La primera impresión es la extrañeza: entramos a la sala y vemos una serie de cajas de luz que nos dan la espalda, cajas de luz que parecen televisores antiguos, cajas que emiten desde sus pantallas luces de distintos colores, pero no vemos esas pantallas, no vemos esas luces, pues están ubicadas frente a una muralla. Vemos la parte de atrás de estas cajas, vemos muchos cables, en el piso, colgando, metros y metros de cables.
No es una imagen bella, pero sí es absolutamente desconcertante. Es una obra que nos da la espalda, y en ese gesto radica uno de sus mayores aciertos. Eso lo descubriremos, claro, luego de observarla detenidamente, y también descubriremos que las luces que rebotan en la muralla arman una constelación de colores en la que sí hay una belleza más evidente, y entonces la obra se va construyendo de a poco y nos quedaremos un buen rato contemplándola.
Batchelor se ha dedicado a construir instalaciones con materiales que iba encontrando en la calle, y que le permitían trabajar además con la luz. Así, armó pequeñas esculturas con botellas y experimentó con luces para intervenir distintos lugares.
Se llama “Magic Hour”, es del artista escocés David Batchelor (1955) y es una de las obras que se pueden ver en Light Show, muestra que reúne a quince artistas contemporáneos que trabajan, particularmente, con la luz: desde las habitaciones iluminadas de Carlos Cruz-Diez hasta la instalación de Olafur Eliasson, en la que vemos, de manera intermitente, veintisiete fuentes de agua; pasando por la perturbadora instalación de James Turrell —un pasillo oscuro, largo, que desemboca en una pantalla roja, que pareciera esconder otro mundo— hasta llegar a las obras lumínicas de Dan Flavin y el chileno Iván Navarro.
Una exposición gestionada por Fundación CorpArtes y que estará abierta hasta el 11 de septiembre en el Centro de las Artes (CA) 660. Diecisiete obras que ya fueron exhibidas en Londres, en 2013, y que recibieron más de 190 mil visitas. Obras que le hacen sentir al espectador que la luz es más importante y compleja de lo que sabemos.
—El ojo humano promedio puede distinguir, de manera fiable, entre unos 10 millones de diferentes gradaciones del color, pero la mayoría de los lenguajes sólo tienen once nombres para los distintos colores. Hay una enorme asimetría entre lo que podemos ver y lo que podemos decir. Simplemente no tenemos palabras para describir nuestras experiencias con el color. A mí me gusta crear obras en que la experiencia de verlas sea más importante que cuando se las describe —explica Batchelor, cuya obra es una de las más políticas y enigmáticas de la muestra.
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Quería ser pintor.
Desde niño había tenido contacto con el arte a través de la revista Discovering Art, a la que se suscribió su madre. Tenía ocho, diez años, cuando llegaba la revista a su casa, pero a él no le interesaba leerla. Sin embargo, empezó a quedarse detenido en la última página, donde siempre venía una imagen de alguna obra de arte. Le gustaba mirar esa página. Y recuerda, particularmente, una obra, una pintura de Ben Nicholson: una serie de rectángulos de colores —azules, un rojo vívido, amarillos— que se le quedaron grabados en la memoria.
Debe haber sido su primer acercamiento al color, esa materia que lo obsesionaría años más tarde, cuando entró a estudiar Arte, a mediados de los 70, en Inglaterra.
“A mí me interesa que mi trabajo esté conectado con la vida cotidiana de la ciudad y de la calle. No me interesa esa noción de lo espiritual o religioso que puede encontrarse en cierto arte contemporáneo, no me interesan ese tipo de iluminaciones”, dice Batchelor.
Quería ser pintor. Estudiaba para eso. Pero se encontró con un problema: él quería hacer pinturas que se sintieran tan reales como las luces y los colores que veía en la ciudad. Quería retratar la vida de esos colores, de esas luces, pero la pintura no se lo permitía. Sin embargo, fue ese obstáculo el que lo terminó derivando hacia la instalación, un terreno donde sí podría experimentar con la luz y los colores de manera más compleja, donde se transformaría en uno de los artistas británicos más interesantes de los últimos años, perteneciente a la generación de Damien Hirst y Tracy Emin, “los niños terribles del arte británico”, como fueron conocidos en los 90 por sus trabajos que buscaban incomodar a críticos y espectadores.
La instalación le permitía a Batchelor poder indagar de manera más intensa en sus obsesiones, aunque recuerda también otro episodio en que se dio cuenta que el formato de la pintura no sería suficiente para lo que él quería hacer.
—Tenía 18 años, había entrado recién a estudiar Arte y vi algunas obras de Robert Rauschenberg y todo cambió. Hasta ese momento no sabía que el arte podía ser tan desafiante. Después de eso nada fue igual —dice Batchelor, quien vio en el trabajo de Rauschenberg, particularmente en sus “Combines” —obras en las que mezclaba la pintura y la escultura, armando objetos tridimensionales muy perturbadores—, un camino por el cual podía aventurarse.
Finalmente, optó por construir instalaciones con materiales que iba encontrando en la calle, y que le permitían trabajar además con la luz. Así, empezó a armar pequeñas esculturas con botellas, por ejemplo, a las que luego iluminaba con colores intensos, creando nuevos objetos, como candelabros o pequeñas torres coloridas, hechas de plumeros, de cepillos, de coladores. Y luego comenzó a experimentar con diversas cajas de luz —como en “Magic Hour” (2005-2007)— y después, simplemente, jugar con distintas luces para intervenir la ciudad, como lo hizo con “Big Rock Candy Fountain” (2010), una fuente hecha de luces de distintos colores que instaló en el techo de un edificio en Londres. Entremedio, además, Batchelor no ha dejado de reflexionar acerca del color en distintos libros. Uno de los más importantes es Cromofobia (2000), en el que realiza una suerte de oda al color y contextualiza su importancia en nuestra cultura.
En estos años, Batchelor ha mostrado su trabajo en galerías de todo el mundo, en la Tate, en el MoMA, en la Bienal de São Paulo y en una muestra colectiva que se hizo en 2005 en el MAC Forestal, donde compartió exhibición con Damien Hirst, Tracey Emin y Jake y Dinos Chapman, entre otros.
Fue la primera vez que David Batchelor vino a Chile, aunque su vínculo con el país se remonta varias décadas atrás, cuando tomó contacto con una serie de chilenos que le permitieron conocer el país.
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—Mi primer encuentro con Chile fue en 1979, cuando tuve como trabajo temporal enseñarles inglés a una serie de chilenos que habían llegado exiliados a Reino Unido. No estoy seguro si aprendieron mucho conmigo, pero yo sí aprendí sobre Chile y sobre América Latina. Desde entonces quise visitar Santiago —cuenta Batchelor, quien es actualmente profesor en el Royal College of Art de Londres.
Dice que en su visita del 2005 le encantó Santiago, y que recuerda especialmente los parques de la ciudad, pues andaba en busca de botellas de plástico para realizar su primer “candelabro” iluminado. Lo acompañó un artista joven —de quien sólo recuerda su nombre: Rodrigo—, con quien recorrió la ciudad y los parques, buscando botellas para construir la obra.
Poco tiempo antes había realizado la primera versión de “Magic Hour”, cuyo título proviene del espectáculo que se origina en Las Vegas al atardecer, cuando se mezcla la puesta de sol con las luces artificiales de la ciudad, creando una atmósfera onírica, difícil de explicar con palabras, pero que Batchelor logra reproducir a través de su obra. Sin embargo, en esa primera versión su objetivo no se cumplió. Batchelor quería hacer una escultura lumínica cuya parte frontal fuera muy distinta a la parte posterior, como si fuera más bien un cartel publicitario, en vez de una escultura tradicional que se puede apreciar en 360 grados. Así, entonces, construyó esta estructura con 30 cajas de luz que expuso en el Museo Tamayo, de Ciudad de México, en 2005, en dos salas: desde una sala se veían las cajas de luz, los colores, y desde la otra sala se veía la parte de atrás de esa caja de luz y los cables.
—El único problema fue que cuando instalé el trabajo, me di cuenta de que no me gustaba nada la parte frontal: las luces, los colores. Sentí que era demasiado armónico, demasiado perfecto, así que cuando volvió la obra a mi taller estuve mucho tiempo pensando cómo arreglar eso. Un día, decidí dar vuelta esa parte frontal hacia la pared, y fue ahí cuando me di cuenta de que la obra tenía que ser expuesta así: que el espectador sólo viera la parte de atrás.
Ese descubrimiento ocurrió en 2007, por lo que recién ahí Batchelor dio por concluida “Magic Hour”, cuya mayor particularidad es esta mezcla entre belleza y suciedad, que produce en el espectador desconcierto, pues pareciera que en realidad la obra está mal ubicada. Pero no. Después de unos minutos, uno entiende que el reflejo de las luces de colores en la pared terminan generando una atmósfera particular, que además lleva al espectador a reflexionar sobre cómo las luces, muchas veces, pasan inadvertidas en contextos que no les favorecen. Es una obra que remite a la ciudad, a las calles, a un espacio público que parece perdido y que no nos deja ver la belleza que se esconde en ciertos rincones.
—A mí me interesa que mi trabajo esté conectado con la vida cotidiana de la ciudad y de la calle. No me interesa esa noción de lo espiritual o religioso que puede encontrarse en cierto arte contemporáneo, no me interesan ese tipo de iluminaciones —dice Batchelor.
—¿Y qué busca generar hoy en el espectador que ve sus instalaciones?
—Primero que todo, que le genere atracción mirarlas: que sea algo agradable, que genere curiosidad y que lo invite a reflexionar. Y si todo eso lo conduce a preguntarse acerca del color, mejor todavía. Pero nunca me gustaría tratar de controlar la experiencia sobre el espectador, creo que tiene que ser libre, y mirar lo que quiere mirar —explica finalmente Batchelor, quien sigue trabajando en una búsqueda para que no dejemos pasar esos 10 millones de diferentes gradaciones del color que existen. Quiere que nos detengamos en ellos, y descubramos ahí una nueva realidad.