Por Nicolás Alonso, desde Montevideo. Junio 10, 2016

o_568690eab16ce018-0En el camino fue perdiendo cosas. Primero extravió el humor, mientras trabajaba como jardinero, limpiando camiones sanitarios o cortando cuero para zapatos. Sus tiras, que dibujaba en una libreta cuando sus jefes no estaban vigilando, y publicaba en el diario La República, se fueron volviendo existenciales, melancólicas. Y los lectores empezaron a quejarse. En otros diarios no se las publicaban, y a Buenos Aires había viajado con ellas tantas veces como había sido rechazado.

Sin embargo, las palabras aún estaban. Luego de una infancia confusa, sobreviviendo a idas y venidas entre Francia y México detrás de sus padres exiliados, había llegado a Uruguay con diez años y se había sentido tan
extranjero como en todos lados. Pero había encontrado en sus dibujos, en las cosas que decían, un idioma común, una forma de hacer reír a sus compañeros. Aunque eso era el pasado. Ahora era 2009, tenía 32 años, trabajaba en lo que podía y las palabras, de a poco, también habían ido desapareciendo.

Hasta que quedó la hoja en blanco. Y Gervasio Troche, el dibujante uruguayo que se fue quedando mudo, los comenzó a ver: un mundo de seres extraños, frágiles, perplejos ante la lluvia o las estrellas. A veces buscándose, tristes o enamorados, casi siempre solos.

Su primer libro, tres años después, les daría un nombre: Dibujos Invisibles.

***

Un hombre mira su sombra, y ve en ella una escalera que desciende adentro suyo. Un árbol sin hojas se sienta, solitario, sobre el columpio que cae de sus ramas. Una persona mira desde su ventana un día de sol, y adentro de su departamento llueve. Otro hombre duerme, y su manta es el universo que entra por su ventana. Un astronauta llega al fin del cosmos, y saca la cabeza hacia la nada, como un escafandrista se asoma fuera del agua. Un hombre y una mujer corren a abrazarse sobre una cuerda, y cuando se tocan ya no existen, son un nudo.

El dibujante Gervasio Troche, de 39 años, trata de explico_008e26a6b43116d2-0ar qué tienen en común esas imágenes, aparte de sus trazos silenciosos, blancos y negros. Dice, sentado en un bar en el centro de Montevideo, que tal vez la soledad. Los dibujos que sube a su blog, que Sudamericana recopiló en 2012 por primera vez en Dibujos invisibles, y por segunda vez este año en Equipaje, presentado a sala llena en la Feria del Libro de Buenos Aires, casi siempre surgen de la misma forma. Troche se sienta en su escritorio, en el barrio obrero de La Teja, y se queda mirando, durante horas, la hoja en blanco. Como si estuviera en trance, al principio, dice, sigue oyendo el ruido: sus problemas cotidianos, las preocupaciones, sus demonios. Pero luego esas cosas empiezan a enmudecer. Y en su lugar van apareciendo los seres que llenan sus hojas, que lo han transformado en uno de los dibujantes más particulares de su generación, elogiado en medios como El País, Página/12 y Folha de S. Paulo.

–Hay un mundo interno que comienza a aparecer. Algunos seres, casi siempre humanos. Solos, perdidos en el cosmos. Que para no estar tan solos se agarran de algún elemento: una cuerda de equilibrista, una linterna, una trompeta. Los une la soledad, pero la soledad de no tener raíz, del desarraigo constante. Eso me llevó a mí a dibujar. Ahí encontré un lugar donde estar.

Al principio las imágenes aparecieron en su blog, Por Troche, y se empezó a correr la voz. En Argentina, Liniers ya había abierto la puerta a una generación de caricaturistas sensibles, pero Troche iba más lejos: sus dibujos mudos, de una sola viñeta, sin humor, fueron rechazados tres veces por Ediciones de la Flor antes de que Sudamericana lo llamara. En ese punto, dedicado a hacer talleres en cárceles de menores, no pensaba que Dibujos Invisibles pudiera vender dos ediciones completas, ni que lo iban a editar en Francia y Brasil. Tampoco que iba a irse de gira, financiado por sus lectores brasileños, por ocho ciudades de ese país, y hasta iba a hacer un mural de 30 metros en São Paulo: una anciana tejiendo el universo. Ni 008_rbol_amaca_mucho menos que en Brasil y en Argentina algunas personas le iban a mostrar tatuajes de sus dibujos, y él no iba a saber qué responder.

Troche cuenta esas cosas, mientras de reojo mira la plaza frente al bar. Ha sido un día angustiante: la noche anterior expuso parte de su obra en un centro cultural, y las cosas terminaron mal. Una joven quiso comprarle un dibujo, y cuando le dijo que no los vendía, comenzó a atacarlo. Más tarde, cuando vio que el dibujo había desaparecido, entró en crisis. No era cualquiera, sino el que muestra a un padre y a su hijo caminando por la playa, y sólo las huellas del hijo siguen hacia el futuro. Un dibujo que le había hecho a su padre, recién fallecido, como despedida.

Más tarde, luego de varias llamadas incómodas, un tipo llega a la plaza y se lo devuelve. El diálogo es extraño, pero Troche se siente aliviado. Luego, al volver a sentarse, dice que no quiere perder ningún dibujo más. Que en Brasil vendió algunos, y que el vacío que sintió no fue fácil de superar. Todos, explica, llegaron en el momento en que los necesitaba. Por eso aunque la editorial quería su segundo libro para 2013, tardó tanto en completarlo. El proceso no se puede apurar. Se trata de ir sintiendo cosas, y dejando que se vayan transformando, de a poco, en equilibristas y astronautas. O en los ecos de su exilio, como la tira que cierra y da sentido a Equipaje, en donde un hombre y una mujer que no tienen nada se turnan para llevarse, el uno al otro, adentro de sus maletas.

***

–A veces me dicen que dibuje mi autobiografía, pero no puedo hacerla. Porque yo no puedo contar mi vida, sino lo que sentí de mi vida. Las cosas entraron a mis sentidos y se fueron transformando. Y lo que tengo adentro son imágenes procesadas. No puedo dibujarme caminando en una tira. No puedo dibujar mi vida desde afuera. Estaría mintiendo –dice Troche.

Pero si pudiera hacerlo, esa historia partiría con sus padres. Él poeta y ella actriz, militantes tupamaros, forzados a irse del país en 1976 para no acabar en las listas de desaparecidos. Y su nacimiento, poco después, en Buenos Aires, desde donde tuvieron que huir a Francia. Continuaría con la llegada de la familia a un suburbio obrero en las afueras de París, lleno de musulmanes y exiliados. La mayoría chilenos. La tira seguiría con la familia yéndose a México, intentando extrañar menos, vagandoMarionetas001 por una docena de casas, haciendo teatro en las calles, llorando puertas adentro. Y luego, otra vez en Francia, mostraría a su padre queriendo que sea jugador de fútbol, frustrado porque él toma la pelota con las manos y juega a que es un planeta. Mostraría, también, a su padre cayendo en el alcohol. Y a su madre empapelando la casa para que él dibuje en las paredes.

Luego vendría la aparición de las historietas franco-belgas en su vida, su fanatismo por Lucky Luke y Tintín, y el regreso a Montevideo, un astronauta entre los muchachos futboleros y salvajes del Río de la Plata. Y entonces el dibujo como una forma de comunicarse con los otros niños, con su primer personaje, el Opa, un jugador de fútbol que en realidad era una extensión de sí mismo.

–Yo me enamoraba de alguna compañera, y hacía historietas en que el Opa se casaba con ella. Y todos mis compañeros se reían. Yo esperaba que ellas me abrazaran, me dieran un beso y se casaran conmigo, pero nunca pasó –dice Troche, riéndose, mientras muestra cuadernos viejos.

Lo que vino después fue una década en el taller de Tunda y Ombú, dos caricaturistas famosos de Uruguay, que vieron en él algo especial. Y luego la aparición de Mangrullo, su primera tira de humor, las publicaciones en La República, la paga casi simbólica y los trabajos como mano de obra barata. También la frustración, los rechazos y la sensación de haberse jugado todo a un lápiz y un papel y haberse perdido en el camino. Y, por último, el silencio. El comienzo de todo.

***

Aun en su mudez, las páginas de Troche están llenas de seres oyendo o tocando música. De ella vienen, dice el dibujante, sus dos mayores influencias: Miles Davis y Radiohead. Aunque también están allí, cómo no, Charles Chaplin y Marcel Marceau, y el circo de Alexander Calder. Liniers, su referencia más obvia, también lo fascinó y en su momento, cree, abrió la puerta que estaba cerrada para todos. Pero se siente lejos del grupo de dibujantes rockstars que se formó detrás del argentino. A contracorriente de su generación, no permite merchandising de su obra, ni hace reproducciones. No le gusta, dice, esa sobreexposición, ni los personajes que deben inventarse para vender. La forma en que se han convertido en tuiteros, en041_Equilibrista_enredado invitados constantes a la televisión, en comentaristas de todo. Él prefiere dejar que hablen sus dibujos, aunque sean mudos.

–Hoy muchos están influenciados por Liniers, incluso en su forma de actuar. Yo no me puedo poner un personaje encima. A mí me influencia lo que hace. Lo otro, ese bombardeo por Twitter, me perturba un poco su obra. Él es una estrella, y es un tipo honesto, una buena persona. Me fascinaba cuando no sabía quién era, pero ahora se sobrepuso a su obra y no lo logro separar. A mí me gusta el misterio de quién está detrás de esto.

A ratos, Troche parece tenerle más miedo al éxito que al fracaso. Le perturba que se tatúen sus dibujos tanto como que le digan que lo aman en su página de Facebook. Duda de que haya un vínculo real allí. Tampoco se siente muy cómodo en las ferias del libro, aunque el año pasado, en Buenos Aires, sucedió algo que lo marcó. En la fila para la firma, un hombre de Bajo Flores, un barrio complicado donde ha dado talleres, le entregó algunos poemas que los presos habían hecho con sus dibujos. Y ahora están levantando un centro cultural en su honor, donde harán talleres de arte para los vecinos del sector. Esas cosas, dice Troche, hacen que todo valga la pena.

–A mí me conmueve que lo mío influencie a otra persona. Que le permita hacer cosas propias: con dibujos, con barro, con alambres. Quiero ir a lugares de contexto difícil, donde nadie quiere ir. Eso es lo que yo quiero, me muero por eso. Tener ese éxito, no el de las ferias del libro. Porque ellos crearon a través de mis dibujos. Y claro, donde hay dolor, hay arte. No hay otra.

También le dijeron que ya habían decidido el nombre para el centro cultural. Será una frase suya de la época en que sus dibujos aún no se quedaban mudos. Se llamará “Callate, silencio”.

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