Por Álvaro Bisama, escritor Abril 29, 2016

Hay algo en Sudor, de Alberto Fuguet, que recuerda La muerte en Venecia (1912), la novela de Thomas Mann que Luchino Visconti llevó al cine en 1971. Algo que la película del italiano quizás relativiza en sus manierismos luminosos: el contemplar los últimos días de una época, los últimos estertores de una era. Eso sucede porque parte del placer de la lectura de la nouvelle quizás reside en su condición asfixiante, en la sensación de que la belleza (que es el tema del relato) escapa como un horizonte inabordable. La cinta apuesta por lo mismo, pero acá el cine fracasa donde la literatura triunfa. Crepuscular, la belleza de la Venecia de Visconti está ahí, a la vista y aspira a ser eterna, no puede esconderse por más que el relato insista en detallar su aspecto terminal.

Alfredo Garzón, el narrador de Fuguet,tiene algo de Aschenbach, el protagonista de la novela de Mann. Quizás comparten un hastío que acá se vuelve una forma de abatimiento, porque implica el fracaso en la búsqueda de contacto con el otro. Describiendo los peculiares círculos del infierno literario chileno, Sudor es una novela romántica sobre el abandono, pero también sobre la posesión. Sí, es fácil leer el libro desde los códigos gay y el namedropping cultural, buscar las señales de una suerte de mapa literario local como una colección de secretos expuestos a la luz, tratando de revelar el tejido de un mundo posible. Para ello, Fuguet crea un narrador roto y desdoblado, que pasa de la primera a la tercera persona de modo abrupto mientras funde sus palabras con las de los otros, buscando alguna clase de encuentro, como si verse a sí mismo desde afuera le permitiera centrarse, entender su propio daño. La cultura de Grindr y el sexo explícito sólo acentúan ese vacío como si tapasen por medio del exceso el corazón desolado del libro. De este modo, como en No ficción o en ciertas partes de Missing, aquello se vuelve angustioso porque proyecta esa oquedad de modo geométrico, pero también como algo inmediato.

En una literatura como la chilena, tan pudorosa y llena de tics y elipsis, “Sudor” hace gala del porno como una utopía posible, de la cual se agradece su voluntad de escándalo.

En una literatura como la chilena, tan pudorosa y llena de tics y elipsis, Sudor hace gala del porno como una utopía posible, de la cual se agradece su voluntad de escándalo. Ahí, la escritura es la memoria de un cuerpo que ya no está y que se busca en el recuerdo de otros cuerpos, en la nostalgia de una carne sobre la que se escribe para que no se desaparezca en el aire. Pero aquello no es abstracto. Garzón está solo. Tiene cuarenta años y lo único a lo que puede acudir es a la nada sutil perturbación de su propio deseo, que lo empuja a abandonarse a sí mismo, a habitar un mundo de jóvenes que cada vez mira más de lejos porque ellos, tal y como le pasaba a Aschenbach, lo remiten al fantasma de la propia soledad, a la cárcel en la que el tiempo ha transformado a su cuerpo.

Entonces se enamora del hijo poeta/artista visual de un escritor del Boom y el mapa literario de la novela se vuelve un laberinto. Y una trampa.

La obra de Fuguet (y acá pienso también en sus películas) siempre ha estado llena de dobles, seudónimos, doppelgängers y nombres falsos: Baltazar Daza, Enrique Alekán, Pascal Barros, Alejo Cortés, Alfonso Fernández. Como pocos, como nadie, todos ellos son avatares de una misma idea, la de artistas en busca de una comunidad, todos ciudadanos perdidos que quieren que ese Santiago se convierta en algo parecido a una casa. Pero Sudor es menos optimista que los otros libros del autor en ese aspecto. Acá no hay conexión. No hay casa alguna porque esta fue quemada y arrasada. Luego del Boom de la literatura latinoamericana que protagonizaron García Márquez, Vargas Llosa y Carlos Fuentes, todo paisaje es susceptible de ser leído como tierra quemada.

Porque es en el Boom donde reside el sentido de Sudor, que transcurre el 2013, pero que hurga hacia atrás al preguntarse cómo funcionan sus preguntas tutelares. Fuguet ya se había ido contra aquello hace veinte años. McOndo, que es de 1996, sugería que las mitologías de García Márquez y sus amigos podían ser leídas como pura parodia. Sudor va más allá. Ahora la parodia se ha transformado en caricatura, en un mero chiste encarnado en el Rafael Restrepo de la novela, ese gentleman colombiano/mexicano inspirado en Carlos Fuentes. Amigo de presidentes, novio de actrices de cine, pensador de la cultura, viajero transcontinental y embajador de sí mismo, Restrepo —como Fuentes— es alguien que alguna vez escribió novelas que alguna vez alguien leyó y que alguna vez tuvieron alguna importancia.

César Aira ya se había ocupado de él en El congreso de literatura, una novela donde alguien (un novelista, millonario y científico loco también llamado Aira) trataba de clonar a Fuentes para dominar al mundo. Pero Fuguet escribe con rabia algo que Aira ejecuta con una feliz sorna. Sudor es una tragedia, un epitafio, tierra sobre un ataúd. Por eso acá José Donoso cobra importancia: en el inmenso elenco de la novela se cuelan también personajes de El jardín de al lado, como Marcelo Chiriboga y Núria Monclús. No es azaroso. Hay una continuidad ahí. De hecho, Donoso (quien fue compañero de curso y vivió en la casa de Fuentes) escribió su propia historia feliz del Boom en 1972, para luego ironizar sobre su levedad en El jardín…, que es de 1981. Ahí prefiguraba el horror doméstico que su hija Pilar pondría en Correr el tupido velo (2009), aquel vacío que suponía el ser hija de un novelista genial en una época donde todos eran novelistas geniales.

Gracias a lo anterior, Sudor tiene la forma de un ritual funerario porque lee a los escritores del Boom desde la mirada de sus hijos y nietos, todos abandonados y solos, atrapados por el legado de padres que los dejaron a la deriva, perdidos en los pliegues de sus sombras donde no les queda más que representar la pantomima que les han dejado como migajas de su propia biografía. Fuguet incorpora todo eso acá. Se venga de todos. Sudor se nutre de esas ideas de Donoso, pero también huye de ellas. Alfredo, el narrador, se pasea por esa Venecia devastada que puede ser la literatura chilena o latinoamericana, una fiesta donde lo único que queda del Boom no son sus novelas sino sus hijos vueltos fantasmas, todos cadáveres que caen al suelo y sin sangre en medio de la pista de baile.

Relacionados