Costa-Gavras (83) y Raúl Ruiz se conocieron en Chile, en 1972. Estaba en el país para filmar Estado de sitio, una película premonitoria de lo que sucedió en Chile, un thriller político que rodó en Santiago, Viña del Mar y Playa Ancha, y en el que abordó el tema de los tupamaros y el golpe de Estado en Uruguay. Por esos días, Costa-Gavras conoció a gran parte del mundo del cine chileno, lo que queda en evidencia al mirar los créditos del filme: junto al protagonista, interpretado por el legendario Yves Montand, actuaron Alejandro Sieveking, el pintor Nemesio Antúnez, Gloria Münchmeyer, Héctor Noguera, Tennyson Ferrada, Aldo Francia, Gloria Laso, Jaime Azócar, Schlomit Baytelman y el juez Juan Guzmán. Silvio Caiozzi fue el director de fotografía de la segunda unidad, y Luis Poirot el fotógrafo de imagen fija.
Cuarenta y cinco años más tarde, la mayoría de los nombres de la gente que conoció en Chile se le escapan —salvo los de algunos amigos, como Miguel Littin—, y en el caso de Ruiz, dice, sus recuerdos son sobre todo posteriores, de la época en que el director de Palomita blanca (1973) llegó exiliado a París junto a su mujer, Valeria Sarmiento. Costa-Gavras ya era un director consagrado: había ganado un Oscar y un premio en Cannes por Z (1969), una denuncia contra la dictadura militar griega.
—Lo conocí sobre todo aquí, cuando llegó a Francia, después del golpe de Estado. Lo vi inmediatamente junto a otros chilenos. Establecimos una relación, nos veíamos de vez en cuando. Y como no conocía mucha gente aquí, le presenté a algunas personas del Centro Nacional del Cine —recuerda hoy Costa-Gavras, convertido en el presidente de la Cinemateca francesa, una de las instituciones de conservación y rescate cinematográficos más importantes del mundo.
“Ruiz hacía películas con una rapidez extraordinaria, escribía muy rápido. Eso era único. A pesar de que era un creador europeo, porque fue un crítico formidable de la sociedad francesa, como creador latinoamericano lo ubico en algún lugar entre García Márquez y Borges”.
Allí tiene lugar la retrospectiva más grande que se ha hecho sobre Ruiz: de sus 120 películas filmadas, 75 serán proyectadas hasta el 30 de mayo en versiones restauradas. En paralelo, se realizará una serie de conferencias, charlas y presentaciones en las que participarán algunos de sus colaboradores más cercanos, entre ellos Valeria Sarmiento, el productor Paulo Branco, el compositor Jorge Arriagada y uno de sus actores fetiches, Melvil Poupaud.
En la inauguración, programada para el pasado miércoles, Costa-Gavras figuraba como uno de los anfitriones principales, junto a los ministros de cultura de Chile y Francia, Ernesto Ottone y Audrey Azoula,y el director de la Cinemateca, Frédéric Bonnaud.
—Lo que me sorprendió de Ruiz es que llegó a Francia y a los pocos meses después hizo una película. Eso es muy poco común. Era un personaje muy atractivo, muy abierto, muy seductor; un hombre al que le gustaba mucho comer y beber, que tenía un lado gargantuesco, desmedido, tanto por la vida como por el cine. Hacía películas con una rapidez extraordinaria, escribía muy rápido. Eso era único. A pesar de que era un creador europeo, porque fue un crítico formidable de la sociedad francesa, como creador latinoamericano lo ubico en algún lugar entre García Márquez y Borges. Pero él es sobre todo Ruiz y únicamente Ruiz.
Después de esos primeros encuentros, sus vidas no se cruzaron más. Sus caminos como cineastas fueron radicalmente diferentes: Costa-Gavras es el emblema del cine comprometido, del séptimo arte entendido como un arma política; para Ruiz, en cambio, el cine era una forma de exploración narrativa, un dispositivo para crear realidades barrocas y observar, con escepticismo, el mundo que lo rodeaba. Sin embargo, los dos fueron atacados por criticar a la izquierda desde la izquierda: Costa-Gavras por La confesión (1970), y Ruiz por Diálogos de exiliados (1974).
—Ser atacado por una película es algo espléndido. Significa que se debe sacar adelante ese filme y hacerlo. Ruiz comprendió eso muy temprano. Tenía una mirada muy aguda sobre la sociedad, pero tenía una ventaja notable y es que era amado por la crítica —dice el director en su casa de París, vestido con sus infaltables calcetines rojos. Él sabe lo que dice: ser atacado por sus posturas políticas se volvió un hábito en su carrera.
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Verano de 1971. Meses después del estreno europeo de La confesión, Costa-Gavras recibió en París una llamada desde Santiago. Eran los tiempos de la Guerra Fría, una época en que el comunismo y el capitalismo eran fuerzas que separaban al mundo en polos que se repelían. En ese contexto, la cinta cayó como una bomba en territorio de nadie: Costa-Gavras, un “marxista-sartreano” declarado, hacía un filme que denunciaba el totalitarismo estalinista. Gran parte de la izquierda lo acusó de anticomunista, y una buena parte de la derecha lo aplaudió con el pudor con que se aplaude a un enemigo potencial. En medio de ese escándalo, sonó su teléfono. La voz al otro lado era la de un tal Helvio Soto, un cineasta chileno del que nunca había oído hablar.
