Por Alberto Fuguet Junio 3, 2016

Bryan Cranston tiene claro que debe ser más que Breaking Bad y Walter White y que eso no es tan fácil. Debe superar ese triunfo que también puede leerse como un trauma (¿qué pasó con Aaron Paul?). A veces lo tiene demasiado claro y tropieza en corrección política o deseo de hacer “arte importante”, en vez de rememorar lo que en esencia fue esa serie clásica: fantasía suburbana, basura estilizada, cine B reprocesado en televisión clase A, venganza del nerd. Trumbo me interesó poco y era obvio que al final iba a obtener una nominación al Oscar, pero a la cinta de época le faltaba locura y el personaje del guionista del Partido Comunista que encabezó la infame lista negra tenía algo de santo. Cranston se luce más cuando sus personajes conectan con sus partes más oscuras y se escinden. Y ese es el motivo por el cual queremos-tanto-a-Bryan. Cranston se potencia como el tío que hace las cosas que tu papá no se atreve. Quizás por eso apostó por el presidente Lyndon Baines Johnson, LBJ, que tuvo que perfilarse como algo más que el sucesor del asesinado Kennedy (chico modelo lindo perfecto es acribillado y es reemplazado por un tío tejano sin glamour o carisma). Cranston se ganó un Tony en Broadway por este carismático pero dañado personaje, y capaz que ahora se gane un merecido Emmy con All the Way, una excepcional película “hecha especialmente para el cable” y que debuta en América Latina por HBO el próximo 20 de junio. Esta “ópera política” agarra un vuelo extra tanto por el contexto electoral actual en los Estados Unidos (este filme es al final la crónica de una campaña desesperada) como por el estado de las cosas en muchos de los palacios presidenciales sudamericanos.
All the Way (el eslogan electoral de su candidatura el año 64) junta a Bryan Cranston con el director de Trumbo, Jay Roach, pero esto es otra cosa y, de haberse estrenado un par de años antes, hubiera sido tildada como la cinta que inspiró House of Cards. Roach, por su lado, capaz que también conecte con LBJ y con la necesidad de lograr triunfos importantes y ser más que un director de comedias exitosas algo truchas o miradas en menos por la crítica: las sagas de Austin Powers y de Meet the Parents. Roach ha encontrado la redención y casi ha inventado un género de la mano de HBO: filmes acerca de las operaciones y maquinaciones de la política norteamericana. Suerte de recreaciones históricas detrás de bambalinas. Hay otras cintas parecidas (Frost/Nixon es una; pero es más acerca de un legado que de un momento periodístico o históricamente intenso y clave), pero Roach se ha especializado en dejar la biopic totalizadora (Lincoln de Spielberg; Nixon y W. de Stone) y se ha concentrado en “temporadas de decisión”. En Recount se fijó en el recuento de los votos tras el discutido triunfo de George W. Bush; luego, en Game Change, se centró en los asesores que convencieron al candidato republicano McCain de incorporar a la impresentable Sarah Palin como vicepresidenta, y cómo ese error táctico llevó al senador al fracaso (pero inauguró una etapa siniestra en el partido que hoy se llama Trump).
All the Way es de esas películas políticas que optan por un tiempo acotado tan clave que toda la personalidad y todo el legado del presidente en cuestión quedan expuestos y a la vista (¿cuál sería el episodio dramático de la película de Michelle Bachelet?, ¿su decisión de volver a ser presidenta?, ¿el verano del caso Caval?). En este caso, optaron por los once meses en que Johnson fue el presidente accidental (completando el período truncado de JFK). Johnson debe ganar la elección de 1964 para dejarle claro al mundo que su llegada al poder no sólo se debió a esas balas disparadas en Dallas, sino que él tenía lo necesario para ser un estadista y no sólo un pie de página.
“Nada llega gratis; nada, ni siquiera lo que es correcto, lo que es bueno”, dice por ahí, y de eso va esta fascinante cinta: a veces el bien se logra con malas jugadas y muchas veces el deseo de cambiar y hacer el bien se trunca por falta de manejo. Johnson, cuya biografía en varios tomos a cargo de Robert Caro ha ayudado a que su legado se consolide y sea mirado más allá que por la debacle de Vietnam (una guerra heredada de JFK que el nuevo presidente no supo administrar), es la prueba viva de que a veces el triunfo de un bien (los derechos civiles de los afroamericanos) se puede obtener usando métodos dudosos. El filme deja claro que la oscuridad, la suciedad y la manipulación pueden ser armas válidas para lograr objetivos dignos. Y lo rodea un grupo de aliados dispares, entre ellos Martin Luther King; J. Edgar Hoover y su mujer, Lady Bird (Melissa Leo). Los derechos civiles no se obtuvieron por puro deseo sino como táctica y usando manipulaciones y traicionando a sus aliados (los demócratas sureños racistas). LBJ aparece entonces como un ser paranoico, básico, rural; ansioso e inseguro y lo opuesto a Kennedy que, más estilizado y glamoroso, logró bastante menos que su ninguneado vicepresidente. All the way termina con Johnson arrasando en las elecciones de 1964. Cuatro años después, incapaz de enfrentar el desgaste de una reelección y alerta a las divisiones que generaba, decidió no presentarse y les pavimientó sin querer el camino a Nixon y a los republicanos. All the Way insinúa que esos cinco años en la presidencia lo llevaron a donde siempre había querido estar y que esos mismos cinco años lo destrozaron hasta debilitarlo de tal manera que no quiso seguir y murió a los pocos años. En ese momento, no fue capaz de armar una épica con su propia narrativa ni con sus innumerables logros. Ahora, otros ven lo que quizás él mismo no vio y lo transforman en un personaje tan complejo como fascinante, trágico como irresistible. Y es la historia, al final, y los narradores que la cuentan, los que deciden quién gana, quién se recuerda, cómo se recuerda.

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