Dicen que basta con ver a un jugador pegarle a la pelota para saber si realmente es bueno.
Así de simple.
Si aquella idea es cierta, entonces tenemos que decir que sí: Luis Barrales (1978) agarra la pelota en medio de una cancha de futbolito, la pone en el piso, toma distancia y le pega con el borde interno de su pie izquierdo: se va sólo unos centímetros ancha, al lado del ángulo, pero sí, basta ver esa jugada para conjeturar que Barrales, adentro de la cancha, es un jugador distinto. Claro que aquello ya no podremos comprobarlo, pues desde que se lesionó la clavícula, hace unos años, dejó de jugar fútbol. Quedan, sin embargo, las historias de juventud —cuando jugó en la sub-15 de Huachipato— y, sobre todo, el futuro, en el borde de la cancha, dando instrucciones, porque desde hace un mes que Barrales —uno de los dramaturgos jóvenes más importantes de los últimos años (Niñas Aaraña, H.P. (Hans Pozo), Xuárez)— se inscribió en el curso para ser entrenador profesional de fútbol en el Instituto Nacional del Fútbol (INAF), lugar donde se forman los técnicos chilenos. Ahí, en el plan vespertino, Barrales asiste a clases de martes a viernes junto a otros cuarenta compañeros. Los lunes no tiene clases, los dejó libres porque ese día entrena a un equipo de futbolito conformado sólo por actores —Muera el Conde—, que compite en una liga que se juega justamente los lunes, pasadas las diez de la noche, en unas canchas ubicadas en Macul.
Ahí, en una de esas canchas, Barrales acaba de pegarle a la pelota. No estaba probando puntería, en realidad estaba haciendo el trabajo precompetitivo con sus pupilos, que en unos minutos más saldrán a la cancha a enfrentar la segunda fecha de la liga. Debutaron con un triunfo, ajustadísimo; ahora esperan seguir arriba de la tabla de posiciones.
***
Luis Barrales tenía cuatro años cuando jugó por primera vez fútbol. Fue en un partido donde muchos niños de su barrio se probaron en Deportes Laja, el equipo de su ciudad. Metió un gol y se quedó. Ahí jugó varios años, lo pasaba bien.
—Si en cuatro años vienen y me dicen: “Anda a agarrar a Deportes Colchagua”, agarro mi mochila y voy a probar, o si me piden que dirija la sub-15 de Palestino, feliz. Pero sé que mi oficio es escribir, aunque no me niego a ninguna posibilidad —dice.
—A mí el fútbol me permitió socializar. Cuando era chico era muy tímido, al borde de lo patológico. El fútbol me ayudó a salir de eso, jugabas y después todos te hablaban —cuenta Barrales, quien a los 14 años se fue a vivir a Talcahuano solo, pues lo invitaron a jugar a la sub-15 de Huachipato. Ahí, empezó jugando como un habilidoso volante creativo, pero terminó de once, arriba, por la izquierda.
Sin embargo, las cosas no fueron fáciles.
—Estuve sometido un año a la disciplina y en ese tiempo me di cuenta de que no era lo suficientemente bueno. Había jugadores muchísimo mejores que yo, y principalmente la disciplina me complicó. Me di cuenta de que no estaba dispuesto a vivir eso —explica Barrales, quien sentía que la vida estaba por otro lado: él quería salir, carretear, pololear, pero el fútbol se lo impedía. Además, conoció el rigor del camarín —que años después llevaría a escena en Uñas sucias—: un mundo con sus propias reglas, sin compasión, donde todos compiten contra todos y cuesta hacerse un lugar. Al principio, de hecho, fue resistido. Una vez le pillaron un libro en su mochila y no dejaron de molestarlo. Terminó agarrándose a combos. Después de eso, lo respetaron un poco más, pero ya era un mundo en el que Barrales no había logrado encontrarse, así que volvió a Laja.
En su ciudad jugó un par de veces más por su equipo, pero se dedicó a otras cosas. Luego, se fue a vivir a Santiago, entró a la universidad y lo que sigue es la historia de cómo se convirtió en un dramaturgo con voz propia, cuyas obras se han montado en los teatros más importantes de Chile y también en el extranjero. Pero el fútbol, jugarlo, es algo que nunca se olvida. Y entonces desde hace años que le venía dando vueltas la idea de meterse al INAF y estudiar para ser entrenador. Hasta que a inicios de 2016 no dudó más y se inscribió.
Lleva poco más de un mes de clases, pero está feliz con la decisión. Tendrá que aprender de todo: estrategia, reglamento, aspectos físicos y psicológicos, oratoria, en fin, diversas materias que deberá estudiar durante cuatro años. Le toma tiempo, mucho, y sabe que le traerá problemas, pues Barrales ya no sólo es uno de los dramaturgos más solicitados del medio, sino que en 2015 incursionó en la televisión —con Príncipes de barrio, una serie que justamente retrataba la vida de esforzados futbolistas—, y así se abrió otro mundo para él. Hoy, está terminando de preparar, junto al escritor argentino Eduardo Sacheri (El secreto de sus ojos), una adaptación de la novela Inés del Alma mía, de Isabel Allende, para Chilevisión, y a eso se le suma el proyecto de llevar a la televisión la exitosa película El chacotero sentimental —ambas series a cargo de la productora Fábula—, y además debe escribir una obra de teatro para el segundo semestre. Pero, por ahora, el tiempo le alcanza para todo. Especialmente para el fútbol. Basta ver sus redes sociales para saber que está muy pendiente de todas las ligas de fútbol importantes. Ve todos los encuentros del torneo nacional —especialmente los de Colo-Colo, su equipo— y el último partido que lo emocionó fue el épico triunfo del Liverpool sobre el Borussia Dortmund por los cuartos de final de la Europa League. Un partido de antología, una clase de buen fútbol, un triunfo, sobre todo de Jürgen Klopp, uno de sus técnicos favoritos.
***
Son pasada las diez y media de la noche, y el complejo deportivo Terra Soccer —cuatro canchas de futbolito— está completamente lleno. En las dos primeras canchas se juega una liga de equipos conformados exclusivamente por actores, y se lo toman en serio: corren, meten, gritan, se barren, juegan con todo, le reclaman al árbitro el cobro de una falta inexistente.
Barrales observa detrás de la reja al equipo que fue campeón la temporada pasada. Son los rivales a vencer. Toma nota mental de lo que está viendo en la cancha, pero luego de unos minutos se va a otra, donde están sus muchachos, once jugadores que se preparan para jugar contra los Sin Fondart, equipo que tiene fama de meter la pierna fuerte.
Barrales reúne a sus muchachos en la mitad del campo y les dice que prueben al arco. Patean cinco, seis pelotas y el arquero va calentando los guantes. La estrella del equipo es Cristián Arriagada, que lleva la 10 en la espalda. Como delantero centro juega Matías Oviedo. Ahí están, probando al arco. También lo hace Barrales. La noche está realmente fría, pero los gritos de los equipos que están jugando le dan temperatura al ambiente. Luego de un rato, Barrales los vuelve a reunir, esta vez en círculo, y les propone un par de ejercicios con balón.
—Tocan y salen, tocan y salen —les indica y los jugadores le obedecen. Todo el rato los está arengando, los felicita, les pide que todo sea simple, tocar y jugar, tocar y jugar, simple, así le gusta el fútbol a Barrales.
—Ahora que he aprendido nuevos conceptos en clases, claro que miro el fútbol de otra manera, me fijo en otras cosas, entiendes que es más complejo. Igual, mi paradigma de jugador es Valderrama. Quisiera tener once Valderramas: un futbolista que juegue de primera, que esté rotando, generando espacio, desprendiéndose rápido del balón, buscando espacio, eso me gusta —dice unos minutos antes de que sean las once de la noche y salten al campo de juego. Sobre el futuro, sobre si se ve dirigiendo a un equipo profesional, se lo toma con calma, aunque no descarta nada—. Menos mal que ya estoy viejo, así que manejo las expectativas. Yo tengo un montón de desventajas en esto, por no haber sido futbolista, la edad, en fin. Pero también tengo otras ventajas, como las habilidades comunicacionales, que en el fútbol son más escasas e igual de importantes. Porque, al final, la persuasión es fundamental, convencer a los otros de tus ideas. Ahora, mi manejo de expectativas es superracional. Si en cuatro años vienen y me dicen: “Anda a agarrar a Deportes Colchagua”, agarro mi mochila y voy a probar, o si me piden que dirija la sub-15 de Palestino, feliz. Pero sé que mi oficio es escribir, aunque no me niego a ninguna posibilidad.
Cuando ya falta poco para que empiece el partido, reúne al equipo en el arco, se pone en cuclillas y les da la formación titular, los siete que saltarán a la cancha, y las últimas instrucciones:
—El medio es una zona de circulación, dos toques máximo, si es uno, mejor —dice y los vuelve a arengar. Después, agarra a uno de los jugadores y se lo lleva al costado. Toma una pelota y le da indicaciones sobre cómo encarar y defender. Se lo muestra. Pone la pelota al piso y hacen un par de ejercicios. Se escucha el pitazo final de los otros partidos, entonces se reúnen y van rumbo a la cancha 1, donde les toca jugar. El otro equipo ya está instalado. Entonces, se reúnen por última vez, se abrazan y gritan: “¡Muera el Conde!”.
—Tocan y salen, tocan y salen —les indica y los jugadores le obedecen. Todo el rato los está arengando, los felicita, les pide que todo sea simple, tocar y jugar, tocar y jugar, simple, así le gusta el fútbol a Barrales.
El equipo lleva camisetas celestes, como la de Uruguay. El líder dentro de la cancha, el habilidoso, es Arriagada, quien llevará la batuta los primeros minutos del partido. Rápidamente se pondrán en ventaja por dos goles. Barrales se instalará en el borde del campo, justo en la mitad. Estará atento a los movimientos de sus pupilos. Un par de metros más allá de él estará el técnico del otro equipo, que va a gritar todo el partido, demasiado histriónico todo, frente a la sobriedad de Barrales, que cada ciertos minutos, unos metros alejado de la cancha, encenderá un cigarro, sin dejar de mirar atentamente el partido.
Las cosas se comenzarán a complicar a partir de la lesión del arquero de Muera el Conde. Lo golpea en un cruce un delantero de los Sin Fondart, tiene que entrar el arquero reserva y, entonces, el equipo empieza a bajar la intensidad y los otros se van con todo. Logran el empate y se van un gol arriba al terminar el primer tiempo.
Barrales introduce un par de cambios, Arriagada grita y dice que hay que meterle más, más. El segundo tiempo va a ser aun más intenso: Sin Fondart alargará la ventaja, pero Muera el Conde no bajará los brazos. Meten con todo. Cuando faltan menos de cinco minutos para el final, logran el empate, agónico. Barrales lo grita con todo. Corren hacia la mitad del campo, dejan la pelota, ya no queda nada, parece que el partido va a terminar empatado, viendo las circunstancias, no está mal rescatar un punto, pero entonces viene un pelotazo largo hacia el área de Muera el Conde, un par de rebotes, no logran despejarla y uno de los volantes de Sin Fondart, cuando quedan segundos, conecta la pelota y consigue el último gol. Barrales no lo puede creer, sus jugadores no lo pueden creer, se recriminan, 6 a 5 es el marcador final, suena el pitazo, se acabó.
Los jugadores de Muera el Conde lo dieron todo. Se reúnen en un costado de la cancha y se quedan ahí, mientras todos los demás equipos se retiran del lugar. Tratan de entender qué pasó, por qué perdieron, se recriminan. Barrales pone orden, dice que el partido se perdió en el medio, que no fluyó el juego, que no se conectaron, que ellos lo ganaron bien. Se van apagando las luces de las demás canchas. Poco a poco este grupo se queda a oscuras. A las siete de la mañana del día siguiente, Barrales tuiteará: “Anoche perdió Muera el Conde. La noche fue horrible”. Sin embargo, contiene la rabia y la tristeza en la última arenga a sus pupilos.
—Hay que levantarse —dice—, el próximo partido lo ganamos.
Esta historia, para él y para su equipo, recién está comenzando.