—Me dijo: “Hay que hacer algo. La derecha acá dice que La confesión está prohibida por el gobierno de Allende, pero eso es falso”. Llamé a la Paramount Pictures, que tenía los derechos para Chile, y me dijeron que efectivamente no era verdad, que la película se estrenaría allá durante el invierno. Llamé a Helvio Soto, le expliqué la situación. Le dije que podía hacer una declaración, pero me dijo que no iba a funcionar. Así que tomé un avión y partí a Santiago.
Ese primer viaje —el primero de tres— fue secreto. Nadie sabía que estaba en Chile, ni siquiera Helvio Soto, quien por esos días terminaba la sonorización de Voto + fusil (1971), una película que generaría un escándalo político tan bullado como el de La confesión. Soto llegó al Hotel Carrera junto a Augusto “Perro” Olivares, el asesor personal de Allende. Fue él quien tomó la decisión: Costa-Gavras sería el invitado sorpresa de un programa de televisión, en el que desmentiría la censura a su filme. Poco después, Allende lo recibió en La Moneda. Sería el primero de cuatro encuentros.
—Me explicó lo que estaba haciendo y me invitó a viajar con él por el sur durante las elecciones municipales. Me dijo que en Chile no había censura y que yo podía hacer lo que quisiera. Así decidí filmar allá Estado de sitio (1972) y así descubrí una sociedad en ebullición, un movimiento popular impresionante. Chile, para mí, con los amigos que hice, con el drama que hubo después, se convirtió en un país profundamente querido, un país que forma parte de mi vida —cuenta Costa-Gavras, quien durante su estadía fue testigo de la nacionalización del cobre, un “fenómeno increíble”, dice. Estado de sitio, sin embargo, no se estrenó en Chile: en el ambiente polarizado de la época, el gobierno decidió no presentar más filmes políticos en salas para evitar peleas entre los espectadores.
Diez años después, cuando la dictadura ya estaba instalada en Chile, Universal Pictures le envió un libro sobre el periodista estadounidense Charles Horman, detenido desaparecido durante el régimen de Pinochet, para que hiciera una película. Missing (1982), protagonizada por Jack Lemmon y Sissy Spacek, no sólo fue un éxito internacional —ganó la Palma de Oro en Cannes y un Oscar a mejor guión adaptado—, también se convirtió en la cinta prohibida que todo Chile quería ver. Una copia borrosa y clandestina, hecha en VHS durante una función del filme en Buenos Aires, comenzó a circular de mano en mano.
—No sabía eso, qué increíble. Uno descubre cosas tantos años después —exclama Costa-Gavras con una sonrisa—. Nosotros mandamos copias a Chile con carátulas de Walt Disney. Me contaron que la gente se reunía por las noches y la veía. Se las mandamos a amigos, gente que conocimos durante el rodaje de Estado de sitio. Así que sí hubo copias buenas circulando, pero una copia mala es mejor, porque hace imaginar muchas más cosas. La película no fue censurada en ninguna parte, no sufrimos presiones. Pinochet no tenía muchos amigos en el mundo —recuerda. En 1990, Costa-Gavras volvió a Chile una vez más, esta vez para asistir al funeral de Allende.
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Después de Missing, el cineasta griego siguió haciendo cine político con filmes como Sección especial (1975), en el que denunció el colaboracionismo en la Francia de Vichy; Amén (2002), sobre los vínculos del Vaticano con el nazismo, Edén al oeste (2009), sobre los inmigrantes ilegales en Europa, y El capital (2012), su último trabajo, en el que aborda el lado más salvaje del capitalismo actual. Aunque tiene otros proyectos de largometraje en marcha, su lucha actual está en la Cinemateca, el lugar que alimentó su cinefilia cuando llegó a París, en los años 50 como estudiante de Literatura.
“Nosotros mandamos copias a Chile de ‘Missing’ con carátulas de Walt Disney. Me contaron que la gente se reunía por las noches y la veía. Así que sí hubo copias buenas circulando, pero una copia mala es mejor, porque hace imaginar muchas más cosas”.
—Era el único lugar donde podíamos descubrir películas. Era la época en que Henri Langlois estaba a la cabeza. Veíamos filmes japoneses con subtítulos rusos, películas rusas con subtítulos finlandeses. Había que imaginar guiones y era increíble. La gente gritaba en la sala, rompía las sillas. Era un gran aprendizaje. Ahora la situación cambió totalmente, todas las películas están en todas partes, así que nuestro rol es crear una nueva cinefilia, traer a los jóvenes a talleres y hacerlos ver las películas de otra forma. El cine tiene una libertad que no tienen las series, porque la televisión siempre tendrá un límite: la obligación de atraer al gran público.
En comparación con las polémicas que levantaban sus filmes en los años 70 y 80, antes del llamado “fin de las ideologías”, el cine que se hace hoy rara vez atiza escándalos mediáticos, algo que el cineasta atribuye a una uniformización de las voces, paradojalmente, en un mundo marcado por la multiplicación de los medios.
—Hubo diarios que escribieron que todo lo que se decía en Missing era falso, que “Gavras es comunista y cuenta las historias como quiere”. Eran tiempos en que la gente estaba a favor o en contra, se era procomunista o anticomunista. Hoy hay una especie de consenso impuesto por los medios. Cuando se habla de Putin, hay que hablar mal de él; si se quiere hablar del conflicto palestino-israelí, hay una suerte de tabú. Hay verdades que hay que aceptar, hay temas que no se pueden tocar. Es la ventaja del cine: se puede escarbar y profundizar en estas cosas. Timbuktu (2014), de Abderrahmane Sissako, sobre el Estado Islámico, o Carlos (2010), de Olivier Assayas, son dos buenos ejemplos. De mi lado, con mis películas, yo también lo he intentado.