8.45 a.m. Martes 11 de septiembre de 2001. La artista visual colombiana Mónika Bravo estaba durmiendo cuando una amiga la llama por teléfono para alertarla. Se levantó de la cama y desde su departamento en Brooklyn vio cómo las llamas consumían una de las Torres Gemelas, donde en el piso 92 tenía su estudio de trabajo. “Me acordé de mis compañeros de taller, los artistas que aprovechaban la noche para trabajar”, recuerda.
Mientras se lamentaba por haber dejado su computador y su cámara en el taller y se preguntaba cuánto tiempo demorarían en limpiarlo todo, supuso que el incendio que miraba por el ventanal de su casa no era tan grave y que pasado mañana seguro la dejarían entrar: “Son las Torres Gemelas. No va a pasar nada”.
En eso estaba cuando vio el segundo avión estrellándose. “Esto no es un incendio. Es terrorismo”, dijo perpleja. Ahí se desplomó, decidió no ver esa escena en directo, cerró las cortinas y prendió el televisor. Quería un filtro o que alguien le dijera que todo era una broma como la de Orson Welles en La guerra de los mundos, pero en versión televisiva. “Ya sabía lo que está pasando y no quería verlo. Hacía años había tomado la decisión de dividir el mundo en dos: en las cosas que quería vivir para registrarlas en mi memoria y lo que quería registrar para mi trabajo como artista”, dice la artista nacida en Bogotá en 1964.
No se despegó de la pantalla. Ni siquiera se duchó y se quedó mirando televisión boquiabierta por unas veinte horas. Empezó a llamar a los otros artistas que habían perdido toda su obra y equipos. Muchos estaban en estado de shock y recién llegaban a las torres.
“Te cuestionas seguir haciendo arte”
23.30 p.m. Lunes 10 de septiembre de 2001. Mónika dejó la Torre 1. Durante nueve horas, desde las 12.55 p.m. hasta las 10 p.m., filmó en time-lapse y en tiempo real la otra torre y la ciudad para un proyecto artístico. Pasado el mediodía prendió su cámara, registró las primeras gotas de lluvia llegando a los ventanales y, sin saberlo, filmó el último día de las torres en pie. Esa tarde Nueva York fue azotada por una tormenta de verano, con truenos y rayos que pincharon el horizonte e iluminaron el río Hudson, los puentes y los rascacielos corporativos del barrio financiero, cubiertos por una capa nubosa azul índigo.
El artista Michael Richards, uno de sus compañeros de taller, se quedó en el estudio. Al salir, ella se despidió del escultor de origen jamaiquino que pasaría la noche ahí en vez de viajar hora y media hasta su casa en Queens. Richards hacía esculturas sobre los pilotos negros que combatieron por la libertad en la Segunda Guerra Mundial y al volver a EE.UU. eran segregados. La escultura que estaba trabajando al momento del ataque era un San Sebastián atravesado por aviones. “Al ver el ataque, lo llamé por teléfono, pero su número estaba con buzón de voz”, dice Mónika. Su cuerpo fue encontrado una semana después entre los escombros.
Durante nueve horas, filmó en time-lapse y en tiempo real la otra torre y la ciudad para un proyecto artístico. Pasado el mediodía del 10 de septiembre, prendió su cámara, registró las primeras gotas de lluvia llegando a los ventanales y, sin saberlo, filmó el último día de
las torres en pie.
Ella quería filmar toda esa noche en su taller, pero su ex marido la llamó por teléfono y la convenció de lo contrario. Cuando estaba saliendo, se volteó, miró a su alrededor y tomó algunas cosas y se llevó la grabación de la tormenta. Hoy recuerda que pasaron cosas significativas esa noche. Algunos de los compañeros de taller estaban viendo un partido de fútbol y Mónika se peleó con ellos porque usaban el televisor de otro artista sin permiso. Les deseó lo peor. Michael Richards, que no estaba en ese grupo, trató de conciliar la situación. Le dijo: “Tranquila, no armes rollo, no es tan grave”. Richards era una persona tranquila y pacífica. La pelea escaló y Mónika salió muy malhumorada. Había una energía conflictiva esa noche.
Dos días después del ataque, se acordó de la cinta. No sabía qué hacer. Para ella no era arte, no era una obra suya. Ahí tomó la decisión de editarla. Era un documento y se tenía que hacer responsable de él.
“Después del ataque hay un momento en que te sientes sin poder, entiendes tu propia mortalidad, que no eres nadie y que podrías haber muerto y te cuestionas si seguir haciendo arte frente a esto tan trágico y esa cinta, ese documento, me obligó a hacer algo con ella, a no dejar de hacer arte”, señala.
Editó la cinta en menos de cuatro días, la tituló Septiembre 10 2001, Uno nunca muere la víspera, y le regaló copias a cada uno de sus compañeros de taller.
“Nunca he ido a la Zona Cero”
El Museo Memorial 9/11 de Nueva York, construido sobre las ruinas de las torres y los restos de 1.115 víctimas nunca identificadas, abrirá este 12 de septiembre una exposición por los 15 años del ataque. La muestra se llama Rendering the Unthinkable y, entre las 13 obras que aluden a la caída de los edificios, una de las más impactantes es ese video de 2001 de Mónika Bravo dedicado a Michael Richards.
Mónika recuerda que días antes de su muerte tuvieron una conversación sobre política e inmigración, porque los dos eran inmigrantes. “Hablamos sobre la falta de conciencia que tiene el pueblo estadounidense de lo que impactan sus decisiones políticas en el resto del mundo. No entienden que hay problemas más grandes que los de ellos. Michael estaba atento a la realidad política y lo reflejaba en su trabajo artístico”, dice la artista.
“Nunca he ido a la Zona Cero. No me interesa”, confiesa. Tampoco irá a la inauguración de la nueva exposición. No acostumbra a pasar septiembre en Nueva York. Desaparece. Este año viajará a Suiza. Incluso antes del atentado, las Torres Gemelas no le gustaban, le fastidiaban, no se sentía cómoda. Su arquitectura le parecía fallida porque la trama de ventanales desde dentro de su estudio asemejaba una reja, una cárcel. Por ese motivo y para trabajar tranquila, clausuró su espacio con una pared móvil y la pintó de negro.
La artista tiene una relación cercana con la muerte desde que su padre murió en un accidente cuando ella tenía ocho años y, en el atentado, como en toda situación de crisis, volvió a construir ese espacio donde no deja que el dolor la toque, una pared que la vuelve práctica y racional. Ese 11 de septiembre no se angustió y sólo seis meses después tomó conciencia de lo cerca que estuvo de morir al ver un documental de un camarógrafo francés que grabó desde el lobby de una de las torres el sonido de los cuerpos cayendo al vacío, las personas desesperadas que se tiraban desde las alturas. “Fue muy impresionante escuchar el sonido de la muerte. En ese momento lo sentí todo, mi tamaño, mi pequeñez. Lo sentí, lo comprimí y luego me lo quité de encima”, explica.
Luego de estudiar moda y fotografía en Roma, París y Londres, Bravo llegó a EE.UU. en 1994 para tomar un curso de arte. 22 años después, ya se siente arraigada en la escena cultural de Nueva York. Sus instalaciones multimedia combinan video, proyecciones, fotografía y sonido. El denominador común son formas geométricas difuminadas y de colores muy vivos que rehúyen una representación mimética de la realidad. Gracias a esta concepción del videoarte como si fuera una pintura abstracta en movimiento ha expuesto en la Bienal de Venecia 2015, en el New Museum y en el Museo del Barrio de Nueva York y ha participado en muestras y ciclos del MoMA, el Lincoln Center, la Tate Britain y el Museo Reina Sofía. Su trabajo más reciente, que desfila detrás de ella en una pantalla de su taller de Long Island City durante la entrevista, sorprende por unas líneas siempre verticales que aluden a algo espectral y parecen evocar las Torres Gemelas. “Son collages de imágenes en movimiento, como si las pantallas y paredes estuvieran respirando. La verticalidad viene del formato que creo que funciona mucho mejor que el horizontal. No había pensando en las torres”, dice.
Ahora con mayor distancia, la artista colombiana reflexiona sobre la costumbre de los neoyorquinos de no hablar del atentado, como si una ciudad tan autosuficiente hubiera descubierto de golpe su vulnerabilidad: “Cuando hay tanta violencia no es que no te importe, pero quieres dar vuelta la página. Es algo que a todo neoyorquino le trae un recuerdo amargo y ya no quieres hablar de eso, ni lo mencionas. Después de 15 años, tengo la sensación de que han pasado más años, más tiempo”.
A su juicio, Nueva York cambió para peor después del 11 de septiembre. El atentado generó cambios de leyes y el uso de suelo comercial pasó a ser residencial, lo que atrajo a inversores que se aprovecharon de este boom inmobiliario. “El resultado es que los precios subieron y los artistas ya no pueden vivir aquí, y toda ciudad necesita una comunidad artística que entregue ideas nuevas. Para mí Nueva York hoy es Disneylandia”, remata.