Por Javier Rodríguez // Fotos: Diego Giudice/Archivolatino Abril 15, 2016

Una guagua enterrada en el patio de su casa. A los siete años, Mariana Enriquez (42) se obsesionó con esa imagen. Estaba convencida que en su casa de Lanús, en las afueras de Buenos Aires, habían enterrado a la hermana de su abuela Hilda, que nació muerta. Durante más de un año, tuvo miedo. Miedo a escuchar los alaridos de esa niña subterránea. Miedo a que decidiera abandonar su tumba. Pero también sintió fascinación, le tomó el gusto a ese momento en que los latidos del corazón se aceleran y la imaginación se desboca.

Su abuela Hilda, que venía de Corrientes, ciudad limítrofe con Paraguay y Brasil, siempre contaba que cuando era pequeña tuvo una hermana que sepultaron en el patio trasero de la casa y que, mientras la echaban en la fosa, su hermanita lloraba. Esa historia, más otras que le contaba su abuela —italiana, hija de arquitecto, depositaria de la herencia guaraní y afrobrasileña, llena de elementos de la santería y la macumba— y los libros de terror que comenzó a leer fueron el disparador que la obligó a escribir.

A escribir el horror. Horror, no terror.

—El horror permea toda la situación, es más sutil, se insinúa. El terror tiene que ver más con verle la cara al monstruo, no con lo cotidiano. Mis cuentos tienen poco de sobrenatural—dice Mariana Enriquez, autora de Cuando hablábamos con los muertos (Montacerdos) y Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama), que acaba de llegar a librerías chilenas.

Si con la historia de su abuela Hilda descubrió el horror, fue con las novelas de Stephen King que se hizo adicta al género. Mariana entendía que la literatura le podía producir placer, incluso ese gozo un poco repulsivo, de decir “no puedo seguir leyendo porque tengo miedo, pero necesito avanzar para saber cómo termina todo esto”. Así comenzó a escribir aquellas historias con atmósferas parecidas a las narradas por escritores como Cormac McCarthy, Edgar Allan Poe, el Julio Cortázar cuentista, su compatriota Sergio Bizzio y su favorito: Stephen King.

Pero no sólo con estas historias —las de su abuela, las de los libros— ha construido su imaginario. También la obsesionan y la inspiran los cementerios, por su estética gótica y el silencio que ofrecen.

Cuando terminó el colegio, la hoy subeditora de Radar, el suplemento cultural de Página/12, entró a estudiar Periodismo para ser cronista de rock. Por eso, hasta hoy, la música sigue marcando sus rutinas de escritura. Si escribe ficción, lo hace con música. Fuerte. Ensordecedora. Con canciones que le dictan el ritmo de la narración, que la llevan a un trance que le ordena cómo tiene que ser tal o cual personaje. Y siempre con lápiz y papel.

Por lo mismo, varios de sus libros tienen nombres de canciones. Uno de ellos es Cómo desaparecer completamente (2004), en honor a una canción de Radiohead, y ahora Las cosas que perdimos en el fuego cita un álbum de la banda estadounidense mormona Low.

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Las historias de Mariana Enriquez suceden, casi siempre, en la periferia de Buenos Aires. En las villas, símil de las poblaciones chilenas. La necesidad de situar sus cuentos fuera de la capital va ligada, precisamente, a que estos son los lugares donde los inmigrantes del interior argentino se asentaron. Tal como lo tuvo que hacer su abuela Hilda. Y ella misma.

—La periferia me interesa como lugar de mestizaje, de cruce de relatos. Donde puedes tener violencia urbana y un altar del Gauchito Gil al lado. La mezcla es iconográficamente muy poderosa.

Pero el concepto de periferia en la obra de Mariana Enriquez no sólo es aplicable a los espacios donde sitúa sus cuentos. También es válido para el género en que se inscriben sus relatos. Porque el horror se encuentra fuera del círculo de los best sellers, fuera de los títulos aclamados por la crítica. Por eso, sorprende el fenómeno que provocó Las cosas que perdimos en el fuego en la última Feria del Libro de Frankfurt, la más importante del mundo. Incluso antes de que se inaugurara, en octubre del año pasado, los derechos de su libro ya estaban vendidos a la mayoría de los mercados importantes, en un hecho inusual para un libro de cuentos.

Lo cierto es que desde el año pasado en la industria editorial se vive una vuelta al cuento, con editores menos temerosos del cliché que “se venden mal”. En Estados Unidos, por ejemplo, se siguen publicando en revistas de prestigio como The NewYorker. De hecho, Estados Unidos fue de los primeros países en poner en su radar a Mariana Enriquez, lo que motivó el interés de otros mercados. También ayudó que fuera publicada por primera vez en España, donde Jorge Herralde, el legendario editor de Anagrama, aseguró que eran los mejores cuentos que había leído en muchos años.

“El horror permea toda la situación, es más sutil, se insinúa. El terror tiene que ver más con verle la cara al monstruo, no con lo cotidiano. Mis cuentos tienen poco de sobrenatural”, dice Mariana Enriquez.

Ella se toma todas las expectativas con calma. Dice que está en aquel momento de paz antes de la tormenta. Traductores al griego, hebreo, danés, sueco, holandés, francés, alemán, chino, inglés, portugués, checo, italiano y turco ya trabajan en su obra, y a principios de 2017 debería salir publicado su próximo libro de cuentos, el primero con la editorial Hogarth, con la que debuta en el mercado estadounidense. Será su vuelta al foco de atención, luego de que en 1994, con 21 años, publicara su primera novela, Bajar es lo peor, convirtiéndose para los medios argentinos en una figura parecida a lo que fue Alberto Fuguet a principios de los noventa en Chile.

A partir de ese libro la comenzaron a invitar a programas de conversación en televisión abierta para que representara el papel de la chica con polera de AC/DC, despeinada, arrogante, reactiva. Le preguntaban si se drogaba, cómo era su vida de excesos. Poco sobre su debut literario, que tuvo una acogida dispar de la crítica.

—Era muy incómodo, porque la novela la escribí seriamente. Además no venía de un ambiente literario, sino que venía de un barrio de la periferia, de una ciudad a 50 km de la capital y no tenía relación con escritores. No había estudiado Letras. Había un acercamiento a mí muy de bicho raro, cosa que me empezó a molestar. Lo sentía despreciativo. Hoy lo pienso y digo “qué soretes, qué malos”. Tenía que ver, también, con que fuese una chica.

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Ser una chica, quizás, es una de las razones por las que hoy escribe cuentos, enmarcándose en la extensa tradición de mujeres cuentistas, que tienen a Clarice Lispector y Alice Munro como principales exponentes.

— ¿Por qué crees que hay más cuentistas mujeres que hombres?
—No sé. ¿A lo mejor porque tenemos menos tiempo? O quizás porque todavía nos ponen en mesas de literatura femenina, entonces eso te da como cierta libertad. El mercado a veces te pone un poco al costado, la crítica o los señores que arman las mesas en las conferencias. Entonces, esa sensación de que no entras en la avenida central de la literatura te da cierta libertad de decir: escribo cuentos, total, nadie espera mucho de mí.

—Siempre has escrito desde la periferia, geográfica y temática. Muchos escritores consideran a Stephen King un autor menor, por ejemplo.
—Me gustaría mucho que esto funcione más por el género que por mí. Porque me parece que el horror es un género popular, que la gente disfruta, que para muchos escritores está puesto en un lugar menor por esnobismo. La cuestión de menor es relativa, no sé en qué sentido es menor como género. Ya no es ni siquiera un prejuicio, es un lugar común. ¿Cuáles serían los géneros mayores? Siempre tiendo a pensar que hay una parte de la literatura que tiene algo de elitismo.

— ¿En qué aspectos?
— En que ese elitismo es el que decide qué cosas son mayores y cuáles, menores. Shakespeare era un tipo que escribía teatro mientras viajaba, trabajando con fuentes históricas, a toda prisa, con el único fin de entretener a la gente. El entretenimiento para la gente es mayor o menor dependiendo de la dedicación, del cuidado con el lenguaje. Se trata de no ofrecerle a la gente algo a mitad de cocinar, sino algo hecho a conciencia. Me parece que eso es lo más interesante del terror bien hecho.

—Te defines como una lectora voraz, ¿no te afecta estar leyendo y escribiendo historias de miedo permanentemente?
—No.

—¿No tienes pesadillas? ¿Ni siquiera con la guagua enterrada en el patio de tu casa en Lanús?
—Tengo pesadillas, pero no de terror. Son más del tipo que no llego a entregar una nota y mi jefe me reta, o que me olvidé de pagar algo. Pesadillas de neurótica ansiosa, pero muy pocas relacionadas con lo sobrenatural. No sé por qué. Así funciona mi cabeza.

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