Por Evelyn Erlij, desde Cannes Mayo 20, 2016

El efecto Jodorowsky es extraño. Cuando el sábado pasado apareció la última imagen de su película Poesía sin fin, durante el estreno en la Quincena de los Realizadores de Cannes, más de la mitad del público se paró de sus asientos, gritó, aplaudió extasiado y enloqueció cuando el cineasta de 87 años apareció en persona en el escenario del Théâtre Croisette. Pero mientras algunos veían a un rockstar, a un gurú, a una leyenda viviente, otros, desconcertados, hundidos en sus asientos después de dos horas de un filme con el que no conectaron, ni siquiera se dignaron a aplaudir. Lecturas radicales para un personaje radical: unos lo adoran como a un chamán espiritual o como a un genio, pero no faltan los que lo ven como una especie de charlatán. Sólo algo es seguro: Jodorowsky enciende pasiones.

“Nadie es profeta en su tierra, así que no me critiquen”, dice el cineasta frente a un grupo de periodistas chilenos que lo entrevistan dos días después del estreno. Al reportero de una radio extranjera le cuenta que, durante la función de su película, tuvo la mala suerte de sentarse delante de un tipo que la odió. “¡La encontró pésima!”, exclama riéndose. Pero la larga ovación de pie que recibió al final de la proyección demuestra que Jodorowsky es un ídolo para muchos. “Es un imán —dice su hijo Adán, quien interpreta a su padre en Poesía sin fin—. Es una de las últimas personas en la Tierra que tienen esa poesía, como Cocteau, como los surrealistas. Hoy necesitamos poesía en este mundo tan decadente. Quizás por eso la gente está tan agradecida con él, porque da esperanza a través del arte. Cuando hace conferencias frente a cientos de personas, le digo: ‘Eres como Iggy Pop’. Siempre soñó con ser una estrella de rock”.

“Sin Jodorowsky no habría David Lynch”, afirma un crítico inglés, para explicar el culto al director. “La gente está cansada del cine industrial. Los jóvenes son otros, no son idiotas: hay muchachos de 15 años que hacen cola para verme”, dice Jodorowsky.

Cuando termina la función y se abre el micrófono para que el público haga preguntas, lo que se escucha son halagos, felicitaciones, venias al maestro. El cineasta termina haciéndose una pregunta a sí mismo: “Alejandro, ¿por qué a tu edad te pones a hacer una película? Cuando pensamos en el fruto de la obra, en la gloria que traerá, en los aplausos, la obra se reseca, porque se tiene otro objetivo que crear. Cuando hice La montaña sagrada pasaron 20 años para que el público la viera y la entendiera. Se proyectó en el cementerio de Los Ángeles sobre la tumba de Rodolfo Valentino. Este filme quizás sobre qué tumba lo van a proyectar”, dice entre risas. Jodorowsky se ríe de la muerte. Se sabe inmortal.

Su último trabajo, Poesía sin fin, es un exorcismo de sus demonios de juventud, con el que embellece los recuerdos de sus años chilenos y el camino que lo llevó a ser el creador multifacético que es hoy. El Jodorowsky del filme es un joven que descubre en Federico García Lorca el delirio poético al que se entregará al conocer en los años 40 a Enrique Lihn (Leandro Taub), Nicanor Parra (Felipe Ríos) y Stella Díaz Varín (Pamela Flores). No es el Jodorowsky mítico de El Topo (1970) o La montaña sagrada (1973), esas dos obras que lo encumbraron como un cineasta de culto. Pero el desborde creativo y la imaginería surrealista siguen ahí, intactos.

“Elegimos Poesía sin fin, primero, porque la película le gustó al comité de selección —explica Edouard Waintrop, director de la Quincena—. Luego, porque es la continuación de La danza de la realidad y hubiera sido incoherente no mostrarle este segundo episodio a un público que adora su cine. El filme tiene una locura que nos aleja de las películas formateadas. Su estilo nos gusta, porque no se interesa en tomar precauciones; dice y muestra crudamente lo que piensa y siente y, aun así, logra llevarnos lejos, hacia su país, el país del delirio”. El crítico Owen Gleiberman, en la revista Variety, explica el fenómeno Jodorowsky así: “(es) el creador de El Topo, una ópera psicodélica salpicada de western que, en su forma medio surrealista, transformó el mundo del cine”.

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Convertido en una especie de dios del submundo cinéfilo y en un ídolo entre los amantes del cómic, Jodorowsky llegó a la Quincena en 2013 con La danza de la realidad, su primera película en 24 años desde Santa sangre, esa odisea delirante sobre una familia dedicada al circo que estrenó en 1989 en la sección Una Cierta Mirada. A eso, se sumó el estreno en Cannes, hace tres años, del documental Jodorowsky’s Dune, sobre “la más grande película de ciencia ficción jamás filmada”, el legendario y colosal proyecto que reuniría a Mick Jagger, Orson Welles, Salvador Dalí y Pink Floyd en el mismo largometraje. Allí se da cuenta de cuán relevante fue el artista y poeta en los años 70: todos querían trabajar con él; John Lennon compró los derechos de El Topo para Estados Unidos y George Harrison quiso actuar en La montaña sagrada.

Poesía sin fin“¿Qué hubiera pasado si la primera película de esa época hubiese sido Dune y no Star Wars? Hubiera cambiado toda la estructura de los blockbusters”, dice en ese documental el cineasta danés Nicolas Winding Refn (Drive)—en la competencia oficial de Cannes 2016 con The Neon Demon—, quien se declara un “hijo espiritual” de Jodorowsky. Cuarenta años más tarde, se vive una especie de revival: “Por qué Alejandro Jodorowsky está en el peak de su carrera”, fue el título que el medio especializado Indiewire escogió para una nota reciente sobre su figura.

“En el Reino Unido hubo un resurgimiento del interés en Jodorowsky cuando (la distribuidora inglesa) Tartan lanzó un pack con sus primeros trabajos, hasta entonces inaccesibles —explica el crítico Kaleem Aftab, del diario británico The Independent—. Diría que esto es más importante que el lanzamiento de La danza de la realidad. Es obvio que sus nuevas películas también crearon un interés, pero fueron sobre todo un vector hacia sus filmes antiguos”.

Eric Benson, periodista que le dedicó un largo perfil en el New York Times, explica esta fascinación en el mundo anglosajón: “Su larga ausencia en el cine y la disputa que mantuvo a El Topo y La montaña sagrada discontinuadas por décadas levantaron su mito. Durante los años en que el trabajo de Jodorowsky no estuvo disponible, los obsesivos del cine solían leer sobre este hombre loco sudamericano y sobre sus filmes que John Lennon y Yoko Ono amaban”, explica. Aftab va incluso más allá: “Sin Jodorowsky no habría David Lynch. Su imaginería visual y su rareza fueron precursoras para él”, asegura.

En Francia, el país donde vive, Jodorowsky también es visto como una leyenda: “Jodo es un cineasta aparte. La palabra ‘culto’ parece haber sido inventada para él. Aquí tiene un fan club sólido que aprecia su integridad, su independencia, su locura, su esoterismo, cualidades raras en el medio del cine y que hacen de él un verdadero artista. No existe ningún cineasta equivalente en Francia”, dice el crítico Jérémie Couston, de la revista francesa Télérama, quien explica que el fanatismo que existe hoy en torno a él no sólo tiene que ver con sus “películas hippies” de los años 70, sino también con los cómics que hizo junto al dibujante Moebius, con su pasión por el tarot, con el mito de Dune, y con sus últimos filmes autobiográficos. “Ha sabido atraer a su universo a públicos diferentes, de todas las generaciones, a cinéfilos y a geeks”.

En Cannes, Jodorowsky adelanta sus próximos proyectos —tres secuelas más de La danza de la realidad y un cómic en francés, Los hijos del Topo— y se toma el tiempo de analizar su poder de atracción:

—Fui capaz de reunir 10 mil personas que me pagaron la película —dice, sobre quienes colaboraron en el crowdfunding para filmar Poesía sin fin—. La gente está cansada del cine industrial. Los jóvenes son otros, no son idiotas: hay muchachos de 15 años que hacen cola para verme; está ese nuevo público y la industria no lo ve. Estoy hablando con Amazon y Netflix, porque existe una necesidad de un cine diferente. Y como vieron que me aplaudieron por 15 minutos en Cannes, la industria ya me echó el ojo. El otro día dije en mis tuits: “Los pájaros que nacieron en jaulas creen que volar es una enfermedad”. Yo no quiero ser un enfermo. Yo soy un artista: no creo en la revolución política, creo en la re-evolución poética.

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