Arriba de una micro. Así parte Tres tristes tigres, inesperadamente, arriba de una micro, o liebre, como se les llamaba a esos estrechos buses que durante décadas avanzaron raudos por las calles de Santiago y que después fueron desterrados a la provincia.
Un gesto, una escena y una declaración de principios.
El cine de Ruiz saldría a las calles, pero de una manera radicalmente distinta a lo que se esperaba del cine político y social que comenzaba a tomarse el canon en esos años.
Casi medio siglo después de su estreno, en noviembre de 1968, Tres tristes tigres sigue siendo el debut más brillante y osado de un cineasta chileno. Una película fundacional, la obra de un genio precoz, Raúl Ruiz, nuestro Orson Welles, que en ese entonces tenía 27 años y una breve pero prometedora carrera como dramaturgo. Financiada por Los Capitanes, sociedad que agrupaba al papá de Ruiz y sus amigos marineros, los Tigres fue hecha a pulso, entre el ingenio de Gustavo Meza, que se encargó de la producción, y la ayuda de los dueños y parroquianos de los bares y restaurantes en que se filmó.
Tras los problemas de sonido que tuvo al momento de su estreno, ahora llega en una copia restaurada, como nunca la habíamos visto y escuchado. Y tal como en su debut, los Tigres resulta un incómodo espejo de eso que, a falta de un mejor nombre, llamamos chilenidad.
Ver Tres tristes tigres es viajar a un Santiago que ya no existe, provinciano y premoderno. Filmada en las calles, los Tigres también es una bofetada a la academia que ha intentado secuestrar a Ruiz en el limbo de la cita rebuscada. Pero Ruiz y los Tigres se resisten a esos encasillamientos.
Lucho (Luis Alarcón) encierra todo el sentimentalismo del curado chileno. A este personaje Ruiz le reserva una de las secuencias más bellas, que se aleja del registro realista de los “Tigres” y anticipa su etapa francesa, más barroca.
La película respira libertad en cada uno de sus planos. Siguiendo los principios de la Nueva Ola francesa, todo está filmado con un afán de mostrar la realidad sin manipulaciones. Así, la cámara del argentino Diego Bonacina se sube a una micro y se pasea por los bares de calle Bandera, ágil, inquieta y, en muchas escenas, parece estar pegada a los personajes, casi en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. El montaje, a cargo del también argentino Carlos Piaggio, reproduce la vitalidad de los personajes, sus vagabundeos y la circularidad de la historia de Tito, su protagonista.
Tito (Nelson Villagra) es un personaje oscuro y servil, posiblemente un huacho, un recién llegado a la capital, un “lumpen proletario” como lo llama Ruiz, y a fin de cuentas, un marginal, que hace cualquier tipo de trabajitos, y que tiene como jefe al arribista Rudi (Jaime Vadell). Junto a su hermana, Amanda (Shenda Román), una vedette sin trabajo, y Lucho (Luis Alarcón), un ingenuo personaje que viene del Sur, Tito dilata un encargo del Rudi y gasta las horas entre la comida y el alcohol de una noche eterna. Hacia el final, Tito explota y libera esa violencia contenida que ha arrastrado durante toda la película.
Se suele decir que Ruiz prácticamente no dejó nada de la obra de teatro de Alejandro Sieveking en que se basa la película, desconociendo que la escena en que Tito y Amanda van al departamento de Rudi es calcada de la obra de teatro y fue lo que motivó a Ruiz a filmar la película. Así lo reconocía: “De la obra de teatro tomamos una escena completa, que debe ser la mejor, esa en la que dicen ‘tres tristes tigres’. Y de ahí hice extensiones. En esa escena están todos los elementos de manera explícita: la humillación de Tito, la grosería del lumpen burgués de Rudi. Las otras escenas si te fijas son como melancólicas, están medio curados, pensativos, hay una especie de malo de fondo, la procesión va por dentro, hasta que explota al final. Y ahí es cuando se vuelve claro que es la escena central. Y las otras son voladas”.
Cuando Ruiz decide adoptar la obra, Sieveking le dejó carta blanca para modificarla. Quizá uno de las cambios más decisivos y visionarios de Ruiz fue poner en el papel de Tito a Nelson Villagra, quien dirigió el exitoso montaje de la obra de teatro del grupo Cabildo, al que pertenecían los mismo actores que protagonizaron la película. Según Luis Alarcón —que interpretó a Tito en la versión teatral—, “Raúl decidió que lo hiciera Nelson porque consideró que tenía más pinta de chileno que yo”. También incorporó un nuevo personaje, Lucho Úbeda, que Ruiz creó especialmente para —y junto con— Luis Alarcón. El otro cambio significativo fue sacar a los personajes del departamento de Rudi, dejándolos deambular por ese universo bohemio que Ruiz y sus amigos frecuentaban.
Lucho Úbeda encierra todo el sentimentalismo del curado chileno y es el personaje más entrañable de la película. A este personaje Ruiz le reserva una de las secuencias más bellas, que se aleja por completo del registro más realista de Tres tristes tigres y que anticipa al Ruiz de la etapa francesa, más barroco, con una puesta en escena donde suele jugar con los efectos ópticos y los encuadres sofisticados. La escena muestra a Úbeda en la recta final de esa noche de juerga. Lucho ha puesto decenas de botellas de vidrio en el piso de un bar. Algunas las coloca una encima de otra, y a medida que amanece, los rayos de sol van golpeando los vidrios de las botellas, y Lucho mira a través de ellas como si se tratara de un caleidoscopio gigante.
Todos los personajes están a la deriva, siempre de a tres (Tito, Amanda y Lucho/Rudi), atrapados en un deambular errático y sin destino. Pero los Tigres están a la deriva no sólo en términos físicos, sino que existenciales: son personajes desarraigados, sin mayores vínculos afectivos. Al decir de Nelson Villagra, el actor que interpretó a Tito: “Son personajes que deambulan en la noche santiaguina y que están yendo hacia la nada”.
FILMAR LA RESACA
Tres tristes tigres desborda chilenidad, partiendo por su dedicatoria: “Esta modesta película está dedicada con todo respeto a don Joaquín Edwards Bello, a don Nicanor Parra y al glorioso club deportivo Colo-Colo”.
Es el primer peldaño de Ruiz en la búsqueda de una identidad chilena. Los gestos de chilenidad de la película están presentes también en el lenguaje, en los bares y picadas, en el ritual de la comida, en los boleros de Ramón Aguilera, y hasta en la evocación de los terremotos como una fatalidad propia del ser chileno. Es una preocupación que se repetirá a lo largo de toda la carrera de Ruiz, hasta convertirse en uno de los ejes de su cine.
Pero la operación de filmar la chilenidad en Ruiz está lejos del costumbrismo, y no se limita a buscar una identificación con el espectador. Es cierto que Ruiz toma personajes populares, pero su mirada no puede ser asociada con un cine de denuncia ni de crítica social, como ocurre con El chacal de Nahueltoro y Valparaíso, mi amor, películas contemporáneas a Tres tristes tigres.
La marginalidad de Tito no está en función de lo colectivo ni de la denuncia social, sino que está ahí para poner en escena las sombras de la chilenidad. Por mucho que la película reproduzca fielmente el habla chilena, su voluntad es ir un paso más allá de la mera descripción. Ahí radica la grandeza y la vanguardia del cine de Ruiz: indagar en esas pulsiones subterráneas —como la violencia contenida de Tito— y en una realidad que se escabulle, una realidad que se niega a ser filmada, y donde no queda más que filmar la resaca.
El lenguaje de la película está lleno de recursos que escapan a una narración tradicional. Ahí están los diálogos, muchas veces absurdos, similares a los que Ruiz había creado para sus obras de teatro. O ciertos momentos desconcertantes, que en una película con una narración tradicional no tendrían cabida, como la escena en un restaurante, en que otros parroquianos “espían” a los Tigres a través de un espejo. O la escena de las botellas, donde el retrato de la borrachera de Lucho Úbeda se cruza con una melancolía arrebatadorra, como si sólo en ese estado de semiconciencia y embriaguez pudiésemos asomarnos a ese caleidoscopio imposible, que fija las imágenes de un Santiago próximo a desaparecer.
No bastan los guiños al mundo popular ni las citas al habla para filmar la chilenidad. Quizá, tempranamente, Ruiz advierte que esa operación está destinada al fracaso, que filmar la chilenidad es algo infilmable, una utopía, y que no queda más que rastrear las huellas en un espejo distorsionado, en un bolero o en este Tito triste, solitario y final.