Por Diego Zúñiga Junio 24, 2016

Están por todos lados, los muertos.

Ahí adentro, en la morgue, los cuerpos torturados de personas sin identificar, hombres y mujeres, muchos muertos, ahí, en ese lugar, y también afuera, en un país convulsionado, en un país en dictadura. Mientras, los funcionarios del Instituto Médico Legal hacen lo que pueden con su vida y con los cadáveres que reciben. Entremedio, la aparición de la Virgen del Carmen se cruza con los cantos evangélicos y con la vida de estos funcionarios que se enamoran, que pierden la cordura, que no saben cómo sobrevivir.

Chile, durante los 70 y 80, convertido en una morgue, y ese mítico teatro ochentero, El Trolley, convertido también en una morgue —una escenografía construida por el diseñador Herbert Jonckers— que recibe a un público ansioso por encontrar una respuesta a lo que está pasando en la calle: es el año 1986 y el fin de la dictadura aún se ve lejos. Pero la gente se reúne como forma de resistencia y ven esa obra de Ramón Griffero sin saber que será la última que se dará en El Trolley. 99 La Morgue, una obra clave de los 80, es una de las primeras representaciones teatrales donde se hablará de forma directa sobre el destino de los detenidos desaparecidos, así, sin preámbulos, sin concesiones.

La obra se estrenó el 12 de diciembre de 1986 ante un Trolley repleto, en cuya entrada había un cartel que advertía: “En caso de toque de queda, se suspende la obra”. A pesar de esas advertencias, las funciones se fueron sucediendo y empezó a funcionar el boca a boca.

Y hablará del futuro, también, de cómo será Chile cuando se acabe la dictadura. Se imagina ese futuro, Ramón Griffero lo delinea en la obra, sin saber que 30 años después —es decir, en ese futuro que él imaginó— montará una vez más esta obra, pero ya no en El Trolley —un lugar que ya no existe—, y con un elenco casi completamente distinto, en un país completamente distinto.

—Una obra que enfrentó su presente y develó un futuro —dice Ramón Griffero (1954) sentado en una de las salas del Teatro Camilo Henríquez, donde se reestrenará por primera vez 99 La Morgue, la obra con la que la compañía Teatro Fin de Siglo cerró una trilogía —conformada además por Historias de un galpón abandonado (1984) y Cinema Utoppia (1985) — que abordó ese presente de la dictadura: un país convertido en un galpón abandonado, un país convertido en una película que nadie entiende, un país convertido en una morgue llena de cadáveres torturados.

A 30 años de su estreno, con un elenco nuevo, donde destacan Paulina Urrutia, Carmina Riego y Verónica García-Huidobro —la única actriz que participó de la versión original—, y luego de recibir un Fondart a la trayectoria por más de $ 55 millones, Griffero vuelve a montar una obra que no sólo habla de una época oscura, sino que también habla del presente, del país en que nos convertimos después de toda esa violencia.

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La MorgueLo que sentía era miedo. Eso dice Verónica García-Huidobro (1960), una de las actrices que más han trabajado bajo la dirección de Griffero. Que mientras ensayaban para el estreno de 99 La Morgue, la sensación que había era de total fragilidad. También Griffero recuerda esos días, cuando recibieron más de un amenaza, los autos afuera de El Trolley, las llamadas telefónicas.

—Fuimos a la Vicaría de la Solidaridad para denunciar las amenazas. Allá nos dijeron que si nos estaban avisando era porque algo podía pasar, y que mejor no estrenáramos la obra, pero insistimos —cuenta Griffero, quien tenía poco más de 30 años en ese momento. García-Huidobro era una veinteañera y en el elenco destacaban unos jóvenes y promisorios Alfredo Castro, Rodrigo Pérez y Andrea Lihn.

La obra se estrenó el 12 de diciembre de 1986 ante un Trolley repleto, en cuya entrada había un cartel que advertía: “En caso de toque de queda, se suspende la obra”. A pesar de esas advertencias, las funciones se fueron sucediendo y empezó a funcionar el boca a boca.

—El público llegaba casi con susto, pero era un acto de valentía. Era como si fueran a asistir a un mitin político clandestino, y estaban durante toda la obra en silencio hasta que explotaban al final —cuenta Griffero.

—Era impresionante ver a la gente aplaudir de pie, como si hicieran catarsis —complementa García-Huidobro.

Hoy recuerdan esa época y piensan en lo distinto que ha sido el proceso ahora, cuando están ad portas de estrenar el 7 de julio. La tranquilidad con que han podido ensayar les ha permitido detenerse en otros detalles. Recuerdan especialmente lo que era estar en un espacio como El Trolley, un galpón que antes fue una sede sindical donde se hacían conciertos de Los Prisioneros, performances de Vicente Ruiz, exposiciones. Un espacio de resistencia que existió hasta 1987, en la calle San Martín, en el centro de Santiago.

—A mí lo que más me ha sorprendido de todo este proceso —cuenta García-Huidobro— es ver cómo algo, un espíritu, un momento de época, hoy tiene que ser un espacio que debemos recrear. Porque cuando la dimos, el acento estaba en poner en escena algo que no estaba dicho de una manera más evidente, y hoy miro la obra y, a pesar de que el tema sigue siendo muy importante, me sorprende más la capacidad de imaginar un futuro y cómo ese futuro, que es hoy, coincide con lo que Griffero escribió e imaginó ahí. La obra tiene una dimensión de augurio comprobado, y eso es muy fuerte.

Casi al final de 99 La Morgue llega la alegría, se acaba la oscuridad y la violencia, pero no hay mucho que celebrar. Uno de los personajes le pregunta a su madre por los muertos, por quién los recordará. Y esa madre le dice: “Ah, caro, caro mío, no te enredes la cabeza, ya pondrán alguna placa de mármol en una de las tantas plazas, y quizás hasta le cambien el nombre a alguna estación del Metro”. Y el hijo le pregunta por el mañana, qué ocurrirá mañana, y ella responde: “Mañana habrá que trabajar como todos los días”.
Y no dice nada más.

—Si bien la obra está situada en una época, en plena Guerra Fría, además, de lo que está hablando finalmente es de la especie, de cuando se debate entre el bien y el mal, y en esa dimensión la historia se empieza a parecer más a una tragedia griega que a una obra de un momento —explica Griffero, planteando además las posibilidades que tiene hoy 99 La Morgue de conectar con un público distinto, que no sólo se encontrará con la atmósfera de una época, sino con una obra que sigue interpelándonos, esta vez, además, con una nueva escenografía, a cargo de Javiera Torres —con quien ha trabajado el director en los últimos años—, un elemento fundamental en el trabajo de Griffero y su teoría de la dramaturgia del espacio, esa que plantea que el lenguaje escénico tiene tanta relevancia como el texto y las actuaciones, esa que le permitía a Griffero plantear distintos planos arriba del escenario: la morgue era la morgue y también podía ser una habitación particular y podía ser el país y un espacio indeterminado, todo al mismo tiempo.

—En esa época, la narrativa que tenía escénicamente la dramaturgia del espacio era inédita, compleja, difícil de entender, arquitectónicamente muy poética pero difícil de seguir, casi cinematográfica, y hoy esa misma estructura es casi realismo, y eso no deja de ser loco

—dice García-Huidobro.

—Creo que el trabajo de Griffero desde siempre tuvo una conexión muy grande con la gente joven, y eso no se ha perdido. Tiene que ver con el coraje y con la valentía de plantear ciertos temas y de buscar formas nuevas —complementa Paulina Urrutia (1969), quien empezó a trabajar con Griffero a partir del remontaje de Cinema Utoppia en el 2000. Se acuerda de haber ido a El Trolley a ver justamente esa obra en 1985, cuando tenía 16 años. No alcanzó a ver 99 La Morgue, había entrado recién a estudiar Teatro, pero sí en la carrera se la mostraron en video, porque ya en ese momento se había convertido en un referente. Un VHS que se sigue mostrando en clases hasta el día de hoy, y que Griffero no ha querido compartir con el elenco, porque quiere trabajar así, como si fuera, en parte, una obra nueva.

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Los ensayos empezaron a fondo en abril, pero Griffero viene trabajando desde el año pasado en el proyecto, luego de obtener el Fondart que le ha permitido remontar esta obra y además trabajar en un nuevo texto, que pretende terminar en los próximos meses. Mientras, además, continúa con su labor como director artístico del Teatro Camilo Henríquez, un espacio emblemático del teatro chileno que fue remodelado y volvió a abrir sus puertas hace casi dos años. Son más de 35 años trabajando como dramaturgo y director, una carrera que Verónica García-Huidobro vio casi desde el comienzo.

“Griffero está buscando constantemente un lenguaje nuevo y tratando de innovar en lo que ya hizo. Creo que esa es la única manera de hacer un remontaje, porque si no te queda una piecita de museo, sin vida, y el teatro no sirve si no está vivo”, dice Paulina Urrutia.

—Me acuerdo de sus primeros trabajos en El Trolley. Era alguien que estaba descubriendo algo que hoy lo enseña, lo transmite, lo pone en escena de manera muy radical, en el sentido de que sabe claramente lo que es eso —explica y continúa—: es muy emocionante ver cómo Ramón ha sido una persona profundamente perseverante en una noción de teatro y en un decir ideológico a través del teatro, eso nunca lo ha transado.

Paulina Urrutia agrega:

—Él ha evolucionado mucho en términos humanos. Hoy tiene otra manera de ver las cosas, en ese sentido es un creador de su época, de cada época que va viviendo, porque cambia desde ciertos discursos hasta su manera de hacer el ejercicio escénico.

Ambas actrices coinciden, además, en cómo el trabajo creativo de Griffero no se ha detenido en todos estos años, pues remontar no significa, en su caso, intentar hacer la misma obra como lo fue la primera vez. Remontar es volver a crear.

—Siempre se permite seguir creando, se deja inspirar por su propia obra. Nosotros nos sorprendemos, porque de pronto llega a los ensayos con unas propuestas nuevas que nos quedamos desconcertados, pero que tienen sentido en este momento. Está buscando constantemente un lenguaje nuevo y tratando de innovar en lo que ya hizo. Creo que esa es la única manera de hacer un remontaje, porque si no te queda una piecita de museo, sin vida, y el teatro no sirve si no está vivo —dice Urrutia, mientras Griffero se fuma un cigarro en la entrada del Teatro Camilo Henríquez. Ya son pasadas las ocho de la noche, en un rato comenzará un nuevo ensayo de la obra, que esperan reponer en el mismo teatro hacia fin de año.

En la sala ya está reunido todo el elenco. Griffero fuma y recuerda esos días de ensayos en El Trolley, esas fiestas eternas, esas obras que a veces no se podían dar por el toque de queda, esas noches que no terminaban nunca. Fue en otra época, fue en otro país, aunque aquel lugar no quedara tan lejos de donde queda hoy el Teatro Camilo Henríquez, en calle Amunátegui, frente a la Torre Entel. Otra época, que no está tan lejos de esta tampoco.

—Cuando una obra habla de un país, tiene un peso mayor, en el sentido que se está hablando de la memoria de ese país, la memoria de nuestros padres, de nuestros abuelos, entonces, por lo tanto, tiene el peso emotivo de una vivencia colectiva, o sea, no queda sólo como un recuerdo, sino que se pregunta sobre el presente. Es una narrativa que nos une a todos, y creo que esta obra tiene eso. Son los conflictos humanos que nunca se resuelven, es decir, que nunca quedan en el pasado —dice Griffero antes de apagar el cigarro. Luego, entrará al teatro y comenzará un nuevo ensayo. Ahora no hay amenazas ni llamadas telefónicas a medianoche. Ahora hay otros problemas, que intentará a abordar en este esperado remontaje.

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