia musical, que se bastaba a sí misma, entonces dejó tres en los momentos que son fundamentales, porque hay una canción que funciona como monólogo, no como canción.
Y Bélgica se pone a cantar:
—Ay, ay, ay, adiós que se va Segundo, en un buque navegando, ay, ay, ay, la niña que lo quería, ay, ay, ay…
—Esa Víctor la dejó, porque por supuesto tenía un ojo de lince —dice Sieveking.
—¿No le molesta que le corten sus textos?
—No, yo creo que todo texto se puede mejorar. Incluso en la Editorial Universitaria tienen editada La remolienda, van como en la séptima edición, y yo en la sexta le corté como cuatro frases en el epílogo, porque con el tiempo las cosas se aceleran. Ahora no puedes hacer un Ibsen como Ibsen lo escribió, porque él le estaba hablando a un público que no conocía la televisión, que no tenía internet. Es otra mentalidad. Si toman un Ibsen o un Strindberg es raro que se hagan íntegros, porque es otro tiempo. Yo soy el primero en preocuparme si hay algo de más para estos tiempos. Por ejemplo, los Tigres y La remolienda ya tienen 50 años de estrenadas, entonces uno siempre está revisando las obras, porque quieres que permanezcan jóvenes.
—¿Y qué pasa con el ego?
—Soy tan ambicioso que no tengo ego. Porque quiero hacer la obra perfecta, que no tenga peros. Y para ser ambicioso, no puedes confiar sólo en tu mente. Tienes que recibir pedazos de otras mentes en la tuya. La gente que cree que sus textos son intocables, así les va también. Se quedan en la lata de siempre. Pero eso ya es pelambre